Opinión

Vinícius y los monos

Ni siquiera el cierre total del campo durante cierto tiempo escarmentaría a los primates.

El tremendo y justificadísimo cabreo del futbolista Vinícius José Paixaõ de Oliveira Júnior, conocido familiarmente como Vinícius o como Vini Jr., el otro día en el estadio de Mestalla, ha desatado una poderosa, espectacular deflagración de algo que no sabemos lo que es. Unos cuantos prosimios que había en la grada se pusieron a insultar y a burlarse de Vinícius porque es negro. Él, que está ya más que harto de que siempre se metan con él por eso, reventó y dio en señalar, fuera de sí como estaba, a uno de los homínidos, seguramente el más notorio de los que chillaban.

Y ahí estalló todo. La deflagración que digo, que ha corrido de punta a punta del país hasta el extremo inaudito de ensordecer la monserga de la campaña electoral, bien pudiera ser una venturosa explosión de sentimientos contra el racismo. Pero también podrían ser fuegos artificiales. Flor de un día. Verduras de las eras, que decía Jorge Manrique.

Parémonos a pensar. Imaginemos al antropoide que tanto insultaba a Vinícius por ser negro: algo que Vinícius no podría evitar ni aunque quisiera, lo mismo que el insultador no puede evitar ser valenciano (si es que lo es) ni tener el escasísimo número de neuronas que el pobrecito tiene. Sigámosle los pasos. En circunstancias normales, lo esperable es que este espécimen salga del estadio después del partido y, quizá después de unas cañas con los colegas, se vaya a su casa. Tendrá familia, digo yo. Tendrá padres, a lo mejor esposa, quién sabe si hijos. Puede que un trabajo, un horario, unas rutinas como tenemos todos.

Cabría pensar que, fuera del estadio, es una persona corriente, un tipo como ustedes y como yo. Alguien a quien jamás se le ocurriría burlarse de un negro en un bar, en la parada del autobús, en la calle. Un individuo que de ninguna manera se tiene a sí mismo por racista.

Entonces, ¿por qué actúa como actúa cuando llega a Mestalla y tiene delante al brasileño Vinícius? ¿Qué es lo que cambia en él? ¿Qué convierte a un ciudadano normal en un primate agresivo?

Muchos clubes de fútbol españoles han favorecido, desde hace décadas, la creación de lo que en Hispanoamérica se llaman “barras bravas”: grupos organizados de fanáticos radicales

En primer lugar, la conciencia de grupo. Muchos clubes de fútbol españoles han favorecido, desde hace décadas, la creación de lo que en Hispanoamérica se llaman “barras bravas”: grupos organizados de fanáticos radicales que se pensaron para dar “color” a los encuentros deportivos, pero que han derivado en recuas de individuos muy peligrosos, incontrolables y cuya actividad va mucho más allá de la pasión por los colores de un equipo. Su actividad entra muchísimas veces en el terreno de lo delincuencial y casi siempre va tiznada de “pensamiento” (no merece tal nombre, pero en fin) político. Siempre en los extremos: o la ultraderecha, que es lo más frecuente porque nuestra extrema derecha es declaradamente xenófoba y muy poco disimuladamente racista, o la extrema izquierda en algún caso, o el independentismo más babuino. Dejemos esto claro: el pensamiento político es, por definición, racional. Pero lo de estas poblaciones de cuadrúmanos no tiene nada que ver con eso. Sus gestos, muecas y aullidos son puramente viscerales. Y corales.

A eso iba. Cuando los peatones aparentemente corrientes se someten a la disciplina, la pasión, el ascendiente emocional y el sentimiento de protección de una manada de cercopitecos como las que pueblan algunas zonas de los estadios de fútbol, les pasa una cosa muy curiosa: que cambian. Como sucede con otra especie zoomórficamente muy interesante, la de los tuiteros, se despojan del incómodo ropaje que les obliga a llevar la civilización y se convierten en simios en estado puro, es decir, salvaje. Dejan de ser individuos y pasan a ser parte de una banda. Sus conductas, reacciones y jerarquías son casi exactamente las mismas que podemos ver en un grupo de chimpancés, que son los más agresivos de todos los grandes simios. No tanto en los bonobos, que son más sosegados.

No nos comportamos como monos, ni gritamos como ellos, ni gesticulamos como se vio en los vídeos de Mestalla, ni quedamos luego en el parque para darnos de guantazos

Ah, pero esa agresividad hay que tenerla dentro, no puede uno ponérsela o quitársela como si fuese un par de zapatos. O se es esencialmente un mandril, o se es una persona. Esa es la razón por la que ustedes y yo, cuando vamos al fútbol (o a los toros, o a la ópera), nos dejamos arrastrar por la pasión, cómo no, pero solo hasta cierto punto. No nos comportamos como monos, ni gritamos como ellos, ni gesticulamos como se vio en los vídeos de Mestalla, ni quedamos luego en el parque para darnos de guantazos, comportamiento típico de los chimpancés cuando quieren amedrentar a los miembros de otra manada o quedarse con su territorio.

¿Por qué estas hordas de primates han adquirido la costumbre –que dura ya varios años– de insultar a Vinícius en numerosos estadios? Solo hay un motivo: porque saben que a él le molesta. Si el jugador hiciese lo que hacen otros muchos de su color de piel: ni puñetero caso, es más que probable que le dejasen en paz. Pero Vinícius tiene 23 años y un corazón fogoso, y se le nota mucho que le ofenden los insultos. Por eso se ceban con él los macacos. Hasta ahí llega su capacidad de raciocinio, evidentemente inferior a la de los papiones, los gorilas o los capuchinos cariblancos, que son de natural apacible.

Decía el matemático Alan Turing, padre de la informática, que ejercer la violencia sobre otros produce placer, y que eso está en la naturaleza humana. Esa es la razón por la que los niños suelen ser crueles con los animales, y también es la causa de que los críos sean los seres vivos más brutales que existen (brutales unos con otros) cuando se les suelta en el patio de un colegio. Ahora se llama a eso bullying.

¿Cómo se evita eso? Pues es muy fácil: con la educación. Desde el “eso no se toca” que decimos a los chiquitines hasta las clases de Ética del bachillerato o la universidad, el ser humano va aprendiendo poco a poco a distinguir lo bueno de lo malo, lo correcto de lo incorrecto, la utilidad de las normas comunes y la importancia de asumir como propios los valores que la humanidad se ha dado a sí misma para vivir en paz: el respeto, la tolerancia y la consideración hacia los demás. Así aprendemos a no hacer daño a los otros si podemos evitarlo, por ejemplo. Esa es una muestra de civilización.

Pero cuando esa educación no ha existido, o ha fracasado, se produce lo que vimos en los agresores racistas de Vinícius: el comportamiento primigenio al que, si le unimos el fenómeno de imitación tan clásico en los primates, genera una situación como la que hemos visto en los elementos de la grada de Mestalla. Que ya no sabes si estás viendo un partido de fútbol o un documental de la BBC sobre australopitecos. Y el tipo aquel le llamaba “mono” al futbolista por ser negro. Pero si el mono eres tú, que no hay más que verte. Imbécil.

Los insultos racistas a Vinícius han provocado una reacción sorprendente, por lo inusual, en las autoridades civiles y deportivas. Las imágenes han dado la vuelta al mundo. Ha habido quejas de varios países. La imagen de España (y sobre todo de Valencia) ha quedado inmediatamente asociada al racismo. Se ha ordenado el cierre durante cinco partidos de la grada del estadio de Mestalla en que suelen aposentarse los homínidos. Ha caído una multa que, la verdad, tampoco es para tanto.

A ver qué pasaría si, en el momento en que arreciasen los chillidos racistas, el árbitro, por ley, suspendiese el partido y declarase ganador al equipo rival por tres a cero

¿Cuánto durará este fervor democrático? Pues temo que no mucho. ¿Cambiará algo para siempre después de este escándalo?

Pues me parece que no. Ni siquiera el cierre total del campo durante cierto tiempo escarmentaría a los primates. Cuando los agresores se sienten impunes, por lo numerosos o por lo protegidos que puedan estar (sotto voce) por quienes ahora los denuestan dentro del propio club, la única solución es atizarles donde más les duele: en el orgullo.

Como a Agustín Valladolid el otro día, a mí también me importan un rábano los reglamentos y las cláusulas, al menos en este caso. A ver qué pasaría si, en el momento en que arreciasen los chillidos racistas, el árbitro, por ley, suspendiese el partido y declarase ganador al equipo rival por tres a cero. Una y otra vez. A ver qué harían los homínidos de todos los estadios cuando se les echase encima todo el resto de la afición, con intenciones segura (y admitamos que justificadamente) caníbales.

Lo poco que iban a durar los gritos de “mono, mono, uh, uh” emitidos precisamente por los monos.

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