Opinión

Votar bien en democracia

En la convención itinerante que celebró el PP el pasado mes de octubre, llamó la atención el debate suscitado sobre el voto democrático. Aquel “…votar bien.” que aconsejó Mario Vargas

En la convención itinerante que celebró el PP el pasado mes de octubre, llamó la atención el debate suscitado sobre el voto democrático. Aquel “…votar bien.” que aconsejó Mario Vargas Llosa. La vicepresidenta Yolanda Díaz lo interpretó impropiamente en clave clasista e intención despectiva: “El voto de una mujer trabajadora vale lo mismo que el de un señoro Nobel”. El ministro de Presidencia, Félix Bolaños, sin venir a cuento decidió contraponer el voto a la dictadura franquista: “Ahora cuando vota, todo el mundo acierta, porque es su decisión libre y su decisión legítima”.

Dos ministros del Gobierno se sintieron interpelados por las palabras de Vargas Llosa, creador de mentalidad liberal y experiencia política en su Perú natal. Sus palabras fueron estas: “Los latinoamericanos saldrán de la crisis cuando descubran que han votado mal. Lo importante de unas elecciones no es que haya libertad en esas elecciones, sino votar bien. Los países que votan mal lo pagan caro”. Contrariamente a la desmesura de ambos ministros, sólo cabe objetar con criterio que, para votar bien, en contra de lo que indica, la libertad es condición necesaria para la existencia de la democracia, por tanto, importante, especialmente, para un liberal: sin libertad individual no hay voto libre ni democracia. Este es el debate y no viene mal recuperarlo.

El voto universal, libre, directo y secreto es una de las condiciones fundamentales de la democracia liberal, pero ¿el voto de cada persona responde a decisiones libres? ¿Todo el mundo acierta cuando vota, como señalaba el ministro Bolaños?

La experiencia histórica y algunos casos recientes avalan precisamente lo contrario. La legitimación del poder político a través del voto ciudadano ha dado lugar a liderazgos negativos, deterioro de las libertades, involución democrática, guerras, empobrecimiento de la población… Aunque el voto es la vía de legitimación del poder democrático, no es garantía de acierto vistas sus consecuencias. Es ilustrativo referir el caso de la batalla de Arginusas (406 aC.), pues forma parte de la cultura política, que debería tener presente el Sr. Bolaños dado el alto cargo que ocupa. Aconteció, resumidamente, que unos generales atenienses fueron juzgados y condenados a muerte por el voto a mano alzada de una asamblea popular —instigada por Calíxeno— proclamando la superioridad de la voluntad del pueblo frente a la ley y sus condiciones, y amenazando a los jueces (pritanos) si se oponían al pueblo con ser declarados culpables también. Los jueces, excepto Sócrates que presidía el Consejo (Boulé), se plegaron a la voluntad del pueblo. Los generales fueron ejecutados. Los atenienses no tardaron en lamentar su decisión.

En la política reciente de España sobresalen, entre otras, la politización de las instituciones, con el control de los medios de comunicación públicos y el condicionamiento de los privados

El votar bien, en su acepción adverbial, remite a actuar con criterio y razón dentro de la ley; como es debido más allá de las influencias, dependencias y presiones que determinan el voto de muchos ciudadanos. Por eso se afirma, con razón, que la democracia no es el mejor sistema político sino simplemente el menos malo comparado con todos los demás.

La conducta electoral de los ciudadanos está influida y en muchos casos condicionada por factores personales de posición, ideología, necesidad, intereses…, y sociales: familia, vínculos socioeconómicos, redes de poder y control…

Los partidos políticos que ostentan el poder y los que aspiran a él se afanan por atraer la atención de las personas e influir en su intención de voto; unos, con políticas concretas y gasto público para cebar a sus electores fieles; otros, con promesas de ambigüedad calculada para mantener a sus potenciales votantes y atraer a otros. Los partidos dedican a la mercadotecnia electoral mucho esfuerzo y recursos en las campañas electorales y durante las legislaturas. En la política reciente de España sobresalen, entre otras, la politización de las instituciones, con el control de los medios de comunicación públicos y el condicionamiento de los privados, la elusión del control público a través de las Cortes, la limitación competencial del CGPJ, el desdén con sentencias desfavorables de TC y TS.

La calidad democrática guarda una relación inversa con estas prácticas que se van imponiendo y, lo más grave, se van normalizando en la opinión pública. Es la vía cierta de degradación de la democracia, utilizadas sus instituciones y recursos para mantenerse en el poder en detrimento del interés general de la sociedad y su futuro. Como muestra, la venta propagandística del proyecto de Presupuesto General del Estado para 2022, expansivo en el gasto con fines electorales (196.142 ME) a costa del déficit estructural (uno de los más altos de la UE), que engrosará la desorbitada deuda pública porque los ingresos reales (más presión impositiva a cuenta de IRPF, IVA y Sociedades para obtener 18.588 ME adicionales) es muy improbable que cuadren el balance presupuestario.

Los ciudadanos que votaron al PSOE (sólo el 18,36 % del censo electoral) son responsables democráticos de las políticas del señor Sánchez, pero afectan a la totalidad de los electores

Estas conductas responden a una forma de gobernar la Nación, en este caso del PSOE, que ganó las elecciones generales de 2019 con el 28 % de los votos emitidos (6.792.199) con un censo de 37.001.379 de electores. Se abstuvieron 12.493.664 (33,77 %) ciudadanos electores. En consecuencia, los ciudadanos que votaron al PSOE (sólo el 18,36 % del censo electoral) son responsables democráticos de las políticas del señor Sánchez, pero afectan a la totalidad de los electores, esto es, a la Nación en su conjunto, a su presente y próximo futuro.

Las democracias actuales tienen dos tendones de Aquiles: la baja representatividad de los gobernantes y la ideologización de los ciudadanos:

-Representatividad de los gobernantes. El sistema de mayorías parlamentarias —de un solo partido, de coalición o pactos— para acceder al poder público sólo expresa el umbral mínimo de representatividad, la legal. Esto es así por la desigualdad que produce el poder de unos ciudadanos, los elegidos, al ser capaces de transformar su voluntad (intereses) en derecho (normas) y en coacción (ejecución) sobre los otros (pueblo). Estructuralmente el poder es dominación, edulcorado con la imagen y propaganda, por las relaciones entre el poder político y el económico, dando lugar en muchos casos a corrupciones desde nombramientos discrecionales con menoscabo del mérito y la capacidad, gastos superfluos y sin control, cobro de comisiones con ingeniería dineraria, puertas giratorias entre política y empresa, tratos de favor, sueldos vitalicios… La cultura democrática exige estándares más altos de representatividad más allá de la legal: efectiva separación de poderes, limitación de mandatos, control del poder político (parlamento, prensa libre), instituciones profesionales no politizadas, control económico (auditorías independientes de la gestión pública, fiscalización efectiva del Tribunal de Cuentas…), enjuiciamiento político de los máximos responsables…

El poder político sólo funcionalmente puede ser servicio al interés general de la sociedad más allá de ideologías.

-Ideologización de los ciudadanos. Uno de los abusos de poder más dañinos para la democracia es la instrumentalización ideológica de los ciudadanos, la peor lacra de las democracias y principal motivo de su degradación. Utilizar el poder para influir en la mente y conducta de los ciudadanos socavando el pluralismo y sin el respeto debido a su autonomía y dignidad personal convierte al ciudadano en adepto, engendra identificaciones sectarias que nutren redes clientelares como sostén del poder político.

Las democracias liberales contemporáneas se fundan en dos condiciones fundamentales, en expresión de Ralf Dahrendorf (1929-2009), el imperio de la ley y la sociedad civil. No cabe una de estas condiciones sin la otra. El imperio de la ley sin una sociedad civil cohesionada que se haga respetar en su soberanía es una cáscara vacía, y, por otra parte, una sociedad dividida en los valores que constituyen su fortaleza es la vía que conduce a la ineficacia disolvente del imperio de la ley.

La guerra ideológica a través del lenguaje focaliza y reitera temas, altera valores y modifica el sentido común de conceptos para influir en el marco mental de la gente

Actualmente, ambas condiciones sufren el acoso pertinaz de populistas y separatistas que anteponen su voluntad de poder más allá́ del orden constitucional mediante la manipulación de las instituciones, la propaganda, difundida a través de los medios, y la división de la sociedad civil mediante una doble polarización radical: Izquierda/derecha y Nación de españoles/Diversidad de naciones que de prosperar haría de España un Estado sin Nación para los ciudadanos. La guerra ideológica a través del lenguaje focaliza y reitera temas, altera valores y modifica el sentido común de conceptos para influir en el marco mental de la gente como antesala de la modificación conductual pretendida, haciendo suya la tesis de Gramsci: la hegemonía cultural, como dominación de la sociedad, antecede a la política. Es lo que ha sucedido y está sucediendo en algunos países hispanoamericanos; en algunos de ellos la democracia liberal se ha extinguido, como Venezuela, Nicaragua… y en otros está es fase de socavamiento y eliminación. Convierten los comicios democráticos en un simulacro, sin oposición, con manipulaciones y sin controles de transparencia, con jueces domeñados. Cuando esto ocurre ya no hay democracia: el poder se ha impuesto a la sociedad civil y la degradación avanza en todos los frentes. En menos de una generación (aprox. 25 años) una sociedad liberal deja de serlo, convertida en una sociedad empobrecida y dominada.

Las democracias liberales aquilatadas, con separación de poderes y mecanismos de control del poder político (no es nuestro caso), suelen generar, aunque no siempre como estamos viendo, una ciudadanía más experimentada para ver más allá de la inmediatez, para esquivar la propaganda y eludir las seducciones. Votar bien es votar con escepticismo, esto es, voto reflexivo, precavido que ve más allá de lo dado, guiado sobre todo por intereses legítimos de estabilidad y seguridad jurídica, garantías de libertad individual y desarrollo socioeconómico competitivo, porque la eficacia económica de una nación es la condición real del desarrollo social. En este sentido, “votar bien” es una función cívica fundamental para el desarrollo de la cultura democrática.

Muchos forman parte de esa mayoría oscilante pero no despreciable de descontentos que no votan porque desconfían del sistema y saben que todo seguirá igual

No es fácil, el fenómeno electoral en distintos países evidencia que importantes sectores de la ciudadanía responden a estereotipos ideológicos primarios. Otros sucumben a la influencia de siglas y liderazgos de cartón piedra que esconden más ambición que capacidad, hábiles para usar el poder del Estado para su propia imagen y la promoción de intereses de parte, pero a costa de la Nación. Muchos forman parte de esa mayoría oscilante pero no despreciable de descontentos que no votan porque desconfían del sistema y saben que todo seguirá igual tanto si votan como si no.

La democracia es frágil, considerada desde la perspectiva material de los contenidos: la calidad de los contenidos de Gobierno determina el valor de las democracias (calidad de los gobernantes y de las instituciones, control exigente del ejercicio del poder, independencia judicial, eficacia económica…). El voto ciudadano determina el poder y éste, a través de las políticas concretas, el avance sociopolítico y económico, pero también la corrupción, el estancamiento y la regresión democrática.

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