Resulta muy difícil perdonar a quien te produce vergüenza ajena, ese sentimiento tan español de asumir sobre tu propia espalda todo el peso de la vergüenza que quien la produce parece no sentir. Todos conocemos la sensación, ese revolverse en el sillón de platea ante el aplauso que, por inmerecido, no llega, o en la silla del comedor familiar ante un chiste sin gracia de alguien muy querido. El peso insoportable que te lleva a salir corriendo en cuanto te sea posible de donde estás sometido a esa tortura innecesaria sin mirar atrás, deseando apartarte lo suficiente para sacudirte el bochorno y poder al fin respirar profundamente aliviado.
Los catalanes constitucionalistas tenemos mucha experiencia con la vergüenza. En estos días, por ejemplo, hemos tenido que soportar cómo la señora presidenta del Parlament, doña Laura Borrás, fingía haber recibido un obsequio del presidente de los Estados Unidos (porque todos sabemos que Biden tiene entre sus prioridades enviar al azar, a parlamentos regionales, chirimbolos que pueden comprarse en la tienda de souvenirs para turistas de La Casa Blanca por 25 euros) y se hacía la correspondiente foto junto al supuesto presente colgando egregiamente en el árbol de Navidad del Parlament. Todo en la imagen mueve a la incomodidad: la sonrisa satisfecha, el adorno propio de bazar de los chinos y desvergüenza propia que arroja encima de quienes tenemos la desgracia de haberla visto, una terrible vergüenza ajena. Esta mujer es la presidenta de nuestro Parlament. Este patetismo es todo nuestro.
Un tipo más bien pequeñito, hablando de no se qué núcleo de no se qué nación, con un fondo de carpetas con corazoncitos, cajones de colores y dibujos varios, como un enanito de Blancanieves descolocado
También hemos tenido que soportar cómo el president de la Generalitat, don Pere Aragonés, pronunciaba su discurso de Navidad desde un aula de la escuela de Santa Coloma donde arrancó el proceso de la inmersión lingüística. Un tipo más bien pequeñito, hablando de no se qué núcleo de no se qué nación, con un fondo de carpetas con corazoncitos, cajones de colores y dibujos varios, como un enanito de Blancanieves descolocado que moviera los brazos sin demasiado sentido. Reconoce que te faltó tiempo, catalán adulto que me lees, para estirar la mano rápidamente y agarrar el mando de la televisión para huir de nuevo de otro inmenso ataque de vergüenza ajena. El president Tarradellas dijo una vez que en política se puede hacer todo menos el ridículo. El governet no parece tener la misma opinión, para nuestra desgracia colectiva.
Como no hay dos sin tres, TV3 retransmitió hace un par de días un concierto de Lluís Llach. Artista de talento indiscutible echado a perder por un posicionamiento político sin fisuras, es penoso verlo a su edad emitiendo, con lánguidos trémolos, los himnos de la republiqueta intercalados con arengas sobre los sufrimientos que el torturado pueblo catalán padece mientras pasa los veranos en la Costa Brava y los inviernos en la Cerdaña. La eterna cara de asco, el público con ansias de épica de Netflix, y el sufrido espectador en pijama cambiando de canal, una vez más, antes de morir, volveré a decirlo, por una sobredosis de vergüenza ajena.
Hay que sacudirse la vergüenza ajena y contestarla allá donde se produzca. Exigir que se cumplan todos los 25 por cien de tantas cosas que hemos ido dejando pasar por agotamiento, o por temor a las consecuencias
La reacción de una persona normal ante tanto ridículo es la huida, ya sea real, cogiendo el primer AVE hacia donde sea, o virtual, mediante el humor que de todo nos salva. Pero es un error. Hay que sacudirse la vergüenza ajena y contestarla allá donde se produzca. Exigir que se cumplan todos los 25 por cien de tantas cosas que hemos ido dejando pasar por agotamiento, o por temor a las consecuencias. Esta pandilla de payasos hace ya demasiado tiempo que confunde gobernar con poner un pie encima del cuello de más de la mitad de los catalanes.
Recordaba Ignacio Vidal-Folch en una columna de El País, publicada en diciembre de 2014, a propósito del procés y de cómo habíamos llegado hasta aquí, la solución que le había dado don Julio Caro Baroja preguntado por el terrorismo vasco; “Hacen falta trenes llenos de psiquiatras”, había contestado el viejo sabio.
Trenes llenos de psiquiatras, sí. Pero no para el independentismo, más allá de toda posible cura a estas alturas. Sino para nosotros, los catalanes que seguimos sintiéndonos españoles. Toda ayuda será poca para plantar cara a esta situación demente y no dejarnos aplastar por el terrible, desolador, angustioso peso de la vergüenza ajena.
Y en esos trenes, además de psiquiatras, deberían venirse también nuestros compatriotas del resto de la nación. Para los cuales esto es o debería ser, vergüenza propia.
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