Cada noche antes de irme a dormir, tras cepillarme los dientes, suelo mirarme al espejo. Hay veces en que me veo cansado, otras triste, algunas enfadado, pero el hombre de casi sesenta y cuatro años que soy todavía mantiene la mirada clara, el gesto decidido y cierta sombra de pesadumbre causada por las cicatrices que nos deja la vida.
Existe una excepción. La noche de Reyes, cuando me asomo al espejo, el adulto desaparece y veo al chiquillo que fui cuando mi mundo se basaba en mi padre y mi madre, los libros, los tebeos, los juguetes y estudiar. El chiquillo me mira sorprendido. No conoce quién puede ser el señor que está al otro lado ni se reconoce en él.
La noche de Reyes, cuando me asomo al espejo, el adulto desaparece y veo al chiquillo que fui cuando mi mundo se basaba en mi padre y mi madre, los libros, los tebeos, los juguetes y estudiar
Tras la sorpresa inicial, caemos en que somos la misma persona, el Miguelico que tenía como el mejor perfume del mundo la loción para el afeitado de su padre, el olor a sofrito que anticipaba un suculento guiso de mi madre o la tinta de aquellos libros que editaba Bruguera bajo el epígrafe “Historias Selección” y que tantas voracidades lectoras despertó en mi generación. Sabemos por arte de magia de que si nos vemos el uno al otro es porque esta noche vienen los Reyes Magos y eso nos hace apresurarnos. Hay que poner los zapatos en el balcón y, junto a ellos, tres copas de coñac para los pobres monarcas orientales, que toda la noche a la intemperie precisa de algún auxilio espirituoso porque el relente es harto traicionero.
También hay que pensar en los pajes, sufridos auxiliares de Sus Majestades, y a ellos se les dejan sendas copitas de anís, ojén, cazalla o lo que sea menester. Ah, y no olvidemos las galletas para los camellos que, según mi padre, el señor Miguel, eran comida más del gusto de los camélidos que un simple puñado de paja. Si él lo decía, sería verdad porque me explicaba que cuando participó en el desembarco de Alhucemas sirviendo en el Dédalo de aquel entonces, se encontró a un camello pequeñito por la calle al que llamó Bobby, llevándolo a pasear con un bozal – tienen mal carácter, doy fe –. Lo primero, lo de Alhucemas, es cierto; lo segundo, aunque para mí siempre fue dogma de fe, lo dejo a su criterio.
Pero es que el señor Miguel era un hombre maravilloso y el mejor padre que cualquier chiquillo podría desear. Yo creía a pies juntillas que el portero del cabaré donde trabajaba de camarero mi padre, un negro gigantón y más bueno que el pan, era el rey Baltasar que estaba el resto del año ahí en plan policía secreta para ver si los niños nos portábamos bien o no, como tengo escrito en estos artículos. Ergo, si mi padre conocía el secreto del rey negro ¿cómo no creer que tuvo un camello llamado Bobby que, además, le traía el periódico cada día? Por eso, cada noche del cinco al seis de enero, después de echarle una mirada de ternura al Miguelico del espejo, hago lo propio con la foto de mi padre, acodándome de todo lo bueno que me enseñó y de como supo pasar por dos guerras y mucha necesidad saliendo de todo con el niño que albergaba en su interior intacto y sin mácula.
Cada noche del cinco al seis de enero, después de echarle una mirada de ternura al Miguelico del espejo, hago lo propio con la foto de mi padre
Yo intento hacer lo propio y, tras despedirme del niño del espejo, dispongo todo lo preciso para recibir a los Reyes y me precipito a la cama, no sea que me pillen despierto. Y sueño ¿o quizás no? que la linterna que empleaba mi padre cuando volvía del trabajo a las cinco de la mañana por no encender las luces y despertarnos vuelve a iluminar mi dormitorio y casi huelo su loción e incluso, llámenme loco, algunas veces he creído escuchar su voz grave y serena decirme “Buenas noches, Miguelico, el papa te quiere mucho”. Sí, volvemos a ser niños en Reyes porque alrededor de esta festividad hay mucho más que juguetes y regalos. Hay la magia de nuestra infancia, la mejor y más auténtica patria que cualquier persona puede tener. En la mía, mi padre es el Rey.
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