Una tarde de septiembre de 1944, el oficial de guardia de la Gestapo en la prisión de Brauweiler recibió a un nuevo detenido, acusado de participar en el atentado contra Hitler. Era un abogado mayor, de casi 70 años, con aspecto cansado. Le despojó de sus tirantes, los cordones de sus zapatos, su corbata y su navaja de pulsera y lo acompañó hasta su celda. Mientras cerraba desde fuera, acercó su cabeza al ventanuco de la puerta y le dijo: “Y ahora, no se le ocurra suicidarse. Me metería en un buen lío. Además, a su edad, su vida está prácticamente terminada”.
El viejo abogado no tenía, ciertamente, motivos para ser optimista: era la segunda vez que los nazis lo encerraban y ahora su mujer también había sido detenida. Días después cayó enfermo, y si se libró de ser deportado –hacia una muerte segura– fue solo gracias a un funcionario prisionero que lo conocía y que consiguió internarlo en un hospital. Fue liberado unos meses después, y se instaló en una tranquila casa de campo para terminar sus días.
Pero, tras la guerra, el azar quiso que los aliados le propusieran como alcalde de Colonia –puesto que ya había desempeñado antes–. Duró poco, porque a los británicos, responsables de esa zona, no les gustaba su constante exigencia de que se tratara a los alemanes con respeto, así que lo destituyeron en diciembre de 1945. Cualquier otra persona se habría retirado entonces definitivamente, pero no el viejo abogado: al mes siguiente fundó un nuevo partido político, y en 1949 decidió presentarse como candidato en las primeras elecciones tras la creación de la República Federal de Alemania. El 15 de septiembre de ese mismo año, el Bundestag recién constituido lo eligió canciller (es decir, presidente del gobierno) por una diferencia de un voto: el suyo. Tenía ya entonces 73 años, y todos pensaban que sería un canciller de paso, un mero custodio del poder. Pero aguantó 14 años más. Se llamaba Konrad Adenauer.
Adenauer era un magnífico reflejo del valor de la edad y la experiencia de las personas que han vivido los horrores de la guerra y la barbarie, y saben cómo no repetirlas
Alcanzar la cumbre del poder a los 73 tiene sus ventajas: nadie piensa que estás en política para enriquecerte o para hacer favores que luego te garanticen un buen futuro. Adenauer, al frente del gobierno de la República y de su partido, la Unión Demócrata Cristiana (la CDU, el mismo que lideraba Angela Merkel hasta la elección de Annegret Kramp-Karrenbauer), sabía que la locura del nacionalismo era la que había llevado al continente a la guerra, así que se empeñó personalmente en construir una nueva Europa. En 1950 integró a Alemania Occidental en el Consejo de Europa, y en 1955 lo haría en la OTAN, de lo que no se arrepentiría seis años después al contemplar, horrorizado, cómo las autoridades de ocupación rusa en la República Democrática Alemana construían un gran muro en mitad de Berlín, erigido con el pretexto oficial de “proteger a su población de elementos fascistas”, pero con el objetivo real de evitar que se fugaran a la zona occidental en busca de libertad.
Desde su nombramiento como Canciller sabía que tenía dos obligaciones: contribuir a la prosperidad de sus ciudadanos y evitar una nueva guerra. Para lo primero –el “milagro económico” alemán– contó con la ayuda de su ministro de Economía, Ludwig Erhard. Para lo segundo necesitaba la colaboración de Francia, y la encontró en la figura de su ministro de Exteriores, Robert Schuman. Adenauer no dudó ni un instante cuando este le propuso una solución para evitar que las regiones del Ruhr y del Sarre se convirtieran en una nueva fuente de conflicto: establecer una puesta en común de los ricos recursos minerales de sus países –ampliables a otros europeos–, en la llamada Comunidad Económica del Carbón y del Acero (CECA), creada en 1951 y al frente de cuya Alta Autoridad se puso al negociador francés, Jean Monnet. El ministro de exteriores italiano, Alcide de Gasperi, fue uno de los mayores impulsores del proyecto.
La región del Sarre había quedado bajo ocupación francesa después de la guerra, de modo que al terminar formalmente la ocupación de Alemania Occidental, en octubre de 1954, se definió la región como “territorio europeo” y se pensó en ella como destino de las instituciones de la nueva Comunidad Económica Europea, nuevo paso en el proceso de integración. Sin embargo, se dejó que los ciudadanos del Sarre decidieran si aceptaban el nuevo Estatuto. Como más de dos tercios lo rechazaron, la región se reincorporó a Alemania en enero de 1957, cediendo a la belga Bruselas la capitalidad europea. Esta sería la última frontera europea que se alteraría hasta la caída del Muro de Berlín.
La juventud, un defecto que se corrige con la edad
Dos meses después, el 25 de marzo de 1957, en el Palacio de los Conservadores de la Colina Capitolina de Roma, seis líderes se sentaban en una larga mesa de madera para firmar dos importantes tratados: el de creación de la Comunidad Europea de la Energía Atómica (EURATOM) y el de constitución de la Comunidad Económica Europea (CEE). Christian Pineau (Francia), Joseph Luns (Países Bajos), Paul Henri Spaak (Bélgica), Joseph Bech (Luxemburgo) y Antonio Segni (Italia) estamparon su firma junto a la del viejo Konrad Adenauer.
Este mostró aún un pulso firme, a pesar de sus 83 años. Der Alte –“el Viejo”, como popularmente se le conocía en Alemania– era un magnífico reflejo del valor de la edad y la experiencia de las personas que han vivido los horrores de la guerra y la barbarie y saben cómo no repetirlas. Y también un reflejo de la injusticia de idealizar la juventud, algo a lo que nos ha acostumbrado la cruel sociedad de consumo.
Qué curioso que, en pleno siglo XXI, con una esperanza de vida muy superior (no solo al nacer, sino también a cualquier otra edad), los políticos de más de setenta años sigan siendo una auténtica excepción en Europa. Todos los presidentes españoles de la democracia llegaron a la Moncloa con menos de 45 años –salvo Rajoy, con 51–. Merkel con 50, Macron con 40, Conte con 54. Y cuando se habla de renovación de los partidos siempre se piensa en personas jóvenes, como si el recurso a personas mayores fuera necesariamente un indicador de falta de modernidad. Como si la voz de la experiencia no fuese importante. ¿Habría dicho Draghi “todo lo que sea necesario” de haber tenido 20 años menos?
Preocupante la posición de AKK, la sucesora de Merkel, empeñada en sacar el Parlamento Europeo de Alsacia desafiando a la Historia por un puñado de euros de ahorro
Por supuesto, la juventud no es un defecto. Y, si lo es, se corrige con la edad, como diría Jardiel Poncela. Tampoco es que ser mayor sea una garantía de sensatez –Trump y Corbyn, por ejemplo, viven anclados en el pasado–. Pero quizás en un momento de Europa en el que reviven viejos fantasmas que creíamos dormidos, en el que la esperanza de vida al nacer ha venido incrementándose a un ritmo de 2,5 meses por año en los últimos 160 años, estamos siendo tremendamente injustos y temerarios al considerar que una persona de más de 65 años ya tiene poco que aportar a la vida política. Bueno, no solo a la política: a todos los ámbitos.
La sustituta de Angela Merkel al frente del CDU, Annegret Kramp-Karrenbauer (más conocida como AKK) es muy distinta de Adenauer. Cree que la solución para Europa no pasa por ceder más poder a instituciones supranacionales. Cree también que hay que suprimir la sede principal del Parlamento Europeo de Estrasburgo y dejar solo la de Bruselas. AKK es originaria de la región del Sarre –donde fue Ministra Presidenta–, de modo que debería ser consciente de la importancia de los símbolos históricos. Sacar el Parlamento de la Alsacia, fuente secular de conflicto entre Francia y Alemania, es desafiar a la Historia por un puñado de euros de ahorro. O por lanzar un aviso a Macron, cuya carta sobre “un renacimiento europeo” estaba llena de guiños proteccionistas. No sé si Adenauer o Monnet estarían demasiado orgullosos de estos nuevos europeístas.
Adenauer es, en todo caso, un buen ejemplo de que la conciencia histórica no tiene por qué ser una fuente de nostalgia, sino que, al contrario, puede ser una gran palanca de progreso; de que nunca hay que darse por vencido y de que la edad no tiene por qué ser incompatible con la ambición política y la visión de futuro. Algo de lo que Europa está hoy muy necesitada.
Seguro que, cuando resonaban los aplausos tras la firma del Tratado de Roma, Adenauer se preguntó qué habría sido del oficial de la Gestapo de Brauweiler, si seguiría vivo y cómo le irían las cosas; y qué pensaría al ver al día siguiente en todos los periódicos la foto de su antiguo prisionero lanzando un proyecto que sería la mejor garantía contra la amenaza de los nacionalismos y las tentaciones totalitarias. Y seguro que, recordando su frase, “Aasu edad, su vida está prácticamente terminada”, no pudo evitar esbozar una sonrisa.
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