Estamos muy preocupados por el terrible calor y por su consecuencia inevitable, el fuego que devasta el país con una fiereza desconocida en años. Pero, como pasa siempre, ponemos los ojos en una cosa y para eso tenemos que quitarlos de otra. Hace unos días, los habituales cabrones yihadistas del grupo Al Shabab se hicieron reventar en (y reventaron) un hotel en una remota ciudad de Somalia. Mataron e hirieron a numerosas personas, muchas de ellas funcionarios. La noticia hay que buscarla porque no aparece por sí sola, no hay sitio para eso ahora.
Pero a mí me dejó sin dormir por causa de una película. La pasaron en televisión casi el mismo día, a esas horas en las que ya da lo mismo que lo que estás viendo sea realidad o sueño. A mí me desveló hasta el alba por eso, porque no tenía claro si aquel espanto que acababa de ver, Los caballos de Dios, del marroquí Nabil Ayouch, era un documental o era ficción.
Pero luego recordé: tenía ahí el libro del mismo título que escribió Mahi Binebine, que sacó Flammarion en 2010, y que en España publicó hace tiempo Alfaguara. Y me di cuenta de que lo que veía era, a la vez, realidad y ficción, las dos cosas. Y porque a la película, a pesar de todos sus premios (Cannes, la Seminci de Valladolid) y de sus espléndidas críticas, le faltaba lo más importante: la voz de Moh, apodado Yashin. La narración del muerto.
Les recomiendo vivísimamente que busquen las dos cosas, la película y el libro. Yashin es un buen chaval, alegre, cariñoso, con una gran memoria para recordar los dieciocho años de su vida. Cuando comienza a hablar está muerto. Él lo sabe, pero sigue esperando a que se cumpla lo que le prometieron. Él mismo dice que no entiende bien lo que es ni dónde está, que tiene la sensación de ser una “conciencia”. Habla mientras aguarda a que lleguen a buscarlo. Y va contando, no sin orgullo, cómo él era el mejor portero de toda la chavalería de Sidi Moumen. Por eso le llamaban Yashin: por el legendario guardameta del Dínamo de Moscú, Lev Yashin, la Araña Negra.
Ese lugar existe de verdad. Sidi Moumen es una bidonville, un barrio de chabolas levantado en las inmediaciones de un enorme vertedero de basura que hay a las afueras de Casablanca, a la derecha autovía A-3, la que lleva a Rabat. Es algo parecido a un infierno: se puede llegar a él si las cosas te van mal en el mundo exterior, pero no se puede salir. Un lugar en que los niños no saben lo que significa la palabra miseria, porque es el medio inmutable en el que han nacido; ni la palabra futuro, porque no existe semejante cosa: sólo hay supervivencia, peleas constantes, hambre y desde luego fútbol, muchísimo fútbol, aunque eso a los musulmanes más ceñudos no les gusta porque no viene en el Corán, luego está mal; los chicos (cientos de ellos) tienen que jugar medio a escondidas, entre porro y porro, entre hambre, piojos, pedradas, alcohol a escondidas que destroza las tripas y un tanteo a ciegas por el sexo que no saben hacia dónde les lleva.
En eso consiste la vida del risueño Yashin y de su hermano mayor, Hamid, el líder del grupo de adolescentes, más fuerte y determinado y violento que él; del feo Jalil, que miraba a todos por encima del hombro porque su familia había vivido una vez en el mundo de verdad antes de despeñarse al hormiguero humano de Sidi Moumen; del tímido Ali, que era blanco (se veía cuando se bañaba) y que vivía aplastado por el odio de su padre, quien le acusaba de la muerte de su hermano y que le quitó hasta su nombre; de Fuad, con quien se podía hablar poco porque su adicción a esnifar pegamento le mantenía en un mundo de ensoñación y mareo casi perpetuo; del indescifrable Nabil, que bailaba como una mujer embutido en una ceñida khandura blanca y al que un día violaron todos, desquiciados por aquella mezcla de cocacola y alcohol de quemar que bebían a escondidas. Esa es la vida que recuerda con nostalgia Yashin, ya muerto; la vida en la que el aire les parecía insípido cuando el viento cambiaba y alejaba por un momento el habitual olor a mierda; la vida que nos cuenta el chico mientras espera.
Un día encarcelan al hermano mayor, el duro Hamid. Cuando sale de la cárcel es otra persona. Los hombres del imam Abu Zubeir y del emir Zaid rondan el vertedero y los chicos no conocen las suficientes variedades de buitres como para adivinar lo que van buscando. Hamid sale de prisión inflamado por la fe islámica. Los demás, como es natural, le siguen, primero porque continúa siendo el líder natural del grupo y segundo porque los hombres del imam, que miran como si tuviesen brasas en los ojos, les ofrecen, por mediación suya, algo nuevo: el paraíso reservado a los mártires.
Todos se ilusionan con las famosas vírgenes que allí les esperan, con las comidas exquisitas, con el deleite perpetuo, pero sobre todo se entusiasman porque aquellos hombres enérgicos que han convencido a Hamid les ofrecen una razón por la que vivir, un sentido a su existencia: ese sentido es la muerte, que les hará inmortales en el otro mundo cuando ofrezcan su vida por Alá y que sobre todo les hará famosos, porque cuando den “el gran salto” y vengan los ángeles a buscarlos para llevarlos al Paraíso, saldrán en la televisión, todos hablarán de ellos, sus retratos estarán en las madrasas y en las calles y en las puertas de las mezquitas. Y serán más populares que el verdadero Yashin, el legendario portero de la Unión Soviética.
Hay que leer este libro para darse cuenta de cómo se fabrica un suicida de Dios. De cuál es el verdadero motivo que lleva a un chaval de dieciocho años a atarse al cuerpo un cinturón de explosivos y a hacerse reventar en medio de la abarrotada Casa de España, hecho que se llevó por delante la vida de 23 personas. Eso fue lo que hizo Yashin. Los otros críos de la pandi hicieron lo mismo en otros lugares de la ciudad y el resultado fue de 45 cadáveres. Ocurrió en Casablanca el 16 de mayo de 2003.
Hay que leer este libro para advertir cómo los instigadores (los verdaderos criminales) buscan a los “mártires” en medio de la ignorancia, para que crean cuanto les dicen y sea fácil conducirlos hacia el fanatismo; y en medio de la miseria, para engolosinarlos con la ambición del Paraíso feliz al que, una vez que “salten”, les llevarán los ángeles. Por eso es un libro terrible, como lo es la película. Porque no es ficción. Porque eso está pasando de verdad.
Eso es lo que nos cuenta Yashin, el entristecido, el inquieto Yashin que, una vez muerto, una vez convertido en “conciencia”, ve que no sucede nada. Que todo ha sido un éxito completo, sí; que ha muerto muchísima gente y que lo ha dado la televisión, sí. Pero ve que, en la explanada del vertedero, otro grupo de niños escuálidos y huesudos le dan al balón: son las futuras estrellas de Sidi Moumen. Yashin murmura una última y espantosa frase:
“Y sigo aquí, esperando a los ángeles”.
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