La campaña electoral ha estado salpicada por las noticias acerca de la compra de votos, primero en Melilla y luego en otras partes. Las sospechas saltaron a la prensa cuando se supo que las solicitudes de voto por correo se habían disparado en la ciudad autónoma, triplicando en número al de anteriores elecciones. Según datos oficiales, 11707 melillenses habían solicitado el voto por correo, lo que representa más del 21% del censo, mientras que las cifras en el resto de España rondan el 3%. En Ceuta el porcentaje de voto por correo es ligeramente superior a la media nacional (3,58 %).
Después hemos sabido de los asaltos a los carteros así como de las investigaciones judiciales en curso, que se han saldado con varios detenidos. Todo apunta a la existencia de una trama bien organizada para comprar votos, con evidentes conexiones políticas. Según la prensa, los indicios señalarían al partido Coalición por Melilla, cuyo líder ya fue condenado en 2018, junto con el ex secretario general del PSOE local y otras quince personas, por organizar la compra de votos por correo en unas elecciones al Senado. Si en aquel caso se ofrecían puestos en los planes de empleo, ahora se habla de dinero en efectivo con pagos entre 50 y 200€.
‘Tráeme los votos, que yo te los compro todos’, se recoge en una grabación en manos de la policía. El modus operandi es relativamente sencillo y se aprovecha de una laguna llamativa de la ley electoral. Pues hay que identificarse personalmente para solicitar el voto, pero no en el momento de depositarlo con la documentación en la oficina de Correos, que es el punto del proceso donde sería más importante. Ha bastado que la Junta Electoral de Zona exija que se presente el DNI para que desaparecieran las colas de las oficinas de Correos. No se entiende bien que haya que presentarlo para depositar el voto presencialmente en la urna y no para entregarlo en la ventanilla de Correos.
Cuanto más grande sea el cuerpo de electores, más se diluye el peso de cada voto individual, que en circunscripciones de cierto tamaño es prácticamente cero
Aún había más sorpresas en la recta final de la campaña. Mientras seguíamos lo de Melilla, saltó la noticia de que la Guardia Civil había detenido a siete personas en Mojácar, entre ellas dos que forman parte de la lista del PSOE en el municipio almeriense, también por un presunto caso de compra de votos. La ristra de casos aislados se extendió después a Murcia o La Gomera. Con el revuelo hasta nos enteramos de que hay gente que pone a la venta su voto en plataformas como Wallapop, con precios que oscilan entre 20 y 300€, e incluso cifras más elevadas.
En realidad, la compraventa de un voto aislado no tiene mucho sentido, si medimos el valor de cada voto por la probabilidad de que influya decisivamente en el resultado electoral. Cuanto más grande sea el cuerpo de electores, más se diluye el peso de cada voto individual, que en circunscripciones de cierto tamaño es prácticamente cero. De ahí que los científicos sociales hablen desde hace décadas de la paradoja del votante racional: dado que su voto no afectará al resultado, a éste no le trae cuenta el coste mínimo de desplazarse al colegio electoral. Aún menos, por la misma lógica, comprar la papeleta de otro.
La salvedad obvia está en que se pueda amañar un buen puñado de votos en una circunscripción pequeña, donde unos pocos miles de votos, a veces cientos, sí pueden marcar la diferencia. No es casual que la cosa haya saltado en Melilla y en unas elecciones municipales. No por ello habría que menospreciar la importancia de la trama organizada (echen si no las cuentas en Melilla, calculando 20 o 50€ por varios miles de papeletas) ni la gravedad del asunto.
Es bien conocido que en la Atenas clásica se pagaba para que los ciudadanos, especialmente los más pobres, acudieran a la Asamblea. ¿Sería legítimo pagar a fin de incentivar la participación popular en las elecciones?
La práctica de comprar votos es seguramente tan vieja como las elecciones y está bien documentada por ejemplo en los primeros tiempos de la república norteamericana, donde los candidatos pugnaban por ver quién ofrecía mayores cantidades de whisky a los electores. El voto secreto, que no llegó hasta mucho más tarde, fue determinante para acabar con dichas prácticas, pues hacía imposible verificar si el vendedor cumplía su parte del trato, votando en el sentido indicado. La asimetría informativa del intercambio lo convertía en un mal negocio. De ahí la importancia de detalles aparentemente menores como el color uniforme de las papeletas o las cabinas en los colegios electorales.
No deja de ser curioso, además, que la introducción del voto secreto se correspondiera históricamente en muchos sitios con una disminución de la participación electoral. Lo que sugiere una cuestión interesante, al menos teóricamente: ¿se podría considerar como ‘compra de votos’ pagar a los abstencionistas para que voten, sin indicación de lo que deberían votar? Es bien conocido que en la Atenas clásica se pagaba para que los ciudadanos, especialmente los más pobres, acudieran a la Asamblea. ¿Sería legítimo pagar a fin de incentivar la participación popular en las elecciones?
Si ejercemos de abogado del diablo, se podría alegar que un intercambio voluntario, en ausencia de engaño o coacción, es ventajoso para las dos partes
Hay filósofos que han planteado este tipo de cuestiones con objeto de abrir la discusión sobre si es malo pagar por votar en cualquier circunstancia. Pero nos sirve también para deslindar el asunto que nos interesa, pues cuando hablamos de vender el sufragio nos referimos a una transacción donde, a cambio de dinero u otra recompensa, el elector vota según le indican o permite que otro lo haga por él. Entendido así, podríamos preguntarnos por qué está mal. La pregunta puede parecer ociosa (¡cómo no va a estar mal!) y se dirá que la ley lo castiga con penas de prisión. Pero nada de eso responde realmente a la cuestión sobre la que convendría reflexionar: por qué la ley debe prohibir esta clase de mercadeos. Si ejercemos de abogado del diablo, se podría alegar que un intercambio voluntario, en ausencia de engaño o coacción, es ventajoso para las dos partes. Pues el que vende no tiene interés en ejercer su derecho al voto y lo transfiere a otro que sí lo tiene, a cambio de un beneficio que aquel valora más, de modo que todos contentos.
Bueno, no tan deprisa. El problema está en que un intercambio de esta clase no sólo afecta a quienes toman parte en él, sino que tiene repercusiones sobre terceros, el resto de los ciudadanos. A poco que la cosa se generalice, todo el proceso político se verá adulterado, convirtiendo la selección de representantes en una subasta. Una razón obvia para oponerse tiene que ver con la igualdad, pues los votos se compran siempre en los sectores más pobres de la población, como sucede en todos los países donde es práctica habitual. La desigualdad económica se traduce así en desigualdad política, de modo que las preferencias de los más desfavorecidos no están suficientemente representadas ni se trasladan a la selección de candidatos.
Hay cosas que no queremos que se pongan en venta en el mercado, como los órganos humanos o el voto, pero la inalienabilidad de éste es aún más radical
Esto se entiende habitualmente como un argumento acerca de los efectos perversos que tendría la compraventa de votos si fuera permitida. Estos son evidentes si pensamos que ésta no se da aisladamente, sino que forma parte de redes y políticas clientelares. Pero hay una razón de principio que me gustaría recalcar, pues tiene que ver con el sentido del voto, que se perdería fatalmente si se convirtiera en algo que se vende y se compra. Pues hay cosas que no queremos que se pongan en venta en el mercado, como los órganos humanos o el voto, pero la inalienabilidad de éste es aún más radical que la de aquellos, puesto que no puede venderse pero tampoco cederse o donarse.
Si el sufragio es intransferible es porque refleja la igualdad fundamental de los ciudadanos como integrantes del cuerpo político: sean cuales sean las disparidades en riqueza o influencia, cada persona cuenta únicamente con un solo voto, el suyo, en el momento de la elección. Es un derecho individual que ejercemos colectivamente, en tanto que miembros de la comunidad política, por lo que no podemos hacer con él lo que nos venga en gana. Como derecho político no nos pertenece individualmente, sino que es parte esencial de nuestra condición de ciudadanos, de ahí que no podamos renunciar a él ni regalárselo a otros.
Pero también porque en nuestras intuiciones, no siempre claras, en torno al voto está anclada la convicción de que éste no es sólo un derecho, sino también una responsabilidad que nos incumbe como ciudadanos. Por eso podríamos hablar de un ‘derecho-responsabilidad’, algo que no encaja bien en el modo en que habitualmente entendemos los derechos, pues aquí el ejercicio del derecho sería indisociable de la responsabilidad y las obligaciones que conlleva, sin que podamos alegar aquel para deshacernos de éstas. Con las nuevas elecciones que tenemos encima, igual viene bien recordarlo.
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