Vox es el partido más singular que ha surgido en España en el último lustro. A diferencia de los otros dos partidos nuevos -Cs y Podemos-, los dirigentes voxistas no tienen una estrategia de poder; es decir, no saben qué hacer con los votos, ni con los escaños, ni cómo relacionarse con las instituciones y el resto de partidos. Tampoco tienen una única política de comunicación, ni un discurso sólido una vez pasadas las elecciones, y carecen de cuadros. Más aún: no existe la coherencia que debería adornar a un partido pequeño.
La fuerza de un grupúsculo político, el PNV, por ejemplo, es la asunción de un papel siempre atado a sus principios, cosa que no se encuentra en Vox. Los nacionalistas vascos hacen siempre lo que se espera de ellos: cualquier cosa, ya sea con socialistas, populares o bilduetarras, con tal de figurar como los máximos defensores de la patria vasca. Buscar otra cosa en el PNV, como el sacrificio al que empuja en no pocas ocasiones el sentido de Estado, es absurdo.
Ciudadanos, el partido más incoherente de la vida política española, capaz de decir que aplicar el 155 era “matar moscas a cañonazos” y luego atribuirse la paternidad de su aplicación, sí ha tenido una estrategia de poder. Fue sencillo: funcionar desde 2015 como un grupo de presión dentro de las instituciones para influir, pero dejando siempre a salvo su imagen virtuosa. Para eso, claro, era necesario no tener responsabilidades, ser un “ni-ni” de la política; esto es, ni gobierno verdadero ni hacer oposición auténtica, apuntarse los éxitos y denunciar los fallos.
Los dirigentes ‘voxistas’ no tienen una estrategia de poder; es decir, no saben qué hacer con los votos, ni con los escaños, ni cómo relacionarse con las instituciones y el resto de partidos
Pero Cs compensaba esto con una buena política de comunicación. Vox, en cambio, ha limitado este instrumento imprescindible a las redes sociales, hoy reducida a robots acosadores y feligreses enfurruñados -este miércoles la cuenta oficial de Vox ha llamado en Twitter “acojonado” y “sinvergüenza” a Rivera-. La comunicación no es figurar, sino cómo se figura, cuándo, dónde y para qué. Es un conjunto que Ciudadanos domina, Podemos lo controlaba -ya no-, y Vox todavía no lo ha entendido porque no es capaz de trasladar a la gente ni a sus votantes qué están haciendo.
Recuerdo cuando apareció Podemos. Asombró a todos la capacidad que tuvo para marcar la vida política con su imagen y lenguaje. Deslumbró al PSOE. Los socialistas querían ser como aquella gente que aparentaba conocimiento y frescura. Libros, artículos, tertulias y congresos académicos nos rodeaban para explicar “el fenómeno”. Los podemitas daban la impresión de que iban a tomar el cielo al asalto. Era 2015. Cuatro años después el sóviet hinchable se ha desinflado y el “partido de la gente” es una escombrera.
Vox no ha deslumbrado por nada al PP. Los multitudinarios mítines que asustaron a muchos no se tradujeron en los 80 o 90 diputados que aventuraban. Sus dirigentes no dieron la sensación, como los podemitas, de ser jóvenes idealistas, intelectuales, o modelos a seguir, como presentó cierta prensa a los de Podemos. Fue todo lo contrario, pero no solo porque se encontró a muchos medios en contra, sino porque los voxistas buscaron ese enfrentamiento. Pensaron imitar a Trump, atacar a “los periodistas del establishment” para granjearse a los “buenos españoles”, pero no tienen el talento del equipo trumpista ni nuestro país es Estados Unidos.
Vox arrancó con el discurso del miedo, diciendo que aparecían en la arena política frente a las “amenazas” a España: el separatismo, la ideología de género y la inmigración ilegal, especialmente la islámica. También los podemitas decían que su movimiento era imprescindible para salvar al pueblo de las amenazas del capitalismo y la democracia liberal, y apelaban al miedo. Iglesias decía entonces: “El miedo va a cambiar de bando”, y Abascal insistió en las dos últimas campañas con algo parecido, aunque sacado de Blas Piñar: “Sin miedo a nada ni a nadie”.
El argumento de que no quieren defraudar a sus votantes es pobre, porque sus electores, los que queden, prefieren ayuntamientos y comunidades de centro-derecha
A estas alturas a nadie se le escapa que el furor que causó Vox no existe. Entre el 28-A y el 26-M perdieron la mitad de su electorado, incluso en las elecciones europeas, donde no hace falta una estructura territorial. La sensación que están dando entre el electorado del centro-derecha es de que impiden la formación de gobiernos del PP con Cs por orgullo mal entendido y cargos. No se puede hacer peor. Lo ocurrido en Murcia, donde Vox ha votado con el PSOE y Podemos no se olvidará fácilmente.
El principio que alumbró a Vox fue poner freno a los gobiernos izquierdistas, pero no ha sabido presentar su juego de presión a los otros partidos como algo bueno o coherente, sino todo lo contrario. El argumento de que no quieren defraudar a sus votantes es pobre, porque sus electores, los que queden, prefieren ayuntamientos y comunidades de centro-derecha, donde el día a día se negocia. Incluso la lucha por consejerías resulta vana cuando la mayoría parlamentaria es dependiente. Esa es la manera de que un partido pequeño defienda principios: con la influencia y la presión al poder constituido. Y si no recuerden el error de Iglesias en 2016 al impedir el gobierno Sánchez.
En estas ocasiones recuerdo a Nicolás Salmerón, altivo y mendaz, horas antes de que el general Pavía disolviera las Cortes en la madrugada del 3 de enero de 1874. Castelar, presidente del Poder Ejecutivo, pidió a Salmerón su voto para sostener el Gobierno amenazado por todos lados, a lo que aquel krausista sobrevalorado se negó espetando: “Sálvense los principios, perezca la República”. Luego, cuando “pereció”, los diputados salieron a hurtadillas del Palacio sin que soldado alguno les molestara, rumbo a sus casas, a llorar abrazados a sus principios.
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