ras una década de gobierno de Xi Jinping los elementos que conforman sus ideas sobre lo que deber ser China están en su sitio. Hace algo más de cuarenta años, Deng Xiaoping, un superviviente del maoísmo, decidió poner fin a la China de Mao Zedong, pero no a la República Popular China que el propio Mao había fundado en 1949. La idea era mantener el sistema político, pero transformar el sistema económico para hacer viable el primero. No quedaba otra elección. Después de treinta años de revolución, China no había mejorado, al contrario, a pesar de ser el país más poblado del mundo, era un enano económico y nadie se lo tomaba en serio.
De esas reformas surgió la China actual, la que asombró al mundo durante los treinta años que van de principios de la década de los noventa hasta la irrupción de la pandemia. Las reformas eran fundamentalmente económicas, pero Deng Xiaoping no dejó la política al margen. Sin cambiar las esencias revolucionarias que otorgaban al Partido Comunista chino un papel central en el Gobierno del país, introdujo un sistema de liderazgo colectivo para protegerse de la tiranía de un solo hombre. Los excesos de Mao Zedong no podían volver a repetirse por lo que, para mantener el sistema, lo mejor era entregar el poder al partido, que se encargaría de ir nombrando presidentes y secretarios generales de forma periódica.
Fue entonces cuando se separó, al menos sobre el papel, el partido del Estado, y se consagró un turnismo estricto que terminaría materializándose en límites constitucionales para los mandatos presidenciales. Deng Xiaoping murió en 1997 dejando el nuevo comunismo chino encarrilado. Para entonces la economía del país crecía ya a un ritmo vertiginoso y al poder empezaron a ascender líderes más jóvenes como Jiang Zemin o Hu Hintao que no habían hecho la revolución. Cada uno de ellos gobernó diez años exactos. El primero de 1993 a 2003 y el segundo de 2003 a 2013. Este último año se produjo un nuevo relevo generacional con la llegada de Xi Jinping, nacido en 1953, poco después del triunfo de la revolución tras la guerra civil.
A partir de su tercer año de Gobierno los especialistas observaron que no era como los anteriores, que tenía una vocación de quedarse mucho más tiempo y, sobre todo, que traía bajo el brazo un proyecto muy ambicioso
Xi Jinping era el rostro de la nueva China, un país que prosperaba a gran velocidad y que había adoptado profundas reformas que le habían llevado a convertirse en la segunda economía del mundo. Esa fue la China que se encontró Xi Jinping y la que está transformando en otra cosa. No tanto desde el punto de vista económico (la economía china sigue abierta al mundo) como político. Al poco de llegar se vio que Xi Jinping no quería controles internos ni nada parecido a un liderazgo entre varios. Tampoco era partidario de mantener separados el partido y el Estado. Al principio no lo hizo ver de forma explícita. Los tiempos en la política china son especialmente lentos. Luego, a partir de su tercer año de Gobierno los especialistas observaron que no era como los anteriores, que tenía una vocación de quedarse mucho más tiempo y, sobre todo, que traía bajo el brazo un proyecto muy ambicioso de convertir al país en la primera potencia mundial.
Todos esos cambios que poco a poco iba implementando se vieron a las claras a partir de 2017 cuando el XIX Congreso del partido le confirmó para un segundo mandato. La centralización del poder en Xi Jinping y sus más leales era ya un hecho que fue a más durante los siguientes años. Centralizar ha sido, de hecho, la palabra de moda en China durante todo este tiempo. La separación entre el partido y el Estado preconizada por Den Xiaoping imponía que casi todo estuviese duplicado. El partido y el Gobierno tenían burocracias paralelas para lo mismo que, si bien no chocaban abiertamente, si eran una incomodidad para el líder máximo. Con el poder centralizado en una sola persona con su propio aparato todo se hace más sencillo y se evitan problemas internos como, por ejemplo, que los barones del partido, especialmente los provinciales, sobrepasen sus competencias actuando por su cuenta.
Insuflar ese nuevo espíritu al sistema requería poder absoluto, incontestable, algo que ya se presume en el secretario general, pero, sobre todo, permanente. Para Xi Jinping era un incordio que la Constitución de 1983 fijase un máximo de dos mandatos de cinco años. Eso significaba que sus rivales no tenían más que sentarse a esperar, o que los más ambiciosos de su propio equipo fuesen preparando la sucesión como él mismo había hecho con Hu Hintao entre 2008 y 2013. Ese límite de mandatos fue el que eliminó en 2018. Desde ese momento Xi Jinping puede ser elegido secretario general del partido y presidente de la república de forma indefinida, al menos mientras la salud le acompañe.
Para su tercer mandato nadie le hace sombra, ni siquiera los cercanos a su antecesor, a quien purgó en directo durante la celebración del último congreso de partido
Su intención es devolver todo el poder posible al partido, que es de quien se fía. Xi Jinping no deja de ser un hombre de partido por encima de cualquier otra consideración. Se afilió siendo muy joven tras varios intentos y al partido ha servido durante prácticamente toda su vida. Accedió al Comité Central hace 20 años y fue enviado a Shanghái como secretario provincial. Fue allí donde cimentó su imagen de líder incorruptible, de ahí pasó a la sentarse a la derecha de Hu Hintao. El resto vino solo. Cuatro años más tarde fue nombrado secretario general y vicepresidente, todo a la vez.
Pero Xi Jinping no mostró todas sus cartas de un golpe. Es un tipo paciente que conoce bien cómo funciona la política china ya que durante años recorrió el país ocupando puestos de responsabilidad en las delegaciones del partido en varias provincias. Una vez en el poder empezó a rodearse de gente afín, pero al principio manteniendo cierto equilibrio con otras facciones para no levantar sospechas. En los últimos años prescindió de esos equilibrios porque ya no los necesitaba. Para su tercer mandato nadie le hace sombra, ni siquiera los cercanos a su antecesor, a quien purgó en directo durante la celebración del último congreso de partido.
En cierta medida está regresando al estilo de Mao Zedong, para quien el partido era el centro de todo. Esto tendrá consecuencias ya que la lealtad personal primará sobre la competencia profesional, es decir, se impondrá lo ideológico sobre lo práctico. El planteamiento de Deng Xiaoping era el opuesto. A él se atribuye una las frases que caracterizaron los años de las reformas y la expansión de la economía china: “no importa que el gato sea blanco o negro, siempre y cuando cace ratones”. A Xi Jinping si le preocupa que el gato sea negro o blanco. Que cace ratones es secundario.
Lo que no quiere es renunciar al capitalismo, pero entendido a la manera china que, a juicio de Xi Jinping, es superior a cómo se practica en Occidente
Eso tiene una traducción inmediata en el plano internacional. Durante más de tres décadas la relación de la China popular con Occidente ha sido inmejorable tanto en el plano político como, especialmente, en el económico. Esa sintonía llegó a su fin hace unos años coincidiendo con el Gobierno de Donald Trump y el segundo mandato de Xi Jinping. Su intención no es volver a aislarse como en la época de Mao, tampoco regresar a la planificación central, pero si desea que el partido intervenga de un modo más decisivo en la economía, puesta ahora al servicio de un ambicioso programa de expansión política y diplomática. Lo que no quiere es renunciar al capitalismo, pero entendido a la manera china que, a juicio de Xi Jinping, es superior a cómo se practica en Occidente. Quiere que el PIB chino siga creciendo más rápido que el de EEUU para demostrar así la superioridad del sistema de partido único sobre la democracia liberal. Ese crecimiento les permitirá reforzar su ejército y convencer al resto del mundo de que son la nueva potencia hegemónica.
Pero la economía china ya no es la que era, no crece al mismo ritmo que hace quince o veinte años. En la última década, la que se corresponde con la presidencia del Xi Jinping, el PIB ha crecido de promedio un 6,3%, la mitad de lo que creció en las dos décadas anteriores. A pesar de eso, cuenta con apoyo popular gracias a sus programas de asistencia social para los pobres y a sus campañas contra la corrupción. Muchos chinos creen que esa corrupción, una auténtica lacra dentro de un país en el que no existe nada parecido a la independencia judicial o la libertad de prensa, se debe a que las diferentes facciones del partido competían entre sí. Faltaba un hombre providencial, bienintencionado y con una autoridad incuestionable que pusiese orden erigiéndose en el representante del pueblo llano. Ese papel lo ha sabido representar muy bien alentando cierto culto a la personalidad adoptando títulos como “timonel” o “líder del pueblo” que ningún secretario general empleaba desde Mao Zedong.
Con un Xi Jinping todopoderoso, dueño absoluto del partido y del Estado, el riesgo es que China retroceda a otros tiempos no precisamente felices para los chinos. También supone una amenaza para el orden internacional y, más concretamente, para Estados Unidos, a quienes se les presenta el primer desafío geopolítico serio desde la implosión de la Unión Soviética hace más de treinta años. No atraviesa Occidente su mejor momento, pero no podrá hacer oídos sordos porque ahora están llamando a su puerta.
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