Opinión

Un zarzal difícil de entender

Toda esta gallera está contribuyendo de una manera eficacísima a desacreditar a las feministas, por un lado, y a los grupos LGTB por el otro

Se acabó. Renuncio definitivamente a tratar de entender la trifulca que enfrenta desde hace ya mucho tiempo a las feministas entre sí, o a las feministas con los grupos LGTBI, o a algunas feministas con algunos grupos LGTBI, o lo que sea que esté sucediendo, a propósito de la llamada “ley trans”. No es que el asunto no me interese, que me interesa muchísimo. Es que no puedo con ello. Es como tratar de desentrañar las diferencias teológicas entre chiítas y sunitas. No las históricas, que esas sí están claras; me refiero a las otras. No soy capaz.

Tengo la clara sensación de que no soy el único que, en este asunto, se siente como los romanos de a pie que, en la obra de Shakespeare, se agolpaban ante la escalinata del Senado minutos después del asesinato de Julio César. La gente, como es natural, estaba nerviosa porque aquello era muy grave. Habla Bruto, que acaba de participar en el atentado, y la gente dice: tiene razón en lo que dice. Luego habla Marco Antonio, amigo de César, y la gente vuelve a decir: pues también tiene razón. Lo que Shakespeare trata de hacer en esa célebre escena no es dirimir cuál de los dos decía la verdad y cuál mentía, sino lo sencillo que es manipular la opinión de la gente, llevarla a tu propio terreno y ponerla de tu parte, si hablas lo bastante bien. El discurso de Marco Antonio ha pasado a la historia de la literatura como una de las obras maestras de la demagogia. Pero, si se lee con atención, las palabras de Bruto no se quedan muy atrás.

No quiero entrar en el fondo de la cuestión porque eso se ha convertido en un zarzal. Me parece evidente que hay personas, desde luego muy pocas pero tan dignas como cualquiera, que nacen en un cuerpo equivocado: son mujeres en el cuerpo de un hombre, o al revés. Creo que eso no es discutible. Y creo que tampoco lo es que hay que ayudar, en la medida de lo posible, a esas personas, porque la ley está para regular la convivencia pero en ningún caso para provocar el sufrimiento de ciudadanos que no tienen ninguna culpa de lo que les pasa.

Soy amigo personal, y admirador, de la ilustre Amelia Valcárcel, que tiene una cabeza clarísima y que es feminista desde antes de que yo naciera. Dice: “El derecho no hace milagros, no te puede mandar volar, no te puede mandar desarrollar branquias. No te puede cambiar el sexo”. Pues tiene razón, decimos los romanos que estamos allí escuchando; el derecho no puede cambiar el sexo de nadie. Lo único que tiene que hacer es reconocer es reconocer que algunas veces la naturaleza se equivoca con el sexo y que no es aceptable que la ley obligue a una mujer a vivir como mujer cuando desde que nació, o desde que empezó a sentir, se siente un hombre.

Acaba de abandonar el PSOE (lo que le tiene que haber dolido eso) como protesta porque el gobierno ha decidido ampliar el periodo de enmiendas a la “ley trans”, para mejorarla

También tengo un viejo e inmenso afecto por Carla Antonelli, ex diputada del PSOE en la Asamblea de Madrid; es precisamente una de esas personas que nacieron con el cuerpo cambiado (nació varón, pero es una mujer adorable) y lleva toda su ardua vida peleando para que la dejen vivir como lo que es. Acaba de abandonar el PSOE (lo que le tiene que haber dolido eso) como protesta porque el gobierno ha decidido ampliar el periodo de enmiendas a la “ley trans”, para mejorarla. Y dice: Quiero, deseo y espero que el eufemismo que se está utilizando de ‘mejorar’ signifique ‘ampliar’. Que no lo empleen para recortar la ley, porque eso sería una infamia”. Pues también tiene razón, decimos los romanos de la escalinata; y a renglón seguido nos preguntamos: ¿cuál es el problema? ¿Tan difícil es ponerse de acuerdo en eso?

Yo he visto, estupefacto, cómo unas feministas ponen de vuelta y media, con tremendos improperios, a otras feministas, y cómo unos gays o lesbianas se enfrentan a otros

El resultado de todo este trajín es que empieza a ser prudente no sacar el tema porque casi todo el mundo tiende a alzar la voz. Yo he visto, estupefacto, cómo unas feministas ponen de vuelta y media, con tremendos improperios, a otras feministas, y cómo unos gays o lesbianas se enfrentan a otros, y las feministas a los gays, y viceversa; y al final todos se vuelven hacia el romano que está allí escuchando, atónito, y le conminan de manera más bien amenazante: “Y tú ¿de qué lado estás, que no dices nada?”. Y el romano dice lo único que se le ocurre, que es: “Y yo qué sé. ¿Por qué no os calmáis todos un poco?”, respuesta que le granjea inmediatamente el recelo –cuando no el desprecio– de los contendientes, que lo clasifican como tímido, acomodaticio o directamente idiota.

Dice la leyenda que cuando los turcos entraron por fin en Constantinopla, en la primavera de 1453, se encontraron a los sabios de la ciudad encelados en una tremenda discusión, precisamente sobre sexo. Bien es cierto que argumentaban sobre el supuesto sexo de los ángeles, no sobre la naturaleza y los derechos de las personas, pero allí estaban llamándose de todo mientras la ciudad era asaltada después de sobrevivir casi mil años a la caída de Roma. Los turcos, como es natural, pusieron fin a la discusión por un método muy expeditivo: pasaron a cuchillo a todo el mundo.

Este asunto es mucho más importante que el sexo de los ángeles, eso también está fuera de discusión, pero quizá los iracundos (e iracundas) intervinientes en la pelea están perdiendo de vista algo que los romanos de la escalinata nos empieza a parecer obvio: que nadie les entiende. Que resulta muy, pero muy difícil comprender de qué están hablando, cuál es la esencia del problema, por qué resulta tan arduo (quizá por el exceso de violencia verbal y la radicalización de las distintas posiciones) explicar con claridad y sin enfadarse cuáles son, en realidad, las diferencias de criterio.

Y más aún: que toda esta gallera está contribuyendo de una manera eficacísima a desacreditar a las feministas, por un lado, y a los grupos LGTB por el otro. Que los turcos están ahí, a las puertas; que hay una espeluznante corriente de opinión que directamente combate y desprecia el feminismo –uno de los grandes avances de la humanidad en los últimos cien años– y que, cada vez con mayor insolencia, hay grupos organizados que niegan la violencia machista. Y que lo mismo pasa con gays y lesbianas: la milonga del “lobby gay”, invención –bien lo sé yo– de la extrema derecha con la inestimable colaboración del clero más cavernícola, no hace más que crecer y prosperar con esta refriega entre quienes siempre fueron y siempre deberían ser aliados, puesto que se trata de dos grupos –las mujeres y los homosexuales– que históricamente han sido despreciados, reprimidos y hasta perseguidos por el mero hecho de ser lo que son.

Los críos de dieciocho o veinte años, ahora mismo, no son feministas. No les hace falta. Tienen perfectamente asumidos e interiorizados los valores igualitarios del feminismo, viven con ellos, son algo natural y cotidiano

Asómense los y las contendientes a la universidad, por ejemplo. Más que a los periódicos. Pero no a la tarima del profesor sino al bar o a las clases o a las pandillas de amigos. A lo mejor se sorprenden. Porque los críos de dieciocho o veinte años, ahora mismo, no son feministas. No les hace falta. Tienen perfectamente asumidos e interiorizados los valores igualitarios del feminismo, viven con ellos, son algo natural y cotidiano; no necesitan para nada las sesudas, ásperas y muchas veces tediosas homilías que nos atizan a todos, día sí y día no, ilustres y severass teóricas del asunto desde los periódicos “progresistas”. Y con la sexualidad pasa lo mismo. Una sorprendente cantidad de chavales jóvenes (ellos y ellas) han probado lo uno y han probado lo otro, con toda naturalidad, o no tendrían ningún problema en probarlo si a mano viene, y a renglón seguido han tomado su decisión, o han obedecido a su naturaleza, y hala, a vivir. Y no tienen ningún problema de conciencia con ello, ni lo toman como un drama, ni les quita el sueño.

Hablo de algunos, desde luego; a los españoles nos falta mucho para que esto sea Holanda o Dinamarca, donde estos “problemas” casi han dejado de serlo desde hace un par de generaciones, o más. Ya quisiéramos. Pero aquello que para los de mi juventud fue un drama terrible, para un alto y creciente número de veinteañeros de este país ya no es ni siquiera motivo de discusión. Vayan y véanlo.

A estos chicos, mucho más sanos y desprejuiciados que los de tiempos anteriores, con esta interminable pelotera de feministas y LGTBI de un lado y de otro, a propósito de los “trans”, les pasa lo mismo que quizá me pasa a mí: que les parece, cada vez más, una pugna de poder. Y poco más. Y no entienden cuál es exactamente la discusión. Ni por qué esa gente tan ceñuda se pone así, caramba.

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