Un jugador de La Liga no pudo viajar el viernes con su equipo para disputar el partido de la jornada por las amenazas de los ultras del equipo rival. El jugador es Shon Weissman. El equipo rival es Osasuna, y los ultras se hacen llamar Indar Gorri.
Weissman tuvo que quedarse fuera de la convocatoria por “recomendaciones externas de seguridad”. Para no aumentar la tensión por el conflicto que se vive en la región, decían con naturalidad el viernes en alguna emisora de radio. O sea, hay amenazas de una parte de la afición local contra un jugador y la recomendación es que ese jugador no aparezca por allí. Que sí, que podrían haber montado un dispositivo policial a la altura de las circunstancias, o podrían desarticular a los ultras, pero qué pereza. Weissman además es judío. Y es israelí. Habrán pensado que están acostumbrados a estas cosas.
Días antes había publicado en redes sociales un mensaje nada conciliador con Hamás. Weissman vio, como todo el mundo, lo que el grupo terrorista que gobierna Gaza perpetró el 7 de octubre. Y expresó su deseo de que Hamás fuera aniquilada. Si Weissman hubiera sido un miembro del Gobierno, un periodista crítico o un miembro de la alta cultura, seguramente habría sido más comprensivo con los terroristas. Habría alabado la “lucha del pueblo palestino”, habría pedido un cese inmediato de las hostilidades -¿Rehenes? ¿Qué rehenes?- y habría ignorado la matanza y el escarnio que una gran parte de Palestina, del mundo árabe y de la izquierda combativa internacional ha seguido celebrando desde entonces. Pero Weissman es un futbolista. Y es judío. Y es israelí. A Weissman le gustaría que quienes odian a los judíos y piden exterminarlos no recibieran dinero y apoyo del Gobierno, de los periodistas críticos y de la alta cultura, pero sabe lo que hay. A Weissman le gustaría que los terroristas fueran castigados y que no pudieran repetir lo que hicieron el 7 de octubre. Pero esa es una actitud poco democrática, poco humanista y muy alejada de la sensibilidad política de nuestra época.
Weissman no viajó a Pamplona con su equipo, el Granada, por las presiones de los ultras y el mundo del fútbol, tan concienciado y enfático con otros temas, ha despachado el asunto con absoluta indiferencia. Según recoge la prensa, a pesar de la ausencia del jugador, el viernes se escucharon en Pamplona los cánticos previsibles: apoyo a la “causa palestina” y “Weissman, muérete”.
Lo normal es que los proetarras apoyen a terroristas de otras regiones y deseen la muerte de israelíes y judíos, igual que desean la muerte de españoles y fachas. Es además un asunto que va más allá del fútbol
El historial reciente de Indar Gorri refleja claramente lo que son. Hay campañas para mostrar odio contra jugadores señalados. Hay campañas de apoyo a los presos de ETA y a la amnistía. Hay una campaña en la que llaman “tanto a individuos como a agentes políticos a hacer frente a este tipo de agresiones, ya que esta nueva provocación sólo podrá ser abordada de forma organizada por el proletariado”; la provocación es la presencia de la selección española en el campo de Osasuna, e ilustran la campaña con la patada que Nigel de Jong propinó a Xabi Alonso en la final del Mundial de Sudáfrica. Y hay también una campaña de promoción del libro de Daniel Pastor, asesino de ETA.
Las declaraciones del jugador israelí no son el elemento clave. El elemento clave es que se trata de un jugador israelí y se trata de unos ultras proetarras. Lo normal es que los proetarras apoyen a terroristas de otras regiones y deseen la muerte de israelíes y judíos, igual que desean la muerte de españoles y fachas. Es además un asunto que va más allá del fútbol y de sus ecosistemas particulares del odio. El sábado en Barcelona, una concentración promovida por la CUP y por organizaciones propalestinas ocuparon durante una hora un hotel propiedad de “un magnate israelí”, retiraron todas las banderas y las sustituyeron por banderas palestinas; podrían haber señalado los cristales con la estrella de David, pero a nadie se le ocurrió llevar pintura. En Londres o en París se ha recomendado que los niños judíos vayan a las escuelas ocultando los símbolos que podrían convertirlos en dianas; también allí están preocupados por el aumento de la tensión social. Y en 2015 hubo un caso que mostró el alcance real de esta judeofobia transversal y normalizada. Un músico judío -americano, ni siquiera israelí- iba a actuar en el Rototom Sunsplash, un festival veraniego de reggae en Benicasim. Los representantes valencianos del movimiento antiisraelí BDS iniciaron una campaña contra el artista judío. Durante varios días presionaron mediante el boicot para que los organizadores cancelasen el concierto de Matisyahu, hasta que finalmente lograron lo que buscaban: Benicasim judenfrei. El hecho que muestra hasta qué punto está normalizada la judeofobia no es ni siquiera la cancelación, sino las explicaciones que dio el director del festival. El pobre hombre declaró que se había visto situado entre “dos extremismos”. Por una parte, “una asociación que no atiende a razones”; por la otra, “un artista que no quiso responder a una simple y legítima pregunta”.
La pregunta que le hicieron -sólo a él, al judío- era si estaba en contra de las guerras y a favor de la existencia de un Estado palestino. Los demás artistas podían actuar con total normalidad. El judío no. El judío tenía que pasar su particular litmus test.
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