Recuerdo como si fuese ahora aquellas vísperas de Reyes. Solía acudir a la cabalgata fascinado, como todos los niños, con la mirada cargada de ilusión al entregarle mi carta a uno de los pajes que formaban el séquito de Sus Majestades. Pero lo mejor era que, al volver a casa, me esperaba en persona el Rey Baltasar, vestido con un lujoso traje que a mi se me antojaba deslumbrante por la cantidad de joyas que lucía, turbante cuajado de plumas y capa blanca ornada de ricos brocados. Su rostro severo, negro como la noche, contrastaba con la blanquísima y dulce sonrisa que me regalaba siempre. A su lado, mi padre, vestido de smoking y a punto de irse a trabajar, me miraba de manera inefable, la mirada que de mayor he descubierto solamente en los hombres buenos. El Rey lo sabía todo de mí: mis notas, mis enfermedades – fui un niño perpetuamente malito -, alguna de mis malas contestaciones a mi madre, pocas, e incluso alguna que otra pequeña trastada.
El Rey, con voz dulce y un acento que me recordaba al del las series que veíamos en la televisión, acento iguanero, sabroso, empapado de cariño, me decía que me portase mejor, aunque sabía que yo era un buen niño. Me daba dos besos – ahí yo argumenté siempre a mis compañeros de clase que de cara pintada, nada, que mi Rey era negro y bien negro – me levantaba en brazos, me abrazaba y se iba tras mostrarme todo lo que me había traído. Mi padre lo acompañaba hasta la puerta de nuestro pequeñísimo piso en la popular barriada barcelonesa de Pueblo Seco y volvía para verme abrir los regalos y escuchar mis ¡oh! y mis ¡ah! cuando me encontraba con, cito de memoria, un Madelman explorador, un Exin Castillos, un “Todo el oeste americano”, un lote de libros de Tintín, un juego de lápices de colores o incluso, un año, un magnífico disfraz de Cabo Rusty, el pequeño soldado compañero del perro Rin Tin Tin, muy popular debido a la serie televisiva de los años sesenta.
Cumplido todo este ritual, mi padre se iba a deslomar toda la noche sirviendo bebidas en el cabaré Barcelona de Noche, pero feliz por haber visto a su Miguelico disfrutar con todo lo que el Rey Baltasar me había traído. Eso no podía hacerlo de ninguna otra manera, porque el pobre llegaría sobre las cinco o las seis de la madrugada y se desplomaría reventado sobre la cama para dormir apenas cuatro horas, ya que durante el día también trabajaba de camarero en un merendero de la Barceloneta.
Con el tiempo, mi padre, el señor Miguel, me reveló que el portero del cabaré, un negrazo cubano de cerca de dos metros llamado Samuel, era, en realidad, el rey negro. Yo le había hecho notar el enorme parecido entre ambos, así que no tuvo más remedio que revelarme el secreto más preciado de Su Majestad. Resulta que Baltasar estaba ahí de portero de incógnito para vigilar mejor a los niños. Me hizo prometer que no se lo diría a nadie y que yo era un privilegiado por compartir esa información. A partir de entonces, cuando le llevaba cada noche en una fiambrera el resopón a mi padre, Samuel, es decir, el Rey Baltasar, me acariciaba la cara y, con voz profunda, me decía “Miguelico, ¿ya te portas bien?” a lo que yo siempre le respondía que sí mientras él me guiñaba un ojo con complicidad.
Ahora entenderán ustedes por qué sigo creyendo en los Reyes Magos, en la bondad, en el cariño y en que, verdaderamente, yo era un privilegiado por tener a un rey mago como amigo, conocer su identidad secreta y, sobre todas las cosas, por tener a un padre como el que tuve, modelo de caballero y con un corazón que no le cabía en el pecho.
Que tengan ustedes unos buenos reyes.
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