Decía Platón (un griego al que estudiaba mucho mi señorito Claudio, tío y sucesor de mi señorito Cayo Calígula) que cuando es la multitud la que ejerce la autoridad, es más cruel aún que los tiranos.
Es verdad eso. Lo vemos todos los días y lo seguiremos viendo, porque volvemos a vivir una época de turbas. Al cineasta Woody Allen se le acaba de echar encima una inmensa multitud. Le acusan de haber abusado sexualmente, hace casi veintisiete años, de su hija adoptiva, Dylan, que entonces tenía siete. La niña, que ya no lo es en absoluto, lleva más de un cuarto de siglo repitiendo lo mismo: que Woody la forzó en aquel ático solitario mientras le decía que jugase con el tren eléctrico y que la iba a llevar a París.
Nadie más estaba allí. Nadie sabe lo que pasó. Woody lleva todos estos años repitiendo que es mentira; que la madre de la niña, la actriz Mia Farrow, que guarda en las profundidades de su corazón un odio inconcebible hacia Woody desde que él rompió el matrimonio, convenció a Dylan de que su padrastro había abusado de ella. Y la nena se lo creyó. Eso es perfectamente posible: tenía siete años y a esa edad uno cree lo que le dicen papá o mamá, incluido lo de los reyes magos. Se lo ha creído desde entonces. Y ahora mismo, cuando lo repite y lo repite y lo repite entre océanos de lágrimas, se lo sigue creyendo, dice Woody.
Woody es un abusador y un depravado. Lo gritan las turbas, autoerigidas en jueces
La justicia jamás condenó al cineasta. Numerosos psiquiatras de irreprochable prestigio dijeron que a la niña le había lavado el cerebro su madre y que la historia era inventada. Otros opinaron lo contrario. El hermano de Dylan, Moses, dice que la chica está mal de la cabeza, lo mismo que su madre, y que todo lo que dice es mentira. El tercero de los hermanos, Ronan, sí apoya a Dylan.
No hay manera de saber quién dice la verdad, pero fíjense en una cosa: aquello pasó hace casi veintisiete años. Para que este asunto resucite ahora de entre los muertos ha hecho falta que en EE UU se desate, por fin, la guerra de liberación contra los sátrapas del cine, los poderosos productores, directores, actores y guionistas que sí acosaban sexualmente (está probado y documentado) a actrices y actores, a cambio de trabajo. Harvey Weinstein es el más conocido.
Cada vez que estalla una revolución, sea del tipo que sea, la multitud se enardece. Eso es peligroso pero inevitable. Y ha sido precisamente ahora, cuando tanta gente se atreve a señalar –repito: por fin– a los miserables, y la indignación corre como un río por las calles de Hollywood, cuando Dylan Farrow se ha puesto a repetir su historia. Y a llorar desesperadamente.
¿Dónde estuvo usted, doña Susan Sarandon, que ahora tanto maldice, durante este último cuarto de siglo?
Es lista la chica. Ha aprovechado el vendaval y ha conseguido lo que quería: están despedazando a Woody Allen. Muchas actrices reniegan de haber trabajado con él. Otras dicen que darán dinero para apoyar a Dylan. Las señoras que pasan por la calle Milicias Nacionales de Oviedo, donde hay una estatua de Woody (premio Príncipe de Asturias en 2002), dicen ante la cámara, airadísimas, que habría que quitarla. Varias organizaciones feministas están de acuerdo porque tienen claro que Woody es “un abusador y un depravado”.
Ah, ¿sí? Y eso ¿quién lo dice? ¿Quién lo demuestra? ¿La justicia? No, la justicia no lo ha hecho, más bien al revés. Son las turbas. Es la muchedumbre. Es el furor público, que no se para a distinguir jamás entre culpables e inocentes. ¿Dónde estuvo usted, doña Susan Sarandon, que ahora tanto maldice, durante este último cuarto de siglo? ¿Cómo es que no ha dicho ni pío sobre la depravación de Woody durante todos estos años, doña Rebeca Hall? ¿Se acaba usted de enterar del asunto, doña Greta Gerwig? ¿Por qué no dieron su dinero antes para la nobilísima causa de esta chica que no deja de llorar? Señoras de Oviedo, ¿por qué lo condenan? ¿Porque lo dicen todos? ¿Porque lo repite todo el mundo? ¿Es eso?
A la multitud enfebrecida no hay que preguntarle nada. Nunca. Es la ley la que manda
Poncio Pilato, un amigo no demasiado listo de mi señorito Tiberio, tuvo la ocurrencia de preguntar a la multitud qué querían que hiciese con Jesús. Buena la hizo. Los mismos que unos días antes le vitoreaban, vocearon que lo mandasen a la cruz. Lógico. A la multitud enfebrecida no hay que preguntarle nada. Nunca. Es la ley la que manda. Solo la ley dice quién es culpable y quién no. Son los jueces, que para eso están. La multitud se mueve siempre por miedo: por miedo a callar, a ser señalado como tibio por los otros que chillan. Ahora todos gritan: “Yo te creo, Dylan”. Perdonen, pero eso ¿qué más da? No tiene la menor importancia lo que crean ustedes. Ninguna. Lo que cuenta es lo que dice la Justicia. O eso, o nos cargamos la democracia y volvemos al circo romano. Que era un latazo, por cierto.
Yo no sé si Woody Allen es culpable o inocente. Y ustedes tampoco lo saben. Pero eso es lo de menos: más le vale ser culpable de verdad porque, a efectos públicos, ya lo es, y lo será siempre. Su imagen y su nombre han sido destruidos por las turbas. Si se llegase a demostrar que es inocente, nadie le pedirá perdón y no faltará quien murmure que a alguien había que sacrificar para que triunfase una buena causa, que es el argumento de todos los canallas. En un mundo en el que internet impide el olvido, la condena a Woody de la muchedumbre es mucho más feroz que la que pudiera imponerle la ley. Es una cadena perpetua. Pero qué importa eso. Es un abusador y un depravado. Lo gritan las turbas, autoerigidas en jueces. Y cuidado con disentir o con callar, que la emprenderán contigo.
Y luego el caballo soy yo...
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