La Polaroid de esta semana está hecha desde otro sitio, un lugar cuya proximidad escala la dimensión de la tragedia. Que Venezuela no es una democracia está tan claro como que España no es una dictadura, pero la fantasmagoría de lo revolucionario la condena a vivir atrapada en el sueño de alguien más. Por eso Pablo Iglesias repudia antes la insurrección militar que el hambre o la desesperación que la hizo posible. Hace mucho que las cosas dejaron de ser normales, pero nadie parece interesado en preguntarse cómo ni por qué.
Amanece en Bogotá a las cinco y veinte de la mañana. La noticia de la liberación de Leopoldo López corre por las calles con el toque de diana del 'Ahora o Nunca' mientras Juan Guaidó entona más un catecismo que una llamada a la insurrección. No es de extrañar que el anuncio se viva como propio. En el último año, Colombia ha recibido más de un millón y medio de venezolanos. Cruzan las trochas y deambulan por las carreteras desorientados, cargados con petates y mantas. Da lástima y miedo verlos. Son los muertos vivientes de una pesadilla que no imaginaron y con la que Pablo Iglesias decora su chalé del Hombre Nuevo en Galapagar.
Los venezolanos que deambulan cargados con petates y mantas por las carreteras de Colombia son los muertos vivientes del sueño del Hombre Nuevo con el que Pablo Iglesias decora su chalé de Galapagar
Después de veinte años y al menos dos episodios de desobediencia militar, el régimen bolivariano se afianza en los errores de quienes se le resisten. Ha sabido usarlos a su favor y con ellos ha debilitado y acomplejado a su adversario. Tras ultrajar un país, Nicolás Maduro y sus militares -lo sostienen ellos, no los votos- pretenden usar la democracia que desprecian como un escudo para disimular el latrocinio y la tragedia de la que son responsables. Se afanan los titulares en resumir el mundo a ambos lados de una coma, como si la realidad existiera en modo test. Pero aquí el asunto es complejo, más de lo que Pablo Iglesias está dispuesto a conceder
Amanece en Bogotá, a las cinco y veinte de la mañana. Volverán pronto a las calles, de esquina a esquina, más hombres, mujeres y niños venezolanos cargados con almohadones y cobijas sucias. Irán de un lado a otro, con la bandera impresa en la ropa y el hambre en el rostro. Venderán caramelos sucios para comprar con lo que saquen algo que les quite el frío o el mareo perpetuo de haberlo perdido todo. Amanece en Bogotá, Juan Guaidó presionará para celebrar unas elecciones que la Constitución dispone y Maduro desoye. Corre el tiempo, siempre el tiempo, que en Venezuela todo lo horada y lo empeora.
Cuanto más permanezca el sucesor de Chávez en el poder, peor y más grave será la inflación, la escasez y el desgobierno. Más gente escapará de Venezuela y más morirán
Al momento de escribir estas líneas, Bogotá, una de las ciudades que más venezolanos de la diáspora ha recibido, vive lo que sucede en Caracas como si ocurriese a diez kilómetros y no los mil quinientos que separan una capital de la otra. Leopoldo López ha tenido que asilarse y un raro silencio envuelve la realidad venezolana. Maduro se dirige -esta vez sin insultos, por cierto- a un país que no soporta una frustración más y espera hambriento un desenlace. Cuanto más permanezca el sucesor de Chávez en el poder, peor y más grave será la inflación, la escasez y el desgobierno. Morirá y saldrá más gente de Venezuela. A Bogotá seguirán llegando los que nada tienen. Amanecerá una y otra vez, muy lejos de Caracas, mientras en un chalé adosado alguien saca brillo al sueño del Hombre Nuevo para colgarlo sobre la chimenea. Sólo falta la invasión, para poner, entonces sí, la guinda en el pastel revolucionario.
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