Opinión

Vida de Thai

Uno de los motivos por los que abomino de la basura castrista (todos los castristas) es el hambre que pasaron mis perros en aquella isla siniestra

Llevamos a mi perrita Thai a morir. Padecía un osteosarcoma maligno, de origen vírico. Un bulto en el pecho, feo, duro, creciente, junto a la pata izquierda. Siempre la izquierda en mi vida, asociada a lo peor. A partir del diagnóstico, pasaron tres meses, que es el tiempo de vida media después de una operación para extirpar el tumor. Nos negamos a operarla. El veterinario nos aconsejó no hacerlo. Significaba someterla a un sufrimiento innecesario. La cirugía no cambiaría nada. Es un buen hombre nuestro veterinario.

A Thai la trajimos a casa hace seis años. Abandonada en Murcia, había vivido en la calle mucho tiempo, a juzgar por su estado de abandono y desnutrición. De allí la rescató una agencia protectora de animales. Era una perrita pequeña, sucia, greñuda, preñada, y en grave peligro de morir a causa del embarazo. Los cachorros que gestaba pertenecían a una raza de perros grandes y la matarían al darlos a luz, dijo el veterinario. La hicieron abortar y le extirparon el útero y los ovarios. Estuvo a punto de morir. Pero sobrevivió. Cuando se recuperó, la mudaron a Barcelona al cuidado de una voluntaria de la filial de la protectora de animales. Y allí nos encontramos.

Recuerdo con la mayor claridad el día en que la recogimos. Enseguida se pegó a nosotros, especialmente a Marta. Desde el primer momento, mi mujer fue su ama o madre, o lo que sientan los perros que somos. Su relación conmigo era más utilitaria. Siempre me pareció una muestra de inteligencia que escogiera como ama o madre a Marta. Yo hubiera hecho lo mismo. Thai, creo, nunca superó del todo lo padecido en las calles, o a manos de algún hijo de puta. A ratos, se encogía ante un movimiento brusco y se pegaba al suelo, como esperando un golpe.

Negrito, un animal muy peludo y amoroso, que murió envenenado por la presidenta del Comité de Defensa de la Revolución de nuestra cuadra. Lo mató por hacernos daño

La enfermedad de Thai me hizo pensar en los perros de mi infancia. Tuvimos varios: Aretino (por el poeta y libertino italiano) que era de mi hermano Nicolás (gran amante de los perros). Un animal de mediano tamaño, nervioso y juguetón. Campeón, el perro de mi madre, paticorto, dulce, blanco y carmelita. Nunca olvidaré a mi madre, desconsolada, cuando ya viejo y casi ciego salió de la casa y jamás regresó. Pensamos que lo había atropellado un coche, o que desorientado, fue incapaz de encontrar el camino de regreso a casa.

Después, tuvimos a Negrito, un animal muy peludo y amoroso, que murió envenenado por la presidenta del Comité de Defensa de la Revolución de nuestra cuadra. Lo mató por hacernos daño; era una mujer retorcida y maligna que nos odiaba por considerarnos, con razón, enemigos de su amada Revolución. Uno de los motivos por los que abomino de la basura castrista (todos los castristas) es el hambre que pasaron mis perros en aquella isla siniestra. No hay comida para las personas, se decía mi madre, desolada, qué vamos a darle a estos animalitos. Hambrientos, sólo huesos y pellejo, llenos de garrapatas con las que luchábamos sin descanso y escaso éxito usando remedios caseros. Me enteré de que existían veterinarios que atendían a perros cuando llegué a Miami. De los únicos veterinarios de los que se oía hablar en la isla era de los que atendían a la vaca favorita de Fidel Castro. Vaca que, por cierto, Castro, un hombre al parecer muy celoso, inseminaba personalmente. Sólo él podía meterle el brazo en el coño a su amada Ubre Blanca.

Sé que ningún perro ha creado nunca un campo de exterminio para gasear a perros de una raza diferente, y sé que no ha existido un Stalin perro, o un Mao perro

Soy ateo, pero tengo la esperanza de que exista el Dios cristiano para, cuando llegue al Infierno, sin perder un instante buscar a la bruja del CDR que envenenaba a mis perros (Negrito no fue el único) y darle una patada en el culo. No sé si los seres humanos son mejores que los perros. Pero sé que ningún perro ha creado nunca un campo de exterminio para gasear a perros de una raza diferente, y sé que no ha existido un Stalin perro, o un Mao perro. Sostienen los estólidos, que razones científicas atribuyen a motivos adaptativos, químicos y utilitarios, el amor de nuestros perros. Y lo dicen, infelices, como si el amor de un humano hacia otro no obedeciera a las mismas razones.

Desde el inicio de los tiempos, nuestra especie ha creado dioses y filosofías que ayuden a encontrar una forma de vivir real y armónica. La más acertada conclusión a la que nos ha llevado esta milenaria búsqueda, aconseja “vivir el instante, vivir el presente”. No hay pasado, ni futuro; sólo presente y debemos aferrarnos a él con denuedo porque es la única manera real de existir y de alcanzar, tal vez, la ansiada armonía que hemos buscado durante tanto tiempo sin éxito.

Armonía que poseía mi querida Thai y le permitió ser fiel hasta la muerte de un modo limpio e inexpugnable que está fuera del alcance de los seres humanos, pero que para ella era lo más natural del mundo.

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