Opinión

La vida útil del Satisfyer

No habían pasado ni dos días desde el 23J cuando el martes, de noche, haciendo algo de limpieza en casa, me encontré con un viejo periódico de papel. En realidad, no era tan viejo. Estaba fechado el cinco de julio de este mismo año. Habían transcurrid

No habían pasado ni dos días desde el 23J cuando el martes, de noche, haciendo algo de limpieza en casa, me encontré con un viejo periódico de papel. En realidad, no era tan viejo. Estaba fechado el cinco de julio de este mismo año. Habían transcurrido apenas veinte días desde que salió a los quioscos, pero me sonó a melodía de un tiempo lejano. Con cierta nostalgia, ojeé la portada de arriba abajo, de abajo arriba, varias veces, como quien trata de retener entre sus manos una jornada que se fue… hasta que un subtítulo en negrita llamó mi atención: “Feijóo asegura, en la presentación de su programa, que si gana llamará a los barones del PSOE para forzar a Sánchez a facilitar su investidura”.

El caso es que hoy ya sabemos que Feijóo ganó y que esa frase que pronunció como un mantra, como una más entre promesas de derogaciones, decenas de medidas y borrosos planes, ni se la creyó entonces, ni tampoco ahora a pesar del empeño de algunos. Es lo que ocurre siempre ante una cita electoral de peso, es el valor efímero que tienen las palabras cuando ronean con la hipocresía. En eso pensé justo antes de tirar el periódico a la basura como quien se deshace de un kleenex usado.

Como si fuéramos fabricantes de vocablos con una vida útil calculada de antemano y tan breve como la de las olas que al formarse ya se están rompiendo

¿Qué de lo que dijimos ayer queda hoy? ¿Qué parte de nuestro pasado sigue siendo presente? Porque lo que una vez nos sirvió, ya no tiene por qué hacerlo. Por qué lo que una vez fue bueno, ya no tiene por qué serlo. Como si todas nuestras expresiones, juramentos, como si aquello que expulsamos de nuestra boca a través de la voz tuviera también un final planeado. Como si fuéramos fabricantes de vocablos con una vida útil calculada de antemano y tan breve como la de las olas que al formarse ya se están rompiendo. La obsolescencia programada llevada al extremo. En la política y en la vida. Es sólo que ni siquiera tenemos tiempo para reparar en el propio tiempo que duran las cosas.

Qué vamos a hacer si nada es eterno. Ni los objetos, ni las palabras, ni los pensamientos, ni la juventud, ni la belleza, ni la inteligencia, ni tan siquiera el placer. Me hizo gracia descubrir el otro día a través de un titular que el famoso Satisfyer que arrasó en 2019 en nuestro país hasta convertirse en el tercer producto más

demandado de Amazon durante aquella campaña de Navidad y del que en pocos meses se llegaron a agotar existencias, ahora ya “no es bueno para el cuerpo”. Dicen investigadores de la Universidad de Cantabria que el uso de este juguete sexual, que vino a revolucionar el goce femenino, puede ser contraproducente. Aseguran los expertos que “este succionador de clítoris hace que lleguemos al orgasmo muy rápido y es corto en el tiempo, pero lo que nosotros intentamos es llegar a un orgasmo duradero en el tiempo. Un orgasmo muy rápido, al final, no es bueno para el cuerpo”. Y he aquí otra vez la cuestión del tiempo, de lo rápido, de lo breve, del valor pasajero de las cosas. Y, de pronto, dos noticias tan dispares, la de Feijóo y la del Satisfyer, que se bifurcan en mi cerebro adquiriendo una conexión remota e inimaginable.

Aunque todo tiende a morir pronto, hay cosas -las más sencillas- que perduran más allá de lo estipulado en la etiqueta y cuyo valor no caduca nunca

El caso es que todo empieza y acaba fugazmente. Suerte que, en ocasiones, hay gestos y actitudes que te hacen creer que otro mundo perpetuo es posible. Me ocurrió el miércoles al mediodía de camino en coche hacia el trabajo cuando un semáforo en rojo, casi al final de una amplia avenida, me hizo reconciliarme con el infinito. Frené obligada por la señal y aproveché para abrir la mirada y observar todo aquello que me rodeaba. Justo al lado, en el carril derecho, un coche negro esperaba también a que la luz se volviera verde. A bordo viajaban cuatro personas extranjeras por sus melenas rubias y sus rostros blancos como el papel, pero fue el adolescente que iba detrás quien captó mi atención por la forma en que clavaba los ojos en la pantalla del móvil y por el modo en el que comía una galleta de esas rellenas de chocolate. Mordía minuciosamente los bordes dentados y crujientes del dulce como tratando de dejar el interior jugoso para el final. Y ese gesto tan simple me enterneció profundamente porque, de alguna forma, todos lo hemos hecho alguna vez. Porque, aunque todo tiende a morir pronto, hay cosas -las más sencillas- que perduran más allá de lo estipulado en la etiqueta y cuyo valor no caduca nunca. Algo tan tonto como engullir un biscote accesible de supermercado creyendo degustar el macaron de azúcar más premiado del planeta.

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