Opinión

El yihadista atípico: cómo se ganó en dos semanas una guerra de diez años

Mientras el régimen daba la partida por ganada y sus aliados se retiraban de escena, su némesis Al-Julani se ganó las simpatías de propios y extraños y se prepa

Corría el año 2011, y un yihadista atípico acababa de cruzar la frontera siria con un puñado de camaradas. Hombre de barbaza negra, párpados afables y nariz contundente, su nombre de guerra era Abu Mohammed Al-Julani, y había sido enviado por una banda terrorista cuyas siglas pronto serían conocidas: el Estado Islámico de Irak, o ISI; un grupo aliado de Al Qaeda cuya obsesión con el asesinato masivo de musulmanes de confesión chií le valía recibir duras reprimendas por parte de Bin Laden. Aquellas regañinas caían en saco roto: los coches-bomba seguían estallando contra los desdichados chiíes en plazas o estadios abarrotados.

La misión de Al-Julani, como sirio que era, consistía en establecer una brigada expedicionaria dentro de la guerra civil que asolaba su patria. Allí, el clan de los Assad gobernaba a sangre y fuego, conteniendo a los rebeldes gracias a los aviones rusos y los comandos de Hezbolá -dos viejos aliados del régimen- con los que castigaba inmisericordemente a la población civil. Por la parte rebelde, había inumerables grupos pero todos ellos se inscribían en una dos de facciones. Por un lado, los rebeldes nacionalistas, que recibían un goteo de armas por parte de Occidente. Por el otro, los rebeldes yihadistas, que disfrutaban de un flujo mucho más generoso de armamento de la mano de Qatar y Kuwait. Los segundos, por tanto, se hacían cada vez más fuertes contra los primeros, y fue a ellos a los que se unió el recién llegado.

Evitar el extremismo carnicero

Al-Julani, irónicamente, no compartía las histerias puristas de su banda madre. Por el contrario, era seguidor de las tesis de un ideólogo de la Yihad llamado Abu Musab al-Suri, quien recalcaba la necesidad de centrarse en trenzar alianzas locales y evitar el extremismo carnicero. Fue así como la milicia de Al-Julani ganó una enorme fuerza y popularidad entre los rebeldes. A decir verdad, sus milicianos no le hacían ascos al encarcelamiento de opositores -o incluso a perpetrar alguna matanza que otra-, pero la filosofía base estaba clara. Cuando el grupo tomó la ciudad de Raqqa, dejó su gobierno en manos de un caudillo local tribal de puro y boina (el ISI, por contra, le habría ejecutado por el pecado de fumar), y distribuyó pan, gas y ropa, permitiendo al mismo tiempo la formación de asambleas laicas; incluidas las de mujeres.

Pero los éxitos de Al-Julani no tardaron en despertar la envidia de sus antiguos jefes. El 8 de abril, en un anuncio radiofónico, Abu Bakr al-Baghdadi, líder del Estado Islámico de Irak, declaró que los territorios que había conquistado Al-Julani quedaban fusionados con los suyos. Acababa de añadir la “S” a sus siglas: nacía así el ISIS. Al-Julani, como se comprenderá, prefirió declinar la oferta. Para su desgracia, el Estado Islámico contaba con ello: en una maniobra brillante que llevaba preparándose desde hacía meses, el ISIS dio un golpe de Estado devorando los dominios de Al-Julani y expandiéndose por Siria como un cáncer. La banda de este, mientras tanto, se reagrupó, peleó y logró sobrevivir como buenamente pudo.

Esto fue, precisamente, lo que no lograría el ISIS a largo plazo. Porque, al contrario que Al-Julani, buscó enemistarse con todo el mundo, firmando así su sentencia de muerte. Para cuando su inicuo califato fue destruido, entre el 2017 y el 2019, la guerra civil se había desinflado. El régimen seguía reinando sobre las cenizas. En el norte del país, sin embargo, un puñado de facciones se habían atrincherado al modo de los irreductibles galos de Astérix.

Por un lado, los kurdos, que habían pactado con las autoridades para establecer una suerte de utopía izquierdista algo dudosa al noreste del país. Por el otro, al noroeste, los rebeldes nacionalistas (los que quedaban, en todo caso), a los que Turquía apadrinaba a cambio de que molestaran a los kurdos de cuándo en cuándo: a fin de cuentas, los kurdos eran viejos enemigos de Ankara. Y junto a ellos, en Idlib, también al noroeste, el grupo radical de Al-Julani, para entonces conocido como HTS, que había armado un ultraconservador “Gobierno de Salvación.”

Disponía, ahora, del juguete ruidoso y efectivo que estaba cambiando el curso de tantas guerras modernas: el dron, capaz de reventar un tanque enemigo sin sufrir pérdidas humanas

El frente estaba congelado: un acuerdo del 2020 entre Rusia y Turquía había forzado el fin de las hostilidades. Con el mar en calma, los dos bandos siguieron cursos opuestos; algo que acabaría por determinar su futuro. Al-Assad dormitó en sus laureles y se negó a hacer concesiones de ningún tipo a los sufridos ciudadanos. Prefirió pasar la liendrera sanguinolenta de la policía política una vez más y mantener un perfil tan inmovilista como el de las estatuas oficiales que decoraban plazas y monumentos. Por el contrario, Al-Julani tejió incansablemente las redes de su tela de araña en el noroeste.

En primer lugar, siendo como era partidario del entendimiento, forjó alianzas entre su banda, HTS, y grupos rebeldes variados, así como con los patronos turcos de estos. La coalición resultante era mucho más fuerte y estaba mejor avenida que ninguna de las que se formaran a lo largo de la guerra. En segundo lugar, Al-Julani afiló sus armas. Estableció un Colegio Militar, a fin de organizar una batalla que no daba por perdida. Sus “brigadas rojas”, compuestas de guerreros veteranos y fanatizados, serían utilizadas en un futuro como comandos de choque, especializadas en sabotaje o asesinatos de alto perfil tras las líneas enemigas. Y disponía, ahora, del juguete ruidoso y efectivo que estaba cambiando el curso de tantas guerras modernas: el dron, capaz de reventar un tanque enemigo sin sufrir pérdidas humanas. Lejos quedaban los tiempos de tener que confiar en milicianos que enarbolaran un lanzacohetes RPG al grito de “Allahu Akbar” para luego ver como el blindado de turno emergía incólume de entre las llamas.

Aparentemente –y hay fuentes suficientes para dar por cierta la información-, los rebeldes consultaron hace seis meses con Ankara para ver si sería posible reiniciar la guerra. Turquía apoyaba a las milicias nacionalistas y oficialmente consideraba a HTS un grupo terrorista, pero muy probablemente –y muy prudentemente- mantenía contactos con esta por debajo de la mesa. En un principio, los turcos se oponían a reiniciar la ofensiva (temían un nuevo flujo de refugiados hacia sus fronteras), pero estaban hastiados de ver como Al-Assad rechazaba una y otra vez el pacto político. De este modo, los rebeldes sólo tuvieron que presentarle a Ankara una píldora más bien fácil de digerir, en palabras de un analista: “Vuestro método no ha funcionado estos años, probad ahora el nuestro. No tenéis que hacer nada, simplemente absteneos de intervenir.”

Ofensiva relámpago

Fue así como los rebeldes de HTS, auxiliados por las milicias nacionalistas, pusieron en marcha la ambiciosa estrategia diseñada por Al-Julani: atacar hacia la derecha para capturar Alepo, nada menos que la segunda ciudad del país, y luego avanzar hacia el sur, clavándose en el corazón de la república. Y para su sorpresa, se encontraron a un enemigo más débil de lo que jamás podrían haber soñado.

Porque las fuerzas de Al-Assad, confiadas en la victoria, estaban corroídas por la corrupción. El combustible de tanques y aviones era saqueado impunemente y los comandantes de las unidades de élite estaban involucrados en contrabando y tráfico de drogas. Para más inri, las sanciones extranjeras habían dañado la economía, y la moral de los soldados (que eran musulmanes suníes, al contrario que la minoría alauita que dirigía el país) estaba más que deshecha después de ver como el clan gobernante no hacía nada por combatir la miseria generalizada de la posguerra más allá de seguir golpeando con la sempiterna fusta policial.

Siria era un territorio que se consideraba asegurado. De hecho, había acabado convirtiéndose en una suerte de cementerio de elefantes donde enviar a los generales que habían fallado en Ucrania

El régimen, aun así, habría querido recurrir a aquellos que le habían hecho ganar la guerra en primer lugar, las tropas rusas y los comandos de Hezbolá. Pero esta fue la gran diferencia: ya no podía hacerlo. Porque Rusia andaba enfangada en la guerra de Ucrania desde el 2022, donde volcaba todos sus recursos para tratar de conquistar un máximo de terreno antes de sentarse a la mesa de negociaciones. Las tropas rusas habían partido hacía tiempo. Tampoco estaban ya los célebres mercenarios prorrusos de la Compañía Wagner, cuyo líder se había rebelado contra el Kremlin, siendo eliminado sin contemplaciones. Los mercenarios que quedaban combatían ahora al lado de los generales golpistas del Sahel o morían en la estepa ucraniana. Siria era un territorio que se consideraba asegurado. De hecho, había acabado convirtiéndose en una suerte de cementerio de elefantes donde enviar a los generales que habían fallado en Ucrania. Tampoco podían mandarse barcos: un tratado reciente firmado con Turquía le permitía bloquear los Estrechos si se trataba de una nación en guerra. De esta forma, cuando los rebeldes comenzaron a engullir ávidamente el territorio gubernamental, los aviones rusos volvieron a despegar y lanzaron sus bombas con furia, pero Moscú no disponía ya de las fuerzas de antaño.

En cuanto al segundo as en la manga de Al-Assad (los comandos de Hezbolá dirigidos por mandos iraníes), hacía ya tiempo que habían regresado a su tierra. Y con la banda libanesa boqueando en la actualidad tras recibir las estocadas de la Inteligencia israelí y los bombardeos indiscriminados de su fuerza aérea, no existía la posibilidad de volver a insertar una fuerza en territorio sirio.

Lo cierto es que ni Rusia ni Irán ni Hezbolá tuvieron tampoco tiempo de replantearse sus prioridades, porque la ofensiva rebelde fue a todas luces fulminante. En cuestión de dos semanas, en una burla de las dificultades de un conflicto que se había extendido durante más de una década, las poblaciones principales cayeron una tras otra, mientras las autoridades balbucientes hablaban de “reagrupamiento” y prometían una “contraofensiva” que nunca llegaba. Algunas ciudades cambiaron de manos en 24 horas. Sólo había una explicación, y era que las tropas sirias, cuya moral se vino abajo tras la caída de Alepo, habían preferido huir, rendirse o pactar en lugar de empuñar las ametralladoras. Cuando se dio la orden de replegarse para proteger la capital, los soldados (y probablemente sus comandantes) prefirieron atender al instinto de conservación antes que jugársela para proteger a un coloso de pies de barro que no había hecho nada por ganarse sus simpatías.

Alepo fue gestionada por sus milicias de manera notablemente eficiente. Los antiguos miembros de las fuerzas de seguridad podían hacer cola para obtener de los milicianos enmascarados una tarjeta que garantizaba la ausencia de represalias

Si Al-Julani logró esta capitulación express de sus adversarios fue porque contó con dos armas adicionales que pocos se esperaban. La primera fue que su ofensiva despertó a una miriada de incontables grupillos rebeldes de distinto signo que hibernaban dentro de cada ciudad, agachando la cabeza en espera de tiempos mejores. La segunda fue su empecinamiento en ganarse a aquellos que no pensaban como él, algo que ya le había servido en tiempos. Alepo fue gestionada por sus milicias de manera notablemente eficiente. Los antiguos miembros de las fuerzas de seguridad podían hacer cola para obtener de los milicianos enmascarados una tarjeta que garantizaba la ausencia de represalias. Aunque HTS sólo permitía la circulación de la lira turca en Idlib, dejaba ahora que los ciudadanos pagaran en libras sirias o dólares americanos si así lo deseaban. Se pudieron celebrar misas cristianas, a las que también asistían algunos de los combatientes. Y los milicianos, de hecho, recibieron órdenes de retirarse en seguida de Alepo, dejando su gobierno en manos de tecnócratas.

La reputación de HTS, por otra parte, preocupaba a no pocos sirios. Durante el reinado del “Gobierno de Salvación” en Idlib, las mujeres habían visto como se les exigía cubrir el cuerpo para asistir a centros educativos, y los milicianos de los puestos de control fruncían el ceño cuando las veían sin un mahram, un acompañante masculino. A su vez, docenas de opositores considerados demasiado ruidosos habían acabado siendo torturados durante meses en el cuartelillo correspondiente. Cristianos y drusos habían perdido sus casas y tierras, que pasaron a manos de combatientes radicales; aunque Al-Julani acabó entablando un diálogo con ellos en un esfuerzo por moderar la situación.

Este halo autoritario, sin embargo, no era muy distinto de lo que hacían los rebeldes nacionalistas o los propios kurdos en las taifas que controlaban; y estaba ciertamente a años luz de las liquidaciones masivas que habían sido la seña de identidad tanto del régimen de Al-Assad como del Estado Islámico en Siria e Irak. En todo caso, y para tranquilizar a la ciudadanía, Al-Julani enviaría SMS a los residentes de Alepo y lanzaría declaraciones a diestro y siniestro para asegurarle a soldados, policías, funcionarios, cristianos, drusos, alauitas, kurdos, chiíes y demás objetivos en potencia que no levantaría su mano contra ellos una vez tomara el poder. “No me juzguéis por mis palabras”, diría en una entrevista, “sino por mis acciones.”

Todo ello dio sus frutos. Los chiíes ismailíes se pasaron a la causa rebelde. Las milicias drusas ayudaron a los insurgentes a hacerse con la ciudad de Deráa y fueron, de hecho, las que se apoderaron de Damasco. Incluso en Latakia, en pleno corazón del teritorio alauita, sus habitantes festejarían la caída del dictador y arrastrarían su estatua por las calles.

Las tornas habían cambiado

Aquella ofensiva relámpago propició también que algunas facciones aprovecharan el río revuelto para obtener la proverbial ganancia de pescadores. Las milicias nacionalistas cumplieron con sus amigos turcos haciéndose con alguna que otra población kurda. El ejército israelí, mientras tanto, se movilizó rápidamente para asegurar la zona de frontera, ocupando los Altos del Golán y lanzando a su aviación para pulverizar toda base militar que albergara proyectiles químicos, misiles Scud, defensas antiaéreas o simples equipos de radar antes de que estos cayeran en manos de los rebeldes.

Las tornas, en todo caso, habían cambiado definitivamente. Los Assad huían del país para reaparecer en el exilio ruso, y las masas celebraban la implosión de un régimen que parecía engañosamente inmortal. Los milicianos disparaban al aire, las mujeres proferían consignas (un detalle significativo) y los jóvenes se hacían selfies frente al Palacio Presidencial o grababan, entre exclamaciones de asombro, la flamante colección de bólidos de alta gama que guardaba el clan gobernante en sus garajes. Al-Julani pactaba con el primer ministro una transición ordenada de poder, y pasaba a utilizar su verdadero nombre, Ahmed al-Sharaa, en un gesto que indicaba el abandono de la lucha yihadista y su rápida reconversión en una figura política nacional. Mientras tanto, sus milicianos dirigían el tráfico y patrullaban las calles, evitando la oleada de saqueos incontrolados que caracterizó la caída de los regímenes de Muammar al-Gadaffi o Saddam Husseín.

Terremoto global

La guerra de Siria ha sido un conflicto donde no pocas naciones han invertido no pocos recursos en alterar su rumbo, y este sorpresivo giro de los acontecimientos les afecta ahora de vuelta. Los rusos, por ejemplo, han sufrido un duro golpe. Propagandístico, dado que su capacidad de mantener con respiración asistida a sus aliados se demuestra poco menos que nula, pero también militar: su apoyo al régimen venía a cambio de mantener las bases de Hmeimim y Tartous (su única base naval en el Mediterráneo) y ahora el futuro de estas depende meramente de una espada de Damocles que pende del índice de los rebeldes. Blogueros afines al Kremlin (que suelen disfrutar de más libertad de expresión que el resto de medios rusos) afirman que las pocas tropas rusas que quedan en ellas están, o bien rodeadas por milicias suníes o kurdas, o bien con la espalda pegada a la costa, sin poder hacer más que esperar la evacuación o fiarse a la campana silenciosa de oportunos pactos entre bambalinas. No serán pocos los que intenten venderle favores al nuevo gobierno a cambio de mantener o liquidar dichas bases.

China recibe también un manotazo en los morros. Después de lograr notables avances diplomáticos en el Medio Oriente –había muñido en 2023 el histórico pacto entre iraníes y saudíes, y había puesto de acuerdo a las facciones palestinas al año siguiente-, pierde en Al-Assad a un aliado reciente: fue de las únicas naciones en recibir al dictador hace un año, después de incorporar en 2022 a Siria a su célebre programa de Franja y Ruta, que básicamente consiste en intercambiar préstamos e infraestructuras a cambio de obediencia diplomática. El golpe es menor, en todo caso. Pekín no dispone de tantos fondos como hace diez años, y sus inversiones eran ya más cautas: apenas había invertido en Siria, debido a las sanciones que amenazaban la economía de esta.

La cómoda posición de Turquía

Los países árabes, por su parte, mantendrán, con toda probabilidad, posiciones distintas. Las petromonarquías del Golfo, que tanto invirtieron en Al-Julani en su día, se reclinarán confortablemente, sabedoras de haber apostado a caballo ganador. Otros regímenes, como Jordania, Irak o Egipto cruzan y descruzan sus piernas con nerviosismo, temiendo vaivenes islamistas en sus propios países. Al-Julani, por su parte, se ha apresurado a asegurarles que la guerra no salpicará sus fronteras. Más cómoda resulta la posición de Turquía, de quien dependen las milicias nacionalistas y que podrá negociar cómodamente con Al-Julani a cambio del apoyo de estas. Los kurdos probablemente sufrirán las consecuencias de cualquier pacto que se cierre al respecto.

En cuanto a Occidente, por decirlo de manera amable, llega muy tarde a la fiesta; quizás demasiado para agarrarse a la nueva reina del baile. Los grupos nacionalistas, que apoyó a partir del verano del 2012, nunca lograron imponerse a los radicales, y los kurdos, a los que apoyó contra el ISIS a partir del 2014, fueron abandonados a su suerte tras la retirada de tropas por parte de Donald Trump en el 2019 y hubieron de acogerse desde entonces a los faldones de babushka de la Federación Rusa. Ahora, los líderes americanos y europeos celebran la caída de Al-Assad y todo parece indicar que podrían tachar a los barbudos de Al-Julani de la lista de grupos terroristas a cambio de hacerse con unas sobras de influencia en la región. A fin de cuentas, la recompensa de diez millones por información que lleve a la captura de Al-Julani parece más bien inútil ahora que todo el mundo sabe dónde se encuentra este: en el palacio de gobierno. Lo único que juega a favor de Occidente es el hecho de que Al-Julani, pragmático como siempre, querrá ponérselo fácil.

Pactos o pistolas

¿Qué ocurrirá en la nueva Siria? Esa es la pregunta que se hacen los analistas de medio mundo (y que los tertulianos se apresuran a responder de forma notablemente apresurada). Los escenarios que se presentan son los siguientes. El primero, que Al-Julani culmine su viraje del yihadismo al islamismo (es decir, haciéndose amigo de la democracia y las constituciones), y celebre elecciones. Es posible, aunque de momento no muy probable; supondría renunciar al inmenso poder fáctico del que disfruta su banda. Segundo, que Al-Julani opte por hacer lo que su grupo hizo en su día en Raqqa, y reparta entre sus aliados unos cuantos ministerios y direcciones generales que contenten las ansias de corruptela de estos últimos. Es decir, que reparta poder, pero retenga “el poder.” Esto parece más plausible de momento.

El tercer escenario es que los grupos rebeldes, de ideología tan distinta, no logren un acuerdo y decidan matarse unos a otros; algo que por otra parte no les sería muy útil dado que HTS es, sin duda, el más fuerte de todos. Cabe también la posibilidad de que algunas regiones aprovechen el caos para declarar la independencia –mayormente, los alauitas de la costa y los kurdos del noreste-, amparándose quizás en Moscú, que anda necesitada de aliados a toda costa. Finalmente (y nótese que ninguno de estos escenarios es mutuamente excluyente), no es descartable que aparezca algún caudillo militar laico que, a la manera del mariscal Hafter en Libia, decida perseguir al son de las armas la gloria perdida de los viejos tiempos de la dictadura.

La situación, en todo caso, se mantiene más compleja de lo que muchos medios, desconocedores de las claves del conflicto, han querido admitir: hace unos días, un diario de tirada nacional poco tendente a las finuras del análisis geopolítico titulaba “El terrorismo yihadista consigue conquistar Siria.” La realidad, sin embargo, es otra, y es trina: por un lado, un régimen que ha implotado de puro inmovilismo. Por el otro, unos aliados que ya no son tan fuertes como lo eran. Y finalmente, un comandante rebelde que ha sabido reconocer que el poder no se conquista mediante el purismo represivo sino trenzando alianzas lentamente, y cuidándose de sobrevivir más que el resto. Porque si el largo y complejo periplo de Al-Julani nos enseña algo, es que en una guerra tan voraz como esta se cumple aquel refrán que dice: “Teme al viejo soldado; pues ha llegado a viejo por un motivo.”

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