Opinión

Venezuela recupera la esperanza

A finales de este mes, el domingo 28 concretamente, habrá elecciones presidenciales en Venezuela. Concurren dos candidatos principales: Nicolás Maduro por el Gran Polo Patriótico Simón Bolívar y Edmundo González Urrutia

A finales de este mes, el domingo 28 concretamente, habrá elecciones presidenciales en Venezuela. Concurren dos candidatos principales: Nicolás Maduro por el Gran Polo Patriótico Simón Bolívar y Edmundo González Urrutia por la denominada Plataforma Unitaria, que aglutina a los principales partidos opositores al chavismo. Pues bien, a pesar de la infinidad de problemas económicos que atraviesa el país desde hace años y del acreditado historial de fraude electoral del régimen bolivariano, hay algo de optimismo en el ambiente.

Han pasado seis años desde las últimas elecciones, que se celebraron en mayo de 2018. En aquel entonces el país estaba convulso tras la maniobra que había hecho el régimen para dejar sin competencias a la Asamblea Nacional (que no controlaba desde las elecciones de 2015) y sustituirla por otra asamblea paralela que dieron en llamar Asamblea Nacional Constituyente. La situación era tan anómala que los principales partidos de la oposición boicotearon las elecciones alegando que aquello no era más que una pantomima montada por el Gobierno, algo carente de las mínimas garantías exigibles en unas elecciones. No sólo la oposición cuestionó aquellas elecciones. La UE, la OEA y el Alto comisionado de la ONU para los Derechos Humanos declararon que, en esas circunstancias, eso no eran unas elecciones libres y no las reconocieron. De hecho, los únicos países que dieron por buenas las presidenciales de 2018 fueron los sospechosos habituales: China, Irán, Corea del Norte, Rusia, Bolivia, Nicaragua y, naturalmente, Cuba.

Nicolás Maduro se presentó prácticamente solo y arrasó. Obtuvo casi el 70% de los votos. Frente a él había dos candidatos débiles y debidamente controlados (Henri Falcon y Javier Bertucci) que ejercieron de comparsas. La principal organización opositora, la Mesa de la Unidad Democrática, la MUD, había sido inhabilitada en enero de ese año. Eso llevó a los principales candidatos opositores a no presentarse porque consideraban que eso era una mascarada del Gobierno en la no querían participar.

La situación en 2018 era crítica para Maduro. La economía estaba en muy mal estado, había escasez de todo, hiperinflación y el que podía se marchaba. Había además preocupación en los países vecinos, en EEUU y en la UE. Los opositores creyeron que quedándose al margen eliminarían la poca credibilidad que le quedaba al régimen chavista, que terminaría cayendo por el descontento general. Nada de eso sucedió aunque, eso sí, un año más tarde, en 2019, Maduro se vio en serios problemas cuando Juan Guaidó fue elegido presidente encargado en cabildo abierto. Guaidó acusaba a Maduro de haber violado la constitución de forma reiterada y eso le inhabilitaba como presidente. La OEA, la UE, EEUU y el llamado grupo de Lima conformado por varios países hispanos como Chile, Colombia, México y Perú estaban en contra de Maduro y presionaban contra él en los foros internacionales. El sentimiento en aquel entonces era que el régimen caería por su propio peso.

Pero no fue así. El chavismo resistió. Los opositores y la alianza internacional en su contra habían subestimado la voluntad de poder de Maduro y los suyos. Se dio además la circunstancia de que los equilibrios de poder en Hispanoamérica cambiaron. En los años siguientes México, Brasil, Colombia y Chile eligieron presidentes de izquierda que, aunque no estaban directamente alineados con el chavismo (o no al menos como lo habían estado los Gobiernos de izquierda hispanoamericanos de principios de siglo), si parecían dispuestos a convivir con él.

A raíz de la invasión de Ucrania y la subida de los precios del petróleo se negoció con Maduro incluso levantar algunas sanciones a cambio de que bombease más crudo al mercado

Cambió también el inquilino de la Casa Blanca a principios de 2021 y la pandemia, que se presentó dos años después de aquellas elecciones, modificó las prioridades. Se tenía a Venezuela como un caso perdido. A raíz de la invasión de Ucrania y la subida de los precios del petróleo se negoció con Maduro incluso levantar algunas sanciones a cambio de que bombease más crudo al mercado. Algo imposible, por cierto, ya que, aunque Venezuela posee las mayores reservas de petróleo del mundo, no pueden extraerlas porque la industria petrolera está devastada. En 2021 extrajeron 527.000 barriles al día, un 85% menos que al comenzar el siglo cuando se extraían más de 3 millones de barriles al día.

El hecho es que, aunque haya pasado a un segundo plano, Venezuela va tan mal como hace seis años. A todos los efectos es un estado fallido. La crisis económica es crónica. La inflación sigue siendo muy alta (el país está dolarizado de facto ya que el bolívar no vale nada), han salido del país unos 8 millones de personas huyendo de la miseria, que es en lo que se encuentra algo así como el 90% de la población. El PIB ha colapsado y con él el PIB per cápita, que se ha desplomado un 80% en los diez últimos años. El Estado de derecho desapareció hace ya tanto tiempo que muchos venezolanos ni se acuerdan de él. En resumidas cuentas, que su Gobierno es incapaz de garantizar la seguridad de sus habitantes e incluso de ejercer control sobre el territorio. Hay zonas del país a las que no llega el Gobierno porque están en manos de mafias dedicadas al narcotráfico, a la minería clandestina, a la trata de personas o a todo lo anterior junto.

Pero los opositores conservan la esperanza a pesar de que el terreno de juego político es extraordinariamente desigual. El régimen se comporta de forma dictatorial en el día a día, pero quiere mantener la fachada electoral para presumir de credenciales democráticos y enarbolar la legitimidad del Gobierno. Lo que ese Gobierno hace de forma rutinaria es arrestar y en muchos casos encarcelar a activistas de la oposición, pero su verdadera especialidad es inhabilitar a los opositores más incómodos, que son los más populares entre la opinión pública. Esta fue, en definitiva, la razón última que llevó a la oposición a inhibirse de participar en las elecciones de 2018.

Esta vez han cambiado de estrategia. La principal opositora del país, María Corina Machado ha sido inhabilitada (la acusó la Contraloría de la república el año pasado de estar envueltas en actividades perjudiciales para el Estado), recurrió al Tribunal Supremo y, como era de prever, falló en su contra. Aquello sentó mal en países cercanos a Maduro como el Brasil de Lula da Silva o la Colombia de Gustavo Petro. La coalición opositora (que lleva el nombre de Plataforma Unitaria Democrática) ha sustituido a Machado por un diplomático de 75 años llamado Edmundo González Urrutia que tiene el apoyo de Lula, Petro y Biden. Por eso no le han inhabilitado hasta ahora, pero si la cosa se sale de madre no es eliminable que el régimen lo haga. Si algo ha demostrado el chavismo en su cuarto de siglo de existencia es que cuando se encuentra contra las cuerdas reacciona a la desesperada sin importar lo que digan fuera.

La oposición cree que hay posibilidades reales de ganar las elecciones y obligar a Maduro a abandonar el palacio de Miraflores. Los que seguimos desde fuera la evolución política de Venezuela desde hace años somos algo más escépticos. Ojo, escépticos, que no es lo mismo que pesimistas. Es posible que el chavismo termine con estas elecciones, pero para ello las elecciones tendrían que ser limpias y transparentes. Si es así, González Urrutia las tiene ganadas de calle. Las encuestas independientes le dan vencedor con una cantidad de votos considerable, del orden del 60-65 %. Es decir, un mandato popular más que sobrado para sacar a Nicolás Maduro del poder y desmontar el chavismo, que es la mayor calamidad que ha afligido a los venezolanos en el último medio siglo.

Los fraudes electorales el chavismo no los comete ahí, sino en el momento del recuento. Se aprovecha de que el sistema de voto es electrónico y ahí es donde se opera la magia que transforma una derrota en una victoria

Las elecciones tendrán observadores internacionales de Naciones Unidas y del Centro Carter, pero no de la Unión Europea. Maduro revocó el permiso a Bruselas tras acusar a los europeos. de actitud injerencista en los asuntos de Venezuela. El hecho es que estos observadores poco pueden hacer para evitar un fraude electoral. Su cometido es muy limitado, se limita a observar que la jornada electoral transcurre en calma, que están abiertos algunos colegios electorales y que dentro de esos colegios están disponibles las distintas candidaturas. Los fraudes electorales el chavismo no los comete ahí, sino en el momento del recuento. Se aprovecha de que el sistema de voto es electrónico y ahí es donde se opera la magia que transforma una derrota en una victoria. Esto viene siendo así desde hace años, desde que Hugo Chávez aún en vida vio que las elecciones ya no las ganaba fácilmente. Hace buena aquella sentencia de Iósif Stalin que decía que no importan los votos, sino quien cuenta esos votos. En Venezuela los votos los cuenta el Gobierno siempre con una extraordinaria opacidad.

¿Qué posibilidades tiene la oposición de frenar un posible fraude? Si somos realistas muy pequeñas. La única opción que les queda es reunir las suficientes pruebas y denunciarlo internacionalmente. También existe la posibilidad de que, como apuntan algunos analistas, Maduro quiera una salida negociada del poder. Es decir, que reconozca la derrota y llegue a un acuerdo con la oposición para salir limpio de todos los crímenes que ha cometido como presidente de Venezuela durante once largos años. En fin, ya veremos cómo queda la cosa. Me alegro de que la oposición venezolana haya recuperado el optimismo, pero como todo en la vida toca ser realista para luego no encontrarse con desagradables sopresas.

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