Opinión

Veo máscaras, papá

Los mal llamados manicomios fueron cerrados para siempre. Los enfermos que padecen esquizofrenia entran al psiquiátrico cuando sufren un brote y salen a los tres días

El hombre de nuestro cuento, porque de un cuento se trata lo que está empezando a leer, tiene cerca de 90 años, esa edad en la que ya no extraña nada y no se espera otra cosa que el fin de esta larga tomadura de pelo que es la vida. Pero morirse no es tan fácil. La voz que habla por la radio está narrando “con todo lujo de detalles”, como dicen los periodistas, lo que ha pasado en Mocejón. Ya está todo claro, parece, piensa nuestro hombre. Cuanto antes, mejor. Mejor para las dos familias. La del niño asesinado, porque ha llegado a ese punto en el que ya no se puede sentir más dolor; la del chico que ha perpetrado el crimen, porque ya no habrá más días en vela caminando por el alambre.

La noticia ha roto la monotonía de estos días de este hombre nonagenario. La radio puesta, la televisión también. En la tele está viendo cómo ha quedado el coche del padre del joven. 'Asesino', le han escrito en el capó, con un clavo o un destornillador. Para que no se borre y sepa lo que ha hecho su hijo.

Entonces recordó la primera vez que Javier, su Javier, entró a un comercio y amenazó a todos los clientes que estaban dentro. La primera vez que su hijo empezó a obedecer las órdenes de unas voces lejanas que le decían lo que tenía que hacer. Recordó que, un día después de aquello, alguien depositó en la puerta de su casa una bolsa con excrementos humanos con un letrero en el que habían escrito que en esa casa vive una bestia.

Como un fogonazo en el cerebro se hicieron presentes los días en que Javier, su Javier, fue detenido una y otra vez: hoy por sacar una navaja en un vagón del Metro; luego por amenazar con tirar a una mujer por las escaleras porque creía que era la madre del demonio, que eso fue lo que dijo a la policía. Como un fogonazo pasaron por su memoria los cinco intentos para quitarse la vida, así hasta el sexto, el definitivo. Las noches en vela. Los llantos suplicantes en que Javier gritaba a su padre que “las voces papá, las voces vuelven otra vez, ayúdame, por favor”. Y el padre, sin saber qué decirle que no fuera lo de siempre: ¡Hijo, hijo, dime, ¿te has tomado las pastillas?, dímelo!

Ya está muy mayor, y hace tiempo que no sale de casa. Pero piensa que iría a Mocejón si estuviera cerca. Si tuviera la oportunidad, querría ver al padre del muchacho al que llaman asesino, el mismo que ha reconocido que no han sabido darle amor a su hijo, para decirle que, ahora que su hijo ha sido detenido y será encarcelado, llegarán días de tranquilidad en los que sentirá una paz neutra, insuficiente. La sabe bien él, que un día desgraciado y ya lejano sintió el zarpazo que las voces dejaron en el cerebro de su hijo. Ese será el castigo, vivir por vivir; sentir la sombra, la falta de luz y calma en los días que quedan por vivir.

Nuestro hombre le hablaría también de aquellos episodios en los que su hijo Javier, su Javier, relató a la Policía que él no había hecho nada, que no era el culpable de aquella agresión, que fueron otros, esas voces que lleva dentro, las que lo habían hecho. Tranquilo, le diría, sé lo que es esta enfermedad. Las horas espesas en que dejas de saber dónde está tu hijo. Las incertidumbres de si ha tomado o no las pastillas que lo paralizan y atontan, pero que le quitan las voces.

Los mal llamados manicomios fueron cerrados para siempre. Los enfermos que padecen esquizofrenia entran al psiquiátrico cuando sufren un brote y salen a los tres días

La radio sigue puesta, pero solo la oye, no la escucha. De la televisión siguen saliendo imágenes, pero sólo las mira, no las ve. Entre el día en que su hijo terminó haciendo caso a las voces para siempre y la muerte del niño de Mocejón hay unos cuantos años. Pero todo sigue igual. Los mal llamados manicomios fueron cerrados para siempre. Los enfermos que padecen esquizofrenia entran al psiquiátrico cuando sufren un brote y salen a los tres días. Los centros que hay para ellos son pocos, extraños, voluntarios.

Detrás de la enfermedad mental no hay votos porque, si los hubiera, ya se habrían evitado algunas desgracias, ha pensado una y otra vez. Cómo es posible que el Estado destine cientos de miles de euros en curar el cáncer a una persona y no haya dinero para estos enfermos. Cómo que no se repare en el gasto con dinero público para trasplantar un riñón o salvar la vida de un bebé prematuro, mientras nadie recuerda a estos desgraciados que la opinión pública, tan sabía y determinante sobre todo cuando asoma en las redes, ya los ha declarado asesinos. Cómo es posible que haya servicios sociales que llevan todos los días comida a hogares de personas mayores que necesitan ayuda, pero que no haya quien visite a un enfermo para controlar que se está medicando. Cómo es que los poderes públicos ignoren cuantas personas sufren esta patología, que a veces, sólo algunas veces, terminan obedeciendo a las voces.

Nuestro hombre imagina el encuentro entre el padre y el hijo al que todos llaman asesino. Cree adivinar hasta el último detalle porque ya lo ha vivido. El instante en el que, en una celda de la Comandancia de la Guardia Civil de Toledo, el muchacho se pone de pie, mira a su padre y le dice: "Papá veo máscaras, sólo máscaras", mientras ambos se rompen en un abrazo que hace mucho tiempo debieron haberse dado.   

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