Mertxe Aizpurua subió el miércoles a la tribuna del Congreso y el debate sobre el estado de la nación adquirió el tono siniestro que sólo presenta cuando Egin dirige un comunicado a todos los españoles. Es un tono rojo y oscuro, como de ocaso y sangre seca. En el universo de ficción de Superman y Batman el rojo en el cielo augura una profunda crisis por venir. En el nuestro recuerda la crisis fundacional de nuestra democracia, una crisis vieja y persistente que fue pudriendo todas las capas de la sociedad hasta convertirla en una procesión de espíritus sin alma.
La intervención de Aizpurua en el Congreso anula la estupidez y la maldad del peor de los oradores. No tiene sentido detenerse en las mentiras y promesas del presidente del Gobierno. Ni siquiera tiene sentido detenerse en alguien como Gabriel Rufián, siempre chapoteando en la charca más sucia del parlamentarismo, porque ella y los suyos, con su mera presencia, establecen una categoría radicalmente distinta.
No hay en nuestra historia reciente un movimiento político equiparable a la izquierda nacionalista vasca. Más de cuarenta años de muerte planificada y administrada cuidadosamente. Muerte quirúrgica para destruir no sólo a la derecha y a una izquierda que aún dudaba de su capacidad para integrarse en Euskal Herria, sino el corazón y los cimientos de la nación española; éste era en realidad su objetivo último, aunque nos cueste explicitarlo.
HB no habría sido nada sin ETA, que hacía el papel de portero violento para controlar el acceso a la democracia. Y ETA no habría servido para nada sin HB, que daba impulso, sentido y dirección a cada uno de los asesinatos
En esos cuarenta años largos no hubo locura, error ni ignorancia, sino un sentido político extremadamente afinado. HB no habría sido nada sin ETA, que hacía el papel de portero violento para controlar el acceso a la democracia. Y ETA no habría servido para nada sin HB, que daba impulso, sentido y dirección a cada uno de los asesinatos, secuestros y amenazas.
Frente a ellos hubo siempre una denuncia valiente, firme y serena, pero también una pulsión latente que se mostraba de vez en cuando y que ha terminado por imponerse: el deseo de dar las gracias a quien ya se ha cansado de golpearnos. La realidad era muy jodida: nos mataron mientras les resultó útil. El relato, en cambio, es falso, pero reconfortante: les convencimos de que lo que hacían estaba mal. Hoy decimos que se impuso el diálogo y triunfó la democracia, pero sabemos que es mejor no mirar a localidades como Rentería.
¿Tiene sentido recordar todo esto? No, ninguno. Es inútil repetir constantemente lo que han hecho y lo que hacen, porque nadie se va a mover de su posición. Unos van descubriendo con pragmatismo helador que la izquierda abertzale puede ser homicida, pero ante todo es izquierda. Otros repiten como autómatas que la izquierda abertzale puede ser izquierda, pero ante todo es fascismo. Aizpurua, mientras, sonríe. Todo lo demás da igual. Los análisis, los aniversarios y las hemerotecas no sirven para nada, porque hace ya mucho tiempo que cada uno asumió su papel en esta historia.
No sirve de nada recordar lo que hicieron ni señalar lo que hacen, así que vamos a mirar al futuro. Esto es lo que pasará dentro de un año, tal vez dos. Bildu condenará el terrorismo. No lo dirá literalmente, probablemente cambiará ‘terrorismo’ por ‘violencia’, pero pronunciará la palabra mágica. Dirán algo como "condenamos todo el sufrimiento y toda la violencia". ¿Y entonces, qué? Entonces todo habrá terminado. El pasado y el presente de la izquierda abertzale habrán sido reescritos para siempre.
Dará igual que coloquen a otro etarra en la dirección, que escriban un mensaje de bienvenida a Bienzobas, que corran delante de la foto de Txapote, que organicen un envío masivo de cartas de apoyo a los presos, que los llamen héroes. Habrán condenado genéricamente lo que aplauden con nombre y apellidos, y los no integrados tendrán que callar.
No se pararon las rotativas, ni hubo gritos en el Congreso, ni se produjo un escalofrío colectivo. Sólo la normalidad propia de lo inerte
Tendrán que callar porque muy pocos en el Congreso quisieron asomarse al abismo para intentar comprender al monstruo. Era mucho más rápido reducir la izquierda abertzale a su pasado, y su presente a que "no condenan". Los discursos y las entrevistas no requerían ningún esfuerzo. Lo otro exigía memoria -la de verdad, la individual- y conocimiento profundo de lo que hacen a nivel autonómico y local.
"España sigue siendo una democracia de escasa calidad", dijo Aizpurua hace unos días en la tribuna. "La izquierda española siempre nos tendrá dispuestos a colaborar en la democratización de este Estado", añadió. No se pararon las rotativas, ni hubo gritos en el Congreso, ni se produjo un escalofrío colectivo. Sólo la normalidad propia de lo inerte.
Esto está perdido desde hace mucho tiempo. Seguirán sacando a los perros cuando PP, Ciudadanos o Vox se atrevan a pisar suelo vasco, hasta que se vayan o dejen de existir (en esto consiste la democratización del Estado). En Madrid continuarán haciendo gestos estériles e incluso se levantarán cuando haya que recordar a Miguel Ángel Blanco. En Galdácano recibirán con aplausos a su asesino cuando salga de la cárcel. Contarlo será de mal gusto y alimentará la crispación, porque ya condenaron la violencia y sintieron el dolor de todas las víctimas.
Y entonces habrá que recordar una vez más el inmenso error que cometimos al sostener el discurso contra la izquierda abertzale exclusivamente sobre el dolor de las víctimas, y no sobre el deber cívico y ético de todos los ciudadanos de España.
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