Tanto le repugna al votante conservador la estomagante prepotencia de Pedro Sánchez que resulta una aventura suicida cualquier aproximación a su detestable territorio. Tenderle la mano al Gobierno para hilvanar un acuerdo o trenzar un pacto es ejercicio habitual en una democracia saneada. Hacerlo cuando el jefe del Ejecutivo se maneja con actitudes cesaristas, impropias de las coordenadas occidentales, supone sin embargo una ofensa a la prudencia. No solo abominan de Sánchez los simpatizantes del PP y de Vox. Ese rechazo es compartido por amplios sectores de Cs, ahora escépticos y desmotivados, e incluso por la vieja guardia socialista, antaño democrática, constitucional y hasta española y ahora silente y aborregada. Sánchez, que ejerce ya como el jefe del Gobierno más autócrata de Europa, empieza a ser visto como una extraña mezcla entre Nerón y Calígula en un peplum de pesadilla.
Y aquí aparece el problema para Pablo Casado, que acaba de dinamitar sus puentes fraternos con Vox y de orientar sus pasos hacia la centralidad moderada, esa estéril utopía con música de John Lennon y fondo de sitar, lejos de tentaciones derechistas y ramalazos fachas. Casado, cuyo discurso fue aplaudido fervorosamente por los medios y los voceros de la izquierda, y también por Javier Maroto, ha de concretar que su arriesgada apuesta no era un trampantojo, un gestito teatral. "Ahora tiene que demostrar que el PP es un partido de Estado, tiene que abjurar de sus pactos con la extrema derecha en Madrid y Andalucía y tiene que arrimar el hombro", le instan las cacatúas del PSOE y del Gobierno, como brujillas ansiosas de sepultarle para los restos.
Acercarse a Sánchez, quintaesencia del espanto, para negociar aunque sea el número de árboles que han de plantarse en la Castellana, es operación de alto riesgo para quien lidera una formación conservadora
Casado se adentra en un periodo proceloso. Deberá abrir negociaciones con el Gobierno para asuntos tan ríspidos como la renovación de la cúspide judicial, el pacto de Toledo, los presupuestos y hasta el estado de alarma de seis meses y un día, asunto ya de urgencia puesto que se vota este jueves en el Congreso sin la presencia de Su Persona, que tiene lío y no está para patrañas. Acercarse a Sánchez para negociar aunque sea el número de árboles que han de plantarse en la Castellana, es operación de alto riesgo, una temeridad para quien lidera una formación conservadora. Las encuestas lo dicen bien claro. Sánchez, para esa gran parroquia electoral, es la encarnación de los siete males, la quintaesencia de la perfidia. Ni a heredar.
Malo negociar con él. Peor, alcanzar algún acuerdo. Por ejemplo, el de la Justicia que se encuentra depositado en cajón, ultimado y sin borrones, con su lacito rosa a la espera tan sólo de colocar un par de nombres en la lista. Aunque sea de tapadillo, bajo cuerda, con sordina, un pacto de ese calibre (o del que sea) puede resultar sumamente incómodo de explicar para ese 'nuevo PP' recién salido de la moción con ansias de reagrupar a la derecha.
Basta con escuchar la epístola marxista-peronista de su socio Iglesias en la presentación de los Presupuestos este martes en La Moncloa para concluir que ningún acuerdo democrático es posible
No son tiempos para los Chaves Nogales del equilibrado centrismo, de la 'tercera España', esos neocatecúmenos lacrimosos del 98. Sería maravilloso que así fuera, que todo se desarrollara en el ámbito democrático y racional de estas cuatro décadas. Con Sánchez no es posible ni la honestidad ni la decencia. Basta con escuchar la epístola marxista-peronista de su socio Iglesias, todo odio y rencor, en la presentación de los Presupuestos este martes en La Moncloa. Resultaba difícil de asumir tan inquietante escena en semejante escenario. El monstruo de Frankenstein diseñando las cuentas públicas, manoseando el dinero de todos, dirigiendo gozosamente la nación.
Con 'eso' ha de negociar Casado, bajo el riesgo de que, de no hacerlo, Iván Redondo le empaquete de nuevo en el apestoso fardo de la extrema derecha. Y ese es el momento que esperan en Vox para devolverle con creces el guantazo.
Seis meses de prórroga
Ese giro centrista ha supuesto un cimbronazo en la médula espinal del PP. No todos los barones comparten la estrategia, quizás necesaria pero arriesgada. Díaz Ayuso, por ejemplo, no está ahora para enredarse con bofetadas a Vox. Es Sánchez su enemigo. La presidenta madrileña fue la primera en plantarle cara en un combate feroz y desigual. Tanto arrojo demostró en la contienda, tanta razón le dieron los tribunales, que Sánchez, encabalgado en la ira, no titubeó en ordenar una alarma ad hoc tan sólo para cercenar Madrid. Había que asfixiarla, estrujarla hasta que echara el bofe, hasta que pidiera árnica, hasta la rendición. No lo logró. Madrid resistió, y resiste, en su soledad numantina.
Mientras otros barones del PP agradecen sumisos los seis meses del cerrojazo del presidente y sus simones, Ayuso no ha arriado la bandera en defensa de las libertades, el sostenimiento de la agónica economía, la zarandeada seguridad jurídica y la propia supervivencia de la comunidad. "Esta alarma es un fracaso del Gobierno, se podía haber evitado", denuncia Ayuso, luego de haber desmostado que sabe lo que se hace. Su plan de restricciones de movilidad por barrios y distritos, boicoteado por el infame Illa, ha confirmado una indiscutible eficacia.
Hablando de gaitas. Núñez Feijóo se ha sumado inopinadamente a esta posición. El abanderado de la templanza y la mesura, que también presentó hace semanas un plan propio no ha tenido empacho en lanzar un grito de rebeldía contra los abusos de Moncloa: "Seis meses de alarma es un estado de excepción con toque de queda, un atropello que tendrá un efecto demoledor sobre la economía y la imagen de España". Algún alto mando de Génova los mira ahora con recelo. Como si fueran de Vox.