Cuando se toma la decisión de anticipar unas elecciones regionales en Castilla y León, en un marco de fondo de intenso hartazgo social tras dos años de demoledora pandemia, sin que las razones de tal sorpresiva decisión aparezcan claras y a la vista de todos, el resultado lo puede acabar cargando el diablo. Y si a ello se agrega la promoción de unas expectativas que ponían al PP por sí solo prácticamente al alcance de la mayoría absoluta, se está recorriendo un peligroso camino con vistas al resultado final, en el que la frustración es lo primero que se puede presentar al alcance de la mano.
En todo caso, se tomen como se tomen los resultados, existen diversas lecturas que resultan incuestionables. La primera, que el Partido Popular ganó las elecciones, exactamente con el mismo porcentaje de votos de que ya disponía (el 31%), con una pérdida de 50.000 votos, atribuible a una menor participación electoral.
El balance del PSOE es mucho peor, una derrota sin paliativos, pues se deja en el camino la primera plaza obtenida en 2019 y aproximadamente ciento veinte mil votos, además de siete representantes en las Cortes regionales.
Seguramente, van a ser unas elecciones cuyo resultado quede en la memoria. El PP, de momento, manifiesta su nula voluntad de gobernar con Vox, auténtico protagonista del resultado electoral, que ha pasado de uno a trece representantes en Cortes, y con vocación de convertirse en fuerza determinante en el próximo gobierno en esa comunidad.
No sabemos en estos momentos cómo discurrirán los acontecimientos, salvo en un aspecto que tiene alcance nacional y que se resume en la mala clase política que los españoles padecemos
En otro plano se encuentran Podemos y Ciudadanos, ambos con evidente aspecto de crisis grave que se agrava sistemáticamente en cuantas elecciones se vienen celebrando en nuestro país. También ha hecho su aparición partidos/plataformas provinciales respecto de los que está por ver su aportación a la política regional. No sabemos en estos momentos cómo discurrirán los acontecimientos, salvo en un aspecto que tiene alcance nacional y que se resume en la mala clase política que los españoles padecemos.
Contra lo que sucede en la Unión Europea, reflejo claro de voluntades electorales empeñadas en la formación de gobiernos estables y previsibles, ya sean de centro izquierda, de centro derecha o de unidad nacional, en España parece que esa vocación brilla por su ausencia; con una clase política acostumbrada a la toma de decisiones desquiciadas, se trata única y exclusivamente de que los acuerdos sean inalcanzables, da igual las consecuencias para los ciudadanos. Una forma de hacer política de carácter tribal, en la que lo único importante es negar al otro, o mejor, ni tan siquiera respetarlo; un trabajo para agudizar los disensos e impedir los consensos, para hacer que la política resulte tóxica para la sociedad.
Cualquiera puede entender que la forma del gobierno de la nación deviene imposible, porque imposible es gobernar con un partido antisistema y en crisis como es Podemos, teniendo como aliados parlamentarios a una fuerza nacionalista de carácter supremacista como es ERC y, por si ya nos faltaba poco, directamente a legatarios del terrorismo, caso Bildu, cuyo objetivo último y sistemáticamente proclamado no es otro que la ruptura de nuestro sistema de convivencia; o, atendiendo a su pasado, mejor la voladura de todo lo construido políticamente en España desde la Transición y la Constitución del 78. Es imposible avanzar así en nada. Bastantes problemas tenemos en materia de inflación, de precios energéticos desbocados, de tambores de guerra en Ucrania, de previsiones de encontrarnos a la cola de la recuperación económica en la Unión Europea, para soportar un gobierno que entrega la nación a los nacionalistas y se desentiende de los problemas reales de los españoles. Y esto, que se encuentra al alcance del común de los ciudadanos, conduce a una clase política que no quiere atender a sus responsabilidades, empeñada en destrozar, bajo el principio de un sectarismo galopante y una incompetencia que muchas veces se desborda de forma rampante.
No están los europeos para contemplar un gobierno en España en el que participe una fuerza, Vox, que hace tan sólo dos semanas reunió en Madrid a sus amigos la señora Le Pen o el húngaro Orban
Lo mismo se podrá decir respecto del centroderecha, enfrentado a saber que una alianza con VOX es algo que provoca en Europa todo tipo de recelos y advertencias. No, no están los europeos para contemplar un gobierno en España en el que participe una fuerza, Vox, que hace tan sólo dos semanas reunió en Madrid a sus amigos europeos, la señora Le Pen o el húngaro Orban –auténticos apestados políticos en Europa-, entre otros; que fijó en el presidente Trump su líder de la política norteamericana. Y hay más, la presencia de ese partido implicaría directamente una escalada de desestabilización para el PP, para quien VOX es directamente un adversario de primera fila.
Y así podemos seguir hasta donde queramos. Haciendo de la política en España una actividad crecientemente frentista, dirigida a destruirnos, a que nada campe razonablemente a la hora de hacer las cosas. Sin más alternativas que las de seguir avanzando por el peor de los caminos, bajo un gobierno de izquierda enloquecida que se pueda compensar con un gobierno de derecha también enloquecida.
Hay quien tendrá la voluntad de avanzar en esa pésima dirección, de hacer de cada agujero una trinchera, de convertirnos en un gallinero abrupto e insufrible. Es seguro que eso pasará, en el deseo de hacer de nuestro país un espacio crecientemente dividido y áspero.
Pero cabe otra posibilidad, la de comprender que los acuerdos son necesarios, al menos intentarlos. Que a la hora de gobernar, como en Europa, los que sobran son los imposibles, los extremismos populistas da igual a derecha que a izquierda, los nacionalismos exacerbados y descompuestos. Si no comprendemos esa lección, esa imperiosa necesidad de buscar acuerdos entre los partidos centrales PSOE y PP –que no de centro-, seguiremos navegando en la dirección contraria a las agujas del reloj, en la dirección contraria a lo que sucede en la Unión Europea, en la dirección contraria de lo que marca el sentido común, que no es otra cosa que más unidad, más diálogo, más acuerdos, que nos acerquen en los enormes desafíos por delante en nuestra España de hoy.
Esa necesidad de sensatez, de propiciar los acuerdos entre las fuerzas que deberían hacer sustento permanente de la moderación, también vale para Castilla y León. Que no sea de nuevo el caso de que todos nos tengamos que arrepentir, al calor de una decisión política adoptada una vez más extramuros de lo que los ciudadanos demandan.
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