Menudean las noticias sobre la crisis demográfica que es, posiblemente, uno de los rasgos que marcarán esta era complicada nuestra. En España, por ejemplo, si no fuera por el aporte migratorio –tan denostado, encima— la mengua de población alumbrado ya las luces rojas. No tienen más que oír a los colegios hasta ayer abarrotados lamentarse por el vacío progresivo de sus parvularios o reparar en cómo han desaparecido de la Universidad las aulas abarrotadas en que han estudiado nuestros hijos. Sobran plazas por todas partes, eso ya no hay quien lo discuta, pero no hay que olvidar que ese despoblamiento no es exclusivo de la población humana sino afecto a la vida en general.
En Francia, donde la ecología fue una preocupación pionera, los natalistas avisaron hace tiempo de que la vida animal no podría resistir demasiado frente a la agresión triple de la caza, la contaminación y el cambio climático, sin conseguir gran cosa en sus razonables demandas de ayuda a los poderes públicos. Y frente a ello, hoy es ya casi unánime la alarma ante la evidencia de la crítica situación que viven las especies, pues por doquier surgen denuncias anunciando el cataclismo reproductivo que alcanza ya lo mismo a las imprescindibles abejas que a grandes y medianos primates, además de amenazar a linces y águilas, al lobo lo mismo que al quebrantahuesos, el conejo o el gorrión. Pues bien, rara es la especie amenazada que no cuenta ya con los desvelos mejor o peor coordinados entre el celo animalista y la protección política. Se abren pasos subterráneos para proteger sus desplazamientos, se endurece la legislación cinegénetica y se ha hecho del Seprona un auténtico arcángel flamígero que protege al humilde vegetal que, a la vera del regajo, embalsama el ambiente. Hoy se castiga lo mismo al campesino que defiende su gallinero del zorro que al gañán que arranca la mata de poleo para remediar su gastritis mientras, ay, se indulta o, sencillamente, se despenaliza la malversación, y eso, se mire como se mire, no deja de ser un contradiós.
Vivimos un idilio político dispuesto a proteger de la ferocidad natural a toda vida o situación… menos a la humana
Una tarde plácida yo mismo contemplé incrédulo cómo un helicóptero oficial “sembraba” víboras en el reciente quemado que asolaba el paisaje y cualquiera puede haber visto en la tele nidificar los postes eléctricos para domiciliar cigüeñas, cuando no escalarlos para anillar una cría o ayudar su nutrición. Y bien, serán pocos quienes discutan el mérito de estas beneficencias, pero escasos también, sin duda, los que mantenga su perplejidad ante el hecho clamoroso de que, por fas cuando no por nefas, vivimos un idilio político dispuesto a proteger de la ferocidad natural a toda vida o situación… menos a la humana. Menos mal que aún quedan remediadores que trabajan las calles nocturnas para reconfortar y darle abrigo al desdichado que duerme a cielo abierto. Cierto, pero éstos no cuentan con apoyo público. Después de todo, los “sin techo” no están en riesgo de extinción sino, lamentablemente, todo lo contrario.