Voy a contar una historia: la del hombre que logró esquivar el llamado “problema del poder del rey”. La cuenta Hugh Heclo en su libro 'Pensar institucionalmente' (Paidós, 2010) y estos días la actualidad la ha traído a mi memoria. El hombre en cuestión era George Washington, el primer presidente de los Estados Unidos.
En abril de 1775 comienzan las primeras escaramuzas con los británicos de la Guerra de la Independencia americana. En mayo, George Washington recibe durante el Segundo Congreso Continental el nombramiento de comandante en jefe del ejército de las 13 colonias y el encargo de tomar Boston. Había otro candidato, Hancock, pero la experiencia de Washington como militar -de hecho acudió al Congreso vestido de uniforme- inclinó la decisión. Durante todo el tiempo que duró la campaña planeó sobre los representantes el temor de que, tras la victoria, Washington se alzara como caudillo. Sus miedos no eran irracionales: contaba con el control del ejército y había ganado un considerable prestigio popular. Los actos de George Washington durante la guerra y también después -cuando finalizó su segundo mandato como presidente de los Estados Unidos rechazó volver a presentarse, creando el precedente- demostraron cuánto se equivocaron al pensar así.
Jamás chantajeó -amenazando con su dimisión, para reforzar su posición- ni recomendó a ninguno de sus oficiales para dirigir los departamentos relacionados con la guerra en curso
Heclo describe el comportamiento de George Washington como el de alguien que pensaba en “clave institucional antes incluso de que esas instituciones políticas existieran formalmente”. Cuenta que durante todas las crisis de la guerra, con fondos y suministros que le llegaban tarde y con cuentagotas y un ejército formado en parte por oficiales que le habían sido impuestos por el Congreso, Washington siempre se preocupó de remitir sus decisiones a la autoridad civil. Jamás chantajeó -amenazando con su dimisión, para reforzar su posición- ni recomendó a ninguno de sus oficiales para dirigir los departamentos relacionados con la guerra en curso. Se mantuvo alejado de los conciliábulos partidistas y del “dudoso patriotismo egoísta de los políticos de los diversos estados”.
Dicen que George Washington, el primer presidente, es para muchos americanos el mejor de todos por la sencilla razón de que hubo un segundo.
Washington, indica Heclo, sentía el deber de actuar de modo que la causa que defendía pudiera sostenerse por sí misma, “en el largo plazo, sin que se subvirtieran sus valores”.
Podríamos creer que esa forma de estar en el mundo es propia de personas excepcionales. No es así.
Mantener las instituciones
Si a usted le preocupa la separación y limitación del poder o considera tramposo, y no “astuto”, al gobernante que logra su objetivo violando los procedimientos debidos, usted piensa institucionalmente. También lo hace si le preocupa el cambio climático y cree que debemos tomar medidas para minimizar unos efectos que probablemente no sufrirá usted pero sí las generaciones venideras.
El pensamiento institucional requiere verse a uno mismo como “receptor y legatario a un tiempo”. En palabras de otro de los padres fundadores, Madison, “lo único que parece indispensable a la hora de pasar cuentas entre los muertos y los vivos es comprobar que las deudas traspasadas a estos últimos no superen los progresos efectuados por los primeros”. Se trata de no traicionar la confianza intergeneracional y “limitarnos en el presente” porque los frutos de aquello sobre lo que seguimos construyendo pertenecen tanto a los que nos precedieron como a los que vendrán después. También, de ser consciente de ser un momento en una empresa que se “proyecta desde el pasado y hacia el futuro”. Hoy lo designamos con la palabra “sostenibilidad”, los aficionados al Derecho lo llaman usufructo.
Esa es la verdadera razón para mantener nuestras instituciones -en este sentido el planeta que compartimos es la mayor de todas- habitadas.
He dicho más arriba que estos días la historia narrada por Heclo me había venido a la memoria. Se han dado algunos argumentos que explican que la propuesta de ley para reformar el CGPJ es una medida peligrosa y dañina -también justificaciones, infantiles y absurdas, que no creo que merezcan siquiera ser rebatidas- que me han hecho pensar, como dice un buen amigo, que los españoles somos una de esas sociedades para las que “la democracia y la ciencia son productos importados”. No terminamos de creérnoslos.
Premios y reproches
Me gustaría detenerme en dos de esos argumentos.
El primero, bienintencionado, es el temor al castigo: dañar de ese modo la independencia judicial deja en el aire los fondos europeos que necesitamos para sobrevivir a la pandemia. Si ese argumento nos convence, sería bueno que recordásemos que depende de que exista un tercero que vigile nuestro comportamiento y evite que nos causemos un daño incalculable. Es el tipo de argumento que necesita el humano que carece de criterio y demanda premios o reproches para identificar si una conducta concreta resulta beneficiosa o perjudicial.
El segundo me parece deleznable. Es aquel que advierte que la cooptación de esta institución por unos partidos políticos concretos -los “nuestros”- es peligrosa ya que puede volverse en “nuestra” contra cuando gobiernen los “otros”. Es intelectualmente débil, porque la historia ha enseñado que una vez que este tipo de decisiones se multiplican, los “otros” no suelen volver a gobernar en el medio plazo. Son líneas difíciles de cruzar pero solo la primera vez, a partir de ahí el campo está más despejado. Es también preocupante porque concibe la democracia como un campo de batalla donde hay un “nosotros” de medios dudosos pero nobles fines y un “ellos” de los que nada bueno se puede esperar. Y es, por último, un reconocimiento explícito de que se estaría dispuesto a hacer a otros aquello que odiaríamos que nos hicieran a nosotros. El único fallo, ojo, es que es posible que nos la devuelvan.
Por todo eso, si usted necesita algún argumento para adoptar una posición frente a este tipo de medidas, el único que me atrevo a recomendarle es el que guio a Washington: piense si con esta acción la causa que se dice defender puede sostenerse por sí misma, en el largo plazo y sin que se subviertan sus valores, o no.
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