Se ha hecho popular estos días un cuento escrito por Mario Vargas Llosa en 2020 –publicado por Letras Libres- que tiene algunos componentes autobiográficos. El relato ha trascendido con motivo del anuncio de la ruptura de su relación sentimental con Isabel Preysler y llama la atención por fragmentos como éste:
“Todas las noches, parece mentira, desde que cometí la locura de abandonar a mi mujer, pienso en ella y me asaltan los remordimientos. Creo que solo una cosa hice mal en la vida: abandonar a Carmencita. Nunca me perdonó, por supuesto, jamás pude amistarme con ella y, para colmo, ella se casó con Sanabria, un buen amigo del barrio. Es el único episodio de mi remoto pasado que mi memoria no ha olvidado; y me atormenta todavía, sobre todo en las noches. Fue un enamoramiento de la pichula, no del corazón. De esa pichula que ahora ya no me sirve para nada, salvo para hacer pipí”.
Cuentan los expertos en las vidas de los otros que Vargas Llosa expresa en estas líneas su arrepentimiento por haber abandonado a su mujer por la Preysler. Esta afirmación puede leerse en tono dramático, pero quizás lo más correcto sea digerirla con cierto optimismo. Porque, a fin de cuentas, transmite que a los 80 y tantos años todavía se conserva cierta inocencia que puede llevar a cometer errores de juventud. Los propios de las etapas más tempranas y tiernas.
Hay una reconfortante inmadurez en aquello de dejar a la mujer que ha sido un pilar vital para atender la llamada de “la pichula”. Al empuje de una emoción que al final resultó ser intensa y engañosa, para variar. A un Premio Nobel de Literatura se le presupone cierta capacidad para hilvanar historias a partir del análisis de las vidas de los otros y de los sentimientos universales. Así que si alguien así comete esos fallos, significa que cualquiera los puede cometer y que es posible llegar al invierno vital con algunas lecciones por aprender.
Don Mario describe estos hechos con nostalgia, que es casi igual de traicionera que el enamoramiento de 'la otra', dado que el recuerdo almibarado que transmite suele omitir rutinas, broncas y odios de baja intensidad. Seguramente, la última filtración que publicó la revista ¡Hola! (que es cosa de su ex) no le ayudó al autor a disipar su melancolía y la tortuosa sensación de arrepentimiento. ¿Por qué me metería yo en ese jardín? ¿Por qué cometí el error de cambiar la aburrida tranquilidad de la rutina -y "la terrible armonía"- por el frenesí adolescente que asalta de vez en cuando durante la vejez? Esas preguntas pasarían por su cabeza en los días pasados.
Un mundo difícil de entender
El citado relato de 2020 ilustra sobre un protagonista que está desubicado por sus errores, pero también por la evolución del mundo en el que vive, en el que desaparecen los cines, la gente ya no acude a las bibliotecas para leer y los formatos digitales sustituyen a lo palpable. Al papel tintado, del que incluso nos intentan convencer que es perjudicial para la salud. “Cualquier día los científicos descubrirán que la mezcla del óleo y el lienzo es letal para la salud y habrá que quemar todas las pinturas por razones de sanidad pública. Espero no estar acá todavía cuando ocurra esa tragedia”, expone el narrador.
Tal es su despiste sobre la realidad en la que vive que en un paseo por la Madrid en la que no se reconoce, teme incluso hacer preguntas a otras personas por si la Policía llegara a pensar que es un viejo despistado o amnésico.
Detrás de estas reflexiones se encuentra el tipo de angustia más importante en los individuos contemporáneos, que es la que surge del fenómeno de la “disolución de los sólidos”. El que según Baugman (Modernidad líquida) caracteriza a las sociedades modernas y las postmodernas. El que lleva al protagonista de la historia de Vargas Llosa a quedarse pasmado al acudir a una exposición, en el barrio de Lavapiés, y comprobar que el concepto de arte de los nuevos tiempos pasa por mostrar “una veintena de muñecotes que vomitaban, orinaban, defecaban o supuraban unos líquidos por las orejas”.
Ese fenómeno de evaporación de los cánones, los arquetipos y los formatos artísticos se potenció con la digitalización de la sociedad. Desde entonces, existe una excesiva abundancia de información que ha provocado un incremento del ruido. También se ha extendido el temor de que, tarde o temprano, podemos convertirnos en prescindibles, al igual que las cabinas de teléfono, los buzones o los transistores de radio.
Ese miedo al cambio -el que expresa el ciudadano Vargas Llosa- ha sido siempre habitual en la vejez, pero ahora es extensible a todas las edades adultas. Porque la sociedad mediática y digitalizada muta de forma constante, y no siempre para bien. Baugman teorizó durante toda su carrera sobre la liquidez de las sociedades modernas. La Enciclopedia Británica incide en que todo material líquido “sufre un continuo cambio de forma cuando se le somete a tensión”. Así que concluyó que los sólidos -de todo tipo- se habían convertido en fluidos y habían embarrado el terreno en el que nos movemos, hasta convertirlo incluso en arenas movedizas.
La evolución que se ha producido en los últimos años ha provocado que lo líquido -palpable- se haya convertido en vaporoso -humo-, así que es normal que el octogenario se sienta perdido y antediluviano al observar que desaparecen los periódicos, los cines y las bibliotecas y los placeres que antes eran habituales. El ejemplar del diario ha sido sustituido por Google Discover, con un algoritmo que muestra todo el rato noticias clickbait sobre Pasapalabra -¡qué sopor- y la enésima gilipollez de moda. ¿De veras el cambio es para mejor?
Esta última pregunta pende sobre la reveladora historia que publicó Vargas Llosa, que define su compleja relación con la 'realidad actual' y su error al sustituir a la mujer de su vida por la Preysler. Todo el mundo se equivoca, pero hay cosas que se aprenden poco después de la adolescencia. Una de ellas es que “la pichula”, cuando se emplea para usos diferentes al de miccionar, puede llevar a actuar con una total ausencia de rigor.
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