El resumen más certero de la presente e infame campaña electoral podría muy bien extraerse de una letra de Joaquín Sabina a la que, eso sí, habría que añadirle un adverbio: “Pongamos que NO hablo de Madrid”. Porque aunque en los programas de los partidos en liza hay múltiples propuestas, algunas de interés, la pelea fratricida que ciertos candidatos han propuesto como eje del debate no solo ha opacado por entero el que debiera haber sido un ilustrativo y necesario contraste de pareceres entre las distintas ofertas políticas, sino que, y esto es lo más grave, ha retrotraído la razonable confrontación a peligrosas atmósferas que creíamos definitivamente superadas. Los que ante el fúnebre escenario electoral que se les había anunciado tomaron la decisión de iniciar una desbocada carrera nutrida de viejos rencores, medias verdades y acusaciones fraudulentas, han sido los directos responsables de la farsa hacia la que ha derivado una campaña en la que los problemas reales de los madrileños han sido arrinconados por discursos disolventes, imputaciones gratuitas, utilización malsana de las instituciones y ajusticiamientos sin previa deliberación.
Se ha discutido sobre los menas como si se tratara de una maldición bíblica, pero no sobre el impacto de la pandemia en los más jóvenes, tal y como ha reclamado con escaso éxito la Plataforma de Organizaciones de Infancia de Madrid; se ha manoseado con la habitual demagogia el asunto del precio de los alquileres sin dedicarle un solo minuto al insoportable problema en que para muchos vecinos se ha convertido la proliferación de pisos turísticos; se ha pretendido identificar el bienestar de los ciudadanos con la falsa elección entre democracia y un fascismo especulativo que solo representa al 10 por ciento de los potenciales electores, y por ahí seguido hasta terminar consolidando un nauseabundo ambiente de viejo frentismo y de trinchera en el que los extremos han campado a sus anchas como hacía mucho, mucho tiempo, que no lo habían hecho.
‘Protejamos a Madrid del comunismo’, dicen los de Abascal; ‘Frenemos al fascismo’, contestan los de Iglesias. Dos caras del juego trucado al que, desgraciadamente, decidió subirse en marcha el PSOE
Pablo Iglesias y Rocío Monasterio -no les estoy equiparando, solo constato hechos- han explosionado la campaña, la han vaciado de contenido para reorientar los focos de la atención pública hacia sus siglas, aun a costa de banalizar y radicalizar el debate. Nadie, ni los que les pusieron letra y música, recuerda hoy una sola de las 350 medidas del programa del PSOE, las 674 de Unidas Podemos o las 876 de Más Madrid; tampoco sobrevive el menor eco de las seis grandes áreas de acción que propone el PP, de los 10 ejes en los que basa su oferta Ciudadanos o del escueto y simplista PDF de una página con el que Vox despacha su propuesta. “Protejamos a Madrid del comunismo”, dicen los de Abascal; “Frenar al fascismo”, contestan los de Iglesias. Dos caras del mismo juego trucado de la polarización al que, desgraciadamente, decidió subirse en marcha el PSOE.
“No es sólo Madrid. Es la democracia”. No se lo cree ni Gabilondo. Mejor dicho: Gabilondo es el primero que no se ha creído un eslogan que le condenó a ejercer de actor secundario. Gabilondo, a pesar de su nada propicio perfil electoral, muy probablemente habría salido más que airoso de este trance de haber transitado la campaña por el terreno de las ideas, si los ineptos asesores de Moncloa no le hubieran obligado a pasar del “con este Pablo no” al “Pablo échame una mano que nos hundimos”, a tragar con esa insultante imbecilidad, que desacredita a quien la exhibe, de los 26 años con un gobierno “criminal” en Madrid. Y si hasta ayer el papel de comparsa adjudicado a Gabilondo causaba en no pocos votantes socialistas un sentimiento muy parecido a la decepción, hoy, después de que el ministro del Interior y la directora de la Guardia Civil arrastraran a las instituciones que representan por el barro de la confrontación partidista, y tras el patético intento de utilización de la figura de Felipe VI por parte de un Iglesias que no logra colocar sus mensajes, el sentimiento dominante en muchos cuadros del PSOE es lo más parecido a un afligido desengaño dolorosamente acrecentado cuando escuchan a su candidato decir que lo mismo da que da lo mismo que le voten a él, a Iglesias o a García.
Una realidad paralela, inquietante y oscura
Al aproximarse a la retórica y a la táctica de Unidas Podemos; al ofrecerle sorpresivamente la mano que antes le negó a Pablo Iglesias; al aceptar la utilización de las instituciones en una agresiva batalla en la que se han utilizado con grosero descaro balas, cuchillos y esquizofrenias en una pelea barriobajera que ofende la inteligencia de la ciudadanía, el catedrático de Metafísica ha devaluado hasta tal punto sus puntos fuertes, sus indudables virtudes, que lo que sería sorprendente el 4-M es que aguantara el empuje de Más Madrid, el partido que más eficazmente ha transmitido sus propuestas, sobre todo en un amplio sector de la juventud y en espacios antes reservados al votante socialista. ¿Cuántos militantes del PSOE -incluido algún que otro miembro de la Ejecutiva regional- van a votar a la formación de Íñigo Errejón? El martes próximo tendremos una idea bastante aproximada de la magnitud del trasvase.
Los problemas reales de los madrileños han sido arrinconados por discursos disolventes, imputaciones gratuitas, utilización malsana de las instituciones y ajusticiamientos sin previa deliberación
Hasta entonces, la mejor recomendación es bajar el volumen del ruido, hacer oídos sordos a las chulerías, extravagancias y disparates de los contenientes, y votar con espíritu de reconstrucción. Los expertos en demoscopia aseguran que hay unos 600.000 madrileños que aún no han decidido su voto. La duda es también indicio de reflexividad. Da igual de qué lado esté cada cual. Más a la derecha o más a la izquierda. Lo que Madrid necesita es olvidar cuanto antes esta áspera campaña, restablecer todas las constantes vitales de una sociedad abierta, tolerante, ajena a la crispación. Y para ello, la mejor receta es votar a la opción más moderada entre las que se duda. Entre Ayuso y Monasterio, Ayuso; entre Mónica García e Iglesias, Mónica García; entre Gabilondo e Iglesias, Gabilondo; entre Edmundo Bal y Marlaska (que no se presenta pero se lanzó al barro), Edmundo.
Esta ha sido una campaña electoral triste, debilitante, un ejercicio de construcción de una realidad paralela, inquietante y oscura que nada tiene que ver con las verdaderas preocupaciones de los votantes. En estas condiciones, lo normal sería que los madrileños les dieran la espalda a los políticos el próximo martes. Pero no será así; o no será así en todos los casos. Porque si algo ha quedado claro en estos días, es que lo que está en juego el 4 de mayo no es la implantación de una determinada matriz ideológica, sino la reparación de la sensatez y la defensa de un singular y exitoso modelo de convivencia incompatible con el frentismo y la crispación. Por eso, lo más probable es que el 4-M se produzca un récord de participación. Para votar moderación; para recuperar la cordura.
La postdata: Draghi alumbra el camino
No siempre Italia fue un país pragmático. Imaginativo sí, pero no pragmático. Con la elección de Mario Draghi como primer ministro y la formación de un gobierno apoyado por todos los partidos políticos, a excepción del ultraderechista Fratelli d’Italia, los italianos demuestran su inigualable instinto de supervivencia y recuperación. La Italia de Draghi está dando un ejemplo de adaptación al entorno, de creatividad. La pandemia le ha ofrecido la inesperada oportunidad de cambiar el rumbo, de convertir un buque de gran tonelaje, con alarmantes vías de agua, en una nave con mayor capacidad de maniobra.
Draghi ha presentado en el Parlamento un plan para la modernización del país que contará con 248.000 millones de euros y en cuya gestión, según sus palabras, Italia se juega su credibilidad y su reputación. Un plan que afronta un gobierno de unidad y que incluye el compromiso de abordar las reformas de fondo que hace 20 años reclama Europa: la agilización de la Justicia; una reforma tributaria que simplifique la maraña recaudatoria y rebaje la presión fiscal; el cambio integral de una Administración Pública mastodóntica e ineficiente; y la eliminación de barreras a la libre competencia acompañada de medidas que fortalezcan la independencia de las instituciones reguladoras.
Para llevar adelante este ambicioso plan, Draghi ha contado con los que a su juicio son los mejores gestores y, no está de más repetirlo, con el apoyo prácticamente unánime de la clase política. La empresa, modernizar Italia, es mayúscula; las posibilidades de que salga bien, con estos ingredientes, notables. ¿Podemos decir lo mismo en España?
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