Opinión

Viva Felipe VI (sin perdón)

Para la forma en que Felipe VI quiere ejercer sus funciones, su padre es un problema.  Y cuanto más se empeñe en baños de pastueñas multitudes, peor

Perdonadme, qué se le va a hacer, yo era, pero ya no, lo que siempre se llamó un juancarlista de libro. En realidad un tipo más bien ausente del debate monarquía-república mientras las cosas fueran bien y el Jefe del Estado molestara lo justo, estuviera en el interés general y coadyuvara en la gobernación de la nación. Yo era eso, un juancarlista que hace ya algún tiempo dejó de luchar por causas perdidas en conversaciones, artículos y tertulias. Cuando vino el tiempo en que todo lo relacionado con Juan Carlos de Borbón se instalaba en el terreno de lo inefable, decidí parar. Ya no más. Hasta con las dudas aún no resueltas de lo que hizo el 23 de febrero de 1981, lo seguí defendiendo. Incluso con algunas informaciones que sólo llegaban al ámbito de los muy enterados o al mundo del periodismo, lo seguí apoyando. Pero todo tiene un final, y no siempre está en tu voluntad marcarlo.

Silencio consentidor

Hoy no hay periodista que supiera cosas del rubio que no lamente el silencio guardado por creerlo debido. Esa herencia reverencial y solemne cuyo origen no es otro que el respeto irracional que se le dio a Franco, blindó a Juan Carlos durante años. Sabíamos de sus amistades peligrosas, tóxicas, pero se guardó silencio. Era de dominio casi general el chantaje a la que le sometió una actriz de medio pelo de la que se encaprichó, para terminar después en manos de una oscura princesa que hizo un negocio con él. Escogiste a la más guapa y a la menos buena, que canta Fito.  Supimos de los aprovechados empresarios que le acompañaron en cacerías, pero nadie advirtió de esos peligros. Conocimos a banqueros que le rieron las gracias y tomaron vinos con él, pero luego terminaron en la cárcel. Y todavía están vivos aquellos -periodistas incluidos- que le aplaudieron y acompañaron en sus diferentes derivas hasta llegar a su abdicación en junio de 2014.

La responsabilidad moral de Juan Carlos

Y no lo estoy eximiendo de su responsabilidad, algo que, por lo que estamos viendo, ni siquiera se permite su hijo Felipe VI. Incluso los reyes son responsables de sus actos más allá de reglamentos y protocolos. Porque más allá de reglamentos y protocolos también está, con el limitado valor que estamos viendo, la opinión de los ciudadanos. Hace ya tiempo que el CIS de Tezanos no pregunta por Juan Carlos I. No hay que ser muy despejado de mente para saber la razón.

Ayer regresó a Abu Dabi, un lugar nada recomendable para quien se fue de España asegurando que lo hacía para salvar su dignidad y legado. Qué dignidad, me pregunto, habrá encontrado en esos sitios que en nada se parecen a la nación que se reencontró con la libertad siendo él Jefe del Estado. Y qué dignidad hubo en salir de esa manera de España. Y qué legado se puede defender cuando buena parte del que conocemos está salpicado de sospechas y cuyo origen es hasta hoy inexplicable. Por no explicar, ni siquiera sabemos por qué ha sido un avión privado de una compañía ¡angoleña! el que lo ha traído a España para pasar unos días en Sangenjo y unas horas en Madrid.

Un pasado muy presente

La deriva del rey viejo no la merece, en primer lugar, España, y después su hijo Felipe VI empeñado como está en que la dignidad, la austeridad y la contención den a su figura y reinado el legado moral que su padre no culminó. Decía Ortega que "empezando por la monarquía y siguiendo por la Iglesia católica, ningún poder nacional ha pensado más que en sí mismo". El filósofo no llegó a conocer a Juan Carlos, pero la frase estaba hecha para él, y también para Alfonso XIII, Alfonso XII e Isabel II. Tres monarcas con los que resulta fácil, pero no divertido, jugar al juego de las diferencias con el Emérito.

Así creo que ha sido hasta que llegó a la Jefatura del Estado Felipe VI, el mejor Borbón que hemos tenido hasta el momento. Cuentan que su padre ha dicho a los complacientes amigos que lo jalean y le ríen sus salidas de tono que ha venido a ”normalizarlo todo”, que es un empeño complicado para quien vive instalado en la anormalidad. Bien, puede empezar contando la verdad. Y antes dando una explicación de por qué se fue. Por qué su residencia permanente seguirá siendo Abu Dabi. Por qué no pactó con su hijo esta su primera visita en 22 meses. A cuento de qué esta exhibición más propia de un circo que de un anciano que por su propio bien debería estar lejos de los focos.

Un encuentro casi clandestino

A falta de entrevistas y declaraciones, los reyes hablan por sus gestos y los de estos días siguen hablando con elocuencia de Juan Carlos. Para la forma en que Felipe VI quiere ejercer sus funciones, su padre es un problema.  Y cuanto más se empeñe en baños de pastueñas multitudes, peor. Es desde ese sentido en el que hay que entender que el Rey haya querido esconder todo lo posible el encuentro de su padre. Un encuentro que es todo menos una reunión familiar.

Cuenta Francisco Cánovas Sánchez en su memorable biografía sobre Galdós que, aunque nada partidario de Isabel II, la reina en el exilio consintió verse con el escritor que tantas críticas le había dedicado. Isabel II le produjo un tremendo impacto, se lo ganó por la vía de le emoción y el victimismo, pero, pese a todo, Galdós no cambió de opinión. Salió del Gabinete real convencido de que el problema de Isabel II es que no se había enterado de nada, ni siquiera de por qué tuvo que coger las maletas y abandonar España. Por no enterarse, ni siquiera supo nunca por qué la casaron con Francisco de Asís: "¿Qué voy a decirte de un hombre que llevaba en su camisón más encajes que yo?"

Ciento veinte años después, otro Borbón, su tataranieto, vive, vuela y navega como si tal. Pero este sí que lo sabe. Y, más pronto que tarde, lo tendrá que contar, aunque sus pocas palabras durante estos días estén más cerca de la provocación que de la gracia campechana que usa. A la pregunta de si le va a dar explicaciones a su hijo, la respuesta fue: "Explicaciones de qué", y después el Emérito se echó a reír. ¿Y saben qué? Que no, no se reía de su hijo. No se reía de los periodistas. Se estaba riendo de todos. También de usted.    

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