Quizá ustedes recuerden aquella novela de don Gonzalo Torrente Ballester que fue subvencionada por José Manuel Lara con el premio Planeta en 1988. Estaba bien. El protagonista era un gallego de nombre imposible de olvidar (Filomeno Freijomil) que iba pasando por la vida como una bola de billar: daba tumbos de un sitio a otro, no sabía por qué; cambiaba de trabajo, de ideas, de país, de novia (el pobre tenía muy mala pata con los amores) en medio de un mundo que parecía desmoronarse. Y lo contaba todo como sin entender por qué tenía que sucederle todo aquello precisamente a él. El tipo va madurando, va criando canas y también amargura, y termina, creo yo, con la peor actitud de todas las posibles, que es la resignación: flotar de aquí para allá, a su pesar, en un mar que renuncia a entender, a él le basta con no hundirse.
Cuando ustedes lean esto aún quedará nieve, sucia y áspera ya, en mi calle. Y en el resto del país, muchísima más. La puñetera Filomena ha pasado sobre nosotros como una ola de devastación que ha paralizado a la mitad del país: la más sofisticada, la más desarrollada, la más dependiente de los complejos y sutiles y alambicados mecanismos que definen la modernidad y el siglo XXI. La otra mitad, la verdad sea dicha, ha visto nevar bastante –allí donde ha nevado–, pero tampoco se ha echado las manos a la cabeza. Dicho sea esto en términos generales, desde luego.
Nada más lejos de mi intención que entonar el “cualquier tiempo pasado fue mejor” y añorar la época de la mili. Pero esto de la tal Filomena me ha sorprendido, también a mi pesar. Lo primero, el nombre. Que se le ponga nombre a una tormenta ya se me antoja curioso. Esta costumbre empezó a finales del siglo XIX, cuando un meteorólogo británico, Clement Wragge, empezó a bautizar a los huracanes, siempre con nombres de mujer. Las chicas protestaron, como es natural. Pero, como siempre que las chicas protestan, se tardó bastante en hacerles caso. Hubo que esperar hasta 1979 para que apareciera un nombre masculino, Bob, en una catástrofe de estas.
Un genio en la Policía
Pero caramba, es que eran huracanes. No nevadas en enero. Ahora hay una lista de nombres para catástrofes grandes, pequeñas y mediopensionistas que elaboran agencias meteorológicas de España, Francia y Portugal. Cada agencia propone los suyos. Los ordenan alfabéticamente, se preocupan de que se alternen los masculinos con los femeninos y ya está, no hay más que esperar a que se nuble. Así que Filomena se llama así por pura casualidad, no hay más vueltas que darle. No es como las operaciones policiales, que las bautiza un genio (hay que ser muy, muy bueno para inventarse lo de Gürtel). Hasta donde sé, no está previsto que ninguna de las próximas tormentas gordas (o no tanto) se llame, pues yo qué sé, Abascal, Villarejo, Trump o Macarena Olona. Es una pena; esta última bien podría ser una tormenta de la leche.
El colegio no cerraba por la nevada, qué iba a cerrar, menudas eran las madres Discípulas de Jesús. Ni los comercios, ni los bancos, ni casi nada
Cuando yo era niño no se bautizaba a las borrascas. Es más: no teníamos muy claro qué era una borrasca. Solo sabíamos que en invierno solía nevar, a veces bastante, con lo cual el asunto no nos sorprendía demasiado. Desde mi casa de León, que está junto al río, hasta el colegio, que sigue a dos pasos de la catedral, había más o menos kilómetro y medio. Tengo muy clara memoria de ir caminando hasta allí, con siete u ocho años, por la mañana temprano, con la nieve por las rodillas. Mamá nos abrigaba, eso sí: nos ponía jerséis, bufandas, abrigos, un pasamontañas de lana de color gris. Pero íbamos en pantalón corto, como todos los días del año. El colegio no cerraba por la nevada, qué iba a cerrar, menudas eran las madres Discípulas de Jesús. Ni los comercios, ni los bancos, ni casi nada. Y los niños teníamos frío, claro que sí, pero más o menos como todo el mundo, como la gente que se asomaba a la puerta del bar, o de la tienda de ultramarinos, o de la librería Cervantes (que olía tan bien), miraba al cielo emblanquecido y decía: “Parece que está de nieve”. Y había medio metro en la plaza de San Martín.
En las zonas de montaña, por lo menos en las que yo conozco, la nieve era algo con lo que se convivía. Los vecinos de Posada de Valdeón, por ejemplo, hacían acopio de víveres y leña porque sabían perfectamente que durante tres meses al año nadie podría llegar al pueblo, como no fuese tirándose en paracaídas. Y eso, hombre, a nadie le terminaba de parecer cómodo, pero tampoco le sentaba demasiado mal a nadie: sencillamente era así.
Desde luego que es magnífico que haya cientos de quitanieves, y brigadas de especialistas que eliminan el hielo, y toneladas de sal, y alertas de colorines, y todas esas cosas que hacen la vida más fácil. Pero con el paso del tiempo, de las generaciones, hemos aprendido a quejarnos. Mucho. Nuestra vida se ha vuelto tan complicada, tan dependiente de artilugios y redes y comunicaciones y aparatos diversos, muchos de ellos conectados entre sí, que el riesgo de que algo falle y se produzca una avería (de un catálogo de posibilidades cada vez mayor) simplemente nos aterra, porque las averías ya no vienen solas sino encadenadas. Y cuando algo de eso sucede, lo que hacemos es protestar. Alguien tiene que tener la culpa de que se caiga internet. Alguien tiene que tener la culpa de que yo resbale en el hielo y me parta la crisma. Alguien tiene que tener la culpa de que nieve. Seguramente Sánchez, que tiene la culpa de todo, para eso está.
Hemos perdido la conciencia de que hay cosas imprevisibles y que no tienen remedio, y, con esa conciencia, hemos perdido la capacidad de soportar las adversidades
Es verdad que en Madrid se han visto cosas inolvidables: muchos decidieron disfrutar y se les vio esquiando junto a la puerta de Alcalá, o trasladándose en trineo tirado por perros, como en Groenlandia, por el barrio de El Viso. Pero muchos otros, o quizá los mismos, nos hemos puesto a protestar. Y es que nos creemos con derecho a que todo funcione, a que todo salga bien, a que todo vaya no según nuestras necesidades (cada vez mayores) sino según nuestros deseos. Es un poco infantil eso, ¿no? Hemos perdido la conciencia de que hay cosas imprevisibles y que no tienen remedio, y, con esa conciencia, hemos perdido la capacidad de soportar las adversidades. Y nos ponemos a dar voces, a buscar culpables, a “exigir responsabilidades”.
Yo creo que en eso tienen buena parte de culpa los medios de comunicación, por lo menos en lo que se refiere a las inclemencias meteorológicas como la Filomena de las narices. Fíjense en la gente que da la información del tiempo por televisión. Llueva o haga sol, nieve o hiele, quién más, quién menos, qué aspavientos, que gesticulaciones, qué tonos de voz, qué avisos apocalípticos, con motivo o sin él, que parece que en vez de llover en Galicia (como está mandado) están aterrizando los extraterrestres en la ría de Vigo, con intenciones homicidas. Sí, hay que ganar audiencia, hay que competir con los de las demás cadenas, eso lo sabemos; pero caramba, ¿de verdad es para ponerse así?
Quejarse como gallinas
Filomena, la de nuestro pesar, ya se ha ido. Estoy convencido de que en Posada de Valdeón, y en Soto, y en Cordiñanes, no la habrán llamado Filomena sino “la nevadona”, que es como llaman a todas las que se salen un poco de lo normal; además, alguna mujer habrá en el pueblo que se llame Filomena y no es cosa de andar riéndose de los vecinos. Y pronto la olvidarán. Como siempre.
Eso sí: mientras en Madrid andamos buscando palas para quitar el hielo, quejándonos como gallinas y buscando culpables, en mi ciudad, León, no ha caído ni un copo. Como dice un viejo amigo mío, muy bromista él: “Qué horror, qué horror, esto tiene que ser el cambio climatérico”.
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