Opinión

Verdugos y víctimas

La primera vez que escuché el grito de ¡Traidor! fue en 1980, a la puerta de la Sala de Juntas de Guernica, el día que salió elegido Carlos Garicoechea como

La primera vez que escuché el grito de ¡Traidor! fue en 1980, a la puerta de la Sala de Juntas de Guernica, el día que salió elegido Carlos Garicoechea como primer lehendakari de la democracia. Se la echó a la cara una emakume -vieja dama nacionalista- al que entonces dirigía Euskadiko Ezquerra, Mario Onaindía. No puedo olvidar el gesto de la señora hacia quien había sido condenado diez años antes a una doble condena a muerte por un Tribunal Militar, en Burgos, un gélido día de diciembre de 1970. Aquel ¡Traidorrrr¡, con la erre tan arrastrada como un disparo, era la reacción de una militante del PNV frente al que no había votado por su candidato.

Una sociedad maltrecha y dividida que acunó el carlismo, del que quedó una huella muy honda de tres guerras civiles, hasta llegar a hoy. La política vasca ha mantenido siempre dos lenguajes y cualquier comparación con otra región española no son más que fórmulas para aquietar nuestras propias convicciones. En palabras llanas: cuando Arnaldo Otegi discursea hay que detectar si lo hace en Onda Media o en Frecuencia Modulada. La Media va dirigida al público en general; la Modulada sólo debe ser captada por los suyos.

De esa confusión surgen las cábalas sobre cuál de las dos es la auténtica voz del abertzalismo. Valen las dos. Cada una responde a sus intereses y a las necesidades del público receptor. Si juzgáramos por el valor de ambas lo mejor que podríamos hacer es archivarlas. Responden a necesidades diferentes. Si se me permite la osadía del símil, ocurre como con las encíclicas papales; sea creyente o ateo siempre encuentra en ellas algo donde acogerse.

En Onda Media, Bildu se muestra afectado por el dolor “injusto” y por la cantidad de tiempo que se tardó en eliminarlo. Un lenguaje digno de tiempos borrascosos, porque es tanto como apuntar a que existen dolores justos -nos mantenemos en la jerga de las religiones punitivas y las crueles tradiciones para alcanzar el Paraíso- y luego el lamento, porque fue muy largo. Algo que debe traducirse como un siniestro error de cálculo; hubiera bastado con reducirlo.

En Onda Media, Bildu se muestra afectado por el dolor “injusto” y por la cantidad de tiempo que se tardó en eliminarlo

La voz trasmitida en Frecuencia Modulada es más precisa, se pudo escuchar dos días más tarde en una asamblea de militantes y está ausente de las virguerías de nuestros egregios analistas: “hemos vuelto a colocarnos en el centro del tablero, dándole una patada al hormiguero”. Y Otegi tiene razón por lo del tablero y más aún en lo del hormiguero. Dejémonos de admoniciones sobre la sinceridad de las disculpas a las víctimas. Valen lo que pesan las palabras, nada, porque nada puede ya resarcir a los afectados; unos porque han sido asesinados y los demás porque la sociedad vasca los ha matado de dolor, de miedo, de soledad.

Somos esclavos de la simplificación. Cuando Arnaldo Otegi habla en Frecuencia Modulada nuestros espíritus beneméritos olvidan lo más importante y no escuchan más que el ruido. En las últimas elecciones autonómicas de hace un año Bildu consiguió el 28% de los votos, o lo que es lo mismo 250.000 papeletas. Fueron lo más llamativo y lo menos resaltado de aquellas elecciones donde la abstención dejó fuera de las urnas el 49,22%. Se convirtieron en el segundo partido del País Vasco, dispuesto a seguir en el centro del tablero y si puede echar a los demás del juego tras pisotear el hormiguero.

Una sociedad convive bajo un consenso hacia el terrorismo que obliga a mirarla no con la complacencia del nacionalismo sino con la conciencia de una enfermedad que se hizo crónica. Siempre es mejor que ese tumor esté bajo los paliativos de unas instituciones democráticas que a tenor del crimen, aunque de ahí parta un trecho tortuoso que no debería terminar condicionando al gobierno, sea el de Sánchez o el de cualquier otro. Luego viene el discurso del blanqueamiento y en verdad que roza la desvergüenza. Zapatero como adalid de la paz, Eguiguren y Otegi como esforzados negociadores del final del terrorismo.

Dejémonos de admoniciones sobre la sinceridad de las disculpas a las víctimas. Valen lo que pesan las palabras, nada, porque nada puede ya resarcir a los afectados; unos porque han sido asesinados

A ETA no la derrotó ni Zapatero ni las mediaciones de Eguiguren y Otegi, ni el talento avieso del recién canonizado Rubalcaba. Ya sé que es en desdoro de tan autosatisfecha clase política en el poder, pero el final de ETA fue obra de las Fuerzas de Seguridad del Estado. Lo reconoció la mejor cabeza de Herri Batasuna y puente con la organización terrorista durante muchos años, como letrado y europarlamentario, Txema Montero. La sociedad vasca tampoco ayudó a ese final; estaban hartos, pero el miedo, confundible con la omertá, la cubrió de vergüenza hasta que la famosa “Ponencia Oldartzen” (1994), o lo que es lo mismo la estrategia demencial de “socialización del sufrimiento”, echó un último aliento que alcanzó hasta al asesinato de Miguel Ángel Blanco. Una nueva generación de terroristas se enfrentaba a una nueva generación de vascos sin complejos.

Para Otegi y Bildu, todos los terroristas presos, son sus “presos políticos”. El adjetivo figura en la intervención de Arkaitz Rodríguez, la pareja de Otegi en Ayete. Pero la emitió en euskera. Sólo la periodista Leyre Iglesias recogió tan significativo detalle. No cuesta entender la indignación del puñado de temerarios que se enfrentaron entre el aislamiento y la calumnia, y a costa de su vida, frente a la representación de esa mesnada de los 250.000 votos que aún piensan que la sangre vertida mereció la pena. Fueron más de 850 muertos contabilizados y no hay GAL y sus 27 crímenes de Estado que puedan atenuarlos. Sin contar los atentados fallidos y las amenazas y las extorsiones mafiosas. Los muertos siempre están solos pero los asesinatos terroristas dejan siempre una huella entre los vivos que no se borra nunca. Las heridas persisten y no se curan porque pertenecen a la memoria de las víctimas, allí donde no caben los verdugos.

Que Bildu coloque a sus presos, porque son los suyos y los de 250.000 ciudadanos que les siguen, como condición para apoyar al gobierno de Sánchez no tiene nada de descabellado, hasta tiene su lógica. Lo que rompe el tablero y nos convierte en un hormiguero es lo de jalear perdones, resarcimiento del dolor de las víctimas y demás palabras emitidas en Onda Media para calmar el descrédito. ETA se acabó pero no murió; sigue su espíritu. El terrorismo llegó a su final y ahora busca un lugar en el tablero que salve los muebles y habilite los restos del naufragio con la misma facilidad con la que ha logrado penetrar en el reino del olvido.

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