Opinión

El género de la violencia

La evidencia de la instrumentalización política del feminismo y del maltrato la hemos tenido delante de nuestras narices, pero nos hemos negado a reconocerlo y a expresarlo

Este lunes, en el día internacional de la eliminación de la violencia contra las mujeres, asistimos a un espectáculo político dantesco. La izquierda volvió a exhibir su versión más carroñera, confiriendo a los agresores de mujeres una ideología política “de derechas”. Ya dijo Alberto Garzón que una persona que roba no podía ser de izquierdas. Por lo visto un maltratador, tampoco.

Los tuits y declaraciones de distintas personalidades políticas se aderezaron con alguna que otra columna de opinión que se refería a la heterosexualidad como algo peligroso y tuvieron como colofón el bochornoso espectáculo que se vivió en el acto conmemorativo celebrado en el Ayuntamiento de Madrid. Un broche de oro a la semana en la que las Cortes valencianas declararon la “emergencia feminista”. No se lleven a engaño: estos discursos y gestos grandilocuentes para significarse políticamente en torno a la violencia machista, en un sentido o en otro, no son para nada genuinos, sino auténticos ejercicios de homeopatía política de los que los arengadores de uno y otro bando pretenden obtener rédito electoral a costa del erario, pero que en nada mejoran la situación dramática de las auténticas víctimas.

Por desgracia, esta ideologización de las agresiones a las mujeres no es fruto de una coyuntura puntual. Lo que vemos hoy son los frutos de unas semillas que se plantaron hace ya más de veinte años y que ahora la izquierda está recogiendo: al permitir que bautizasen la violencia machista como violencia de género, hemos contribuido a la instrumentalización política del maltrato y a que la utilicen como herramienta de polarización.

El auténtico feminismo reivindica la igualdad ante la ley como expresión de la Justicia, no el privilegio legal que nace de la venganza"

Efectivamente, la palabra “género” tiene profundas connotaciones ideológicas, así que cuando se utiliza para clasificar un determinado tipo de violencia lo que se persigue precisamente es su politización. La expresión “violencia de género” no hunde sus raíces lingüísticas en la tradición española, sino que es la traducción del inglés gender-based violence o gender violence, y empezó a difundirse en 1995, tras el Congreso sobre la Mujer celebrado en Pekín por la ONU.

La Real Academia de la Lengua ya advirtió, en un informe fechado en mayo de 2004, referido al uso de la expresión “violencia de género” en el proyecto de ley integral contra la violencia de género que finalmente aprobó el Gobierno socialista de José Luis Rodríguez Zapatero, que esta terminología no era la más adecuada. Explicaba la RAE que, desde los años sesenta, la palabra inglesa “gender” no se emplea para hacer referencia a una condición biológica (el sexo), sino para poner el acento en diferencias sociales y culturales con unas connotaciones determinadas. Por ello recomendó en su lugar el uso de la expresión “violencia doméstica”.

Pero las recomendaciones de la RAE cayeron en saco roto, porque precisamente son esas cualidades socioculturales que evoca el término, referidas a desigualdades de índole social, económica, política, laboral, etc., las que permiten a la izquierda de corte identitarista enlazar el género con lo que se conoce como “teorías interseccionales”, en base a las cuales cualquier elemento identitario sirve de fundamento para crear categorías jerarquizadas de oprimidos y de opresores (raza, sexo, clase, orientación sexual etc.), las cuales constituyen una excusa perfecta para exigir cambios políticos, legislativos y sociales asociados a postulados pseudo marxistas.

Por eso seguirán repitiendo el dogma miles, millones de veces, hasta lo institucionalizarán, pero la violencia no tiene género. Tiene autores concretos que deben responder penalmente por sus actos, no por sus circunstancias biológicas ni mucho menos por hechos e injusticias pasadas cometidas por otros. Si alguien afirma lo contrario, al menos que no lo haga en nombre del feminismo. Porque el auténtico feminismo reivindica la igualdad ante la ley como expresión de la Justicia, no el privilegio legal que nace de la venganza.

La evidencia de la instrumentalización política del feminismo y del maltrato la hemos tenido delante de nuestras narices, pero nos hemos negado a reconocerlo y a expresarlo, quizá porque hemos permitido que las ciencias jurídica y criminológica se sometan al yugo de una corrección política mal entendida, cuya agenda ha manejado hasta ahora, en exclusiva, la izquierda identitaria. Esta inacción, ese no querer saber, ha tenido como inevitable reacción la aparición de un movimiento contestatario de derechas que, lejos de sustraer a las víctimas del debate político, ha decidido confrontar a la izquierda en su mismo terreno, que es el de los maximalismos, las pancartas, las arengas y el espectáculo, pero esta vez desde postulados negacionistas.

Por supuesto que la violencia de componente machista existe, lo que no quiere decir que cualquier agresión a una mujer deba reputarse como machista, ni que todos los hombres sean agresores potenciales. Hay que reformar el art. 153 del Código Penal, cuya redacción actual es fruto de la Ley Integral contra la violencia de género, para evitar asimetrías penales (que la misma agresión se castigue con más pena cuando el autor es varón) y  la victimización machista de la mujer ante cualquier agresión. El tipo penal debería convertirse en una agravante de aplicación exclusiva a aquellos casos en los que se acredite el ánimo de vejar y someter a la víctima por razón de su sexo. Sería también recomendable abordar un cambio en la denominación de la LIVdG, sustituyendo el término género por uno que no implique connotaciones que permitan la instrumentalización ideológica de la violencia contra las mujeres.

Ha llegado la hora de que, como sociedad civil, nos plantemos. Tenemos la obligación moral de hacerlo por las víctimas, para que unos y otros dejen de usarlas en este espectáculo obsceno en la sede de nuestras instituciones, para que no se retroalimente a su costa la polarización política. Porque todo ese tiempo y, especialmente, todos esos fondos, deberían invertirse en mejorar la asistencia y protección a las maltratadas. Pero también porque, como ciudadanos, tenemos la obligación de defender la democracia liberal y el Estado de Derecho, que son los cimientos de nuestra convivencia.

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