Salvo en actos institucionales de muchas campanillas, yo no recuerdo haber visto, en muchos años, semejante llenazo en el Congreso de los Diputados. El miércoles pasado faltaban contadísimas señorías. Acudieron un montón de senadores. Éramos todos jóvenes la última vez que vimos tan repleto el espacio de la Prensa y de los invitados. En los escaños, los representantes de la soberanía ciudadana se apretaban como podían: Abascal, sentado junto a Espinosa de los Monteros, parecía tener medio culo fuera de la silla y la pierna derecha sobre la alfombra de la escalera.
Todo para asistir a una videoconferencia que bien merece, esta vez sí, el calificativo de histórica. En las tres pantallas dispuestas en el hemiciclo (dos mirando al tendido, una hacia la presidencia) no tardó en aparecer un hombre demacrado, ojeroso, cansado, con barba descuidada y en mangas de camisa: el presidente ucraniano, Volodímir Zelenski. En medio de un silencio casi religioso, casi sin toses, habló a los presentes auxiliado –es un decir– por una traductora que, quizá por los nervios, parecía asistida por el don de lenguas: usaba varios idiomas a la vez y en ninguno se le entendía.
Pero eso daba igual. Zelenski ya tiene costumbre de dirigirse a ilustres parlamentos de medio mundo. En todos dice lo mismo: ayúdennos. No nos abandonen. No es solo Ucrania lo que está en juego: es el concepto mismo de la libertad y de la democracia. Y a los parlamentarios de cada país les recuerda tragos amargos de su propia historia. Ante los Comunes británicos citó el celebérrimo discurso de Churchill al principio de la segunda guerra mundial: “Lucharemos en las playas, en las colinas, en todos los aeródromos… ¡No nos rendiremos jamás!”. A los estadounidenses les recordó Pearl Harbor. A los alemanes, el asedio de Berlín, en la Guerra Fría. A los canadienses les hizo imaginar cómo se sentirían si alguien volase la Canadian National Tower de Toronto. A los japoneses, Fukushima. A los franceses, Verdún. Así por todas partes. Y a los diputados españoles les recordó, como quizá no podía ser de otra manera, la devastación de Guernica, que ahora se repite en Mariúpol y Bucha: una ciudad del tamaño de Soria, muy próxima a Kiev, donde se han visto –hemos visto todos– horrores que no se veían desde la guerra de Bosnia o desde los crímenes nazis.
Hay una cosa en la que poca gente parece reparar: sería perfectamente posible que, en mitad de una de esas comparecencias ante parlamentos de todo el mundo, Zelenski estallase en pedazos ante las cámaras. Si los espías de Putin supiesen desde dónde se conecta, sin duda lo reventarían con un misil. Eso no les pasa a los diputados que le escuchan. Ese hombre en mangas de camisa que habla con una voz tensa, urgente pero en ningún caso lastimera ni patética, se juega literalmente la vida en cada una de esas apariciones en las pantallas de vídeo. Porque Zelenski no ha salido corriendo, no se ha puesto a salvo en otro país ni ha formado un gobierno en el exilio. Eso lo hicieron muchos en otras guerras y seguramente no les faltaron motivos. Pero él no. Él se ha quedado al pie del cañón, liderando la lucha de sus ciudadanos, y se ha convertido en el mejor símbolo de la resistencia de los ucranianos, en una de sus armas más poderosas. Es exactamente lo mismo que hizo el rey Jorge VI de Inglaterra en 1940.
Zelenski habla muy bien, a pesar de su traductora al español. Tiene el don de emocionar, casi de galvanizar a quienes le escuchan, y no solo por la tragedia desde la que nos habla sino porque su discurso es muy brillante, claro, bien construido y fácil de entender por cualquiera. Pero hay algo contra lo que ni la oratoria de Zelenski ni la de nadie, al menos desde Cicerón, puede nada: los dogmas.
Daba dentera ver cómo reaccionaban a su discurso algunos diputados, poquísimos, que se tienen a sí mismos por gente de izquierdas, sin duda comunistas. Lo contaba anteayer aquí, en un luminoso artículo, Alberto Pérez Giménez. Uno de Bildu. Dos de la CUP. Uno del BNG. Otros dos de UP que ni siquiera asistieron a la sesión parlamentaria por no pasar el mal trago de quizá tener que aplaudir al “enemigo de Putin”.
Son demasiados años pensando que todos los rusos son comunistas, chaladura en la que coincidían Stalin y Franco. Eso no se cura en dos días. Sobre todo si uno no se quiere curar, como parece el caso
Ese es el dogma. Hay quien todavía sigue empestillado en creer que el autócrata ruso es comunista, de izquierdas al menos. No hay demostración, no hay realidad, no hay certeza ni evidencia que les haga caer del guindo y admitir que ese hombre es tan comunista, tan de izquierdas como pudiera serlo Al Capone, con quien sí guarda obvias semejanzas. Es imposible. Son demasiados años pensando que todos los rusos son comunistas, chaladura en la que coincidían Stalin y Franco. Eso no se cura en dos días. Sobre todo si uno no se quiere curar, como parece el caso. Las ideologías extremas, como el fanatismo religioso, están diseñadas para resistir todos los ataques. Incluidos los de la realidad. No hay demasiada diferencia entre la condena de la Inquisición a Galileo por asegurar que la tierra giraba alrededor del sol y la sentencia del secretario general del PC madrileño, un señor que se llama Aguilera, quien asegura que Zelenski es “un peligro para la paz y su pueblo”. Venga, Aguilera: un esfuerzo más y acabarás diciendo que es Ucrania la que está bombardeando Moscú. Criatura.
Es verdad que la oratoria de Zelenski ha logrado doblegar otros dogmas. El otro día, en el Congreso, le aplaudieron los de Vox, cosa prodigiosa porque basta rascar con una sola uña en la hemeroteca para recordar que, hasta casi anteayer a media mañana, la extrema derecha española era putinista, putinófila, putinoide, putínica, putiniforme y liliputiniense, lo mismo que gran parte de la extrema derecha europea y que el inefable Donald Trump. Que las centurias de Abascal votaron, hace dos semanas, en contra de retirarle la Llave de Oro de Madrid al caudillo ruso. Que los laudatorios tuits de Abascal sobre Putin circulan por todas partes, por más que ahora traten de borrarlos. Pero bueno, al menos estos sí parecen haberse caído del guindo, aunque sea por su habitual estrategia electoral. Señal evidente de la asombrosa intercambiabilidad de algunos guindos pero, como decía Góngora, “ande yo caliente y ríase la gente”.
Mientras nosotros nos entretenemos en estas minucias, Zelenski sigue ahí, fatigado e ígneo, en mangas de camisa, de parlamento en parlamento, esperando que no lo despanzurre una bomba mientras habla. Una cosa sí es segura: quienes vivan dentro de muchos años recordarán estos días y esas palabras, porque es más que probable que el mundo no vuelva a ser aquel en el que vivíamos hace apenas unos meses. Ha habido terremotos más suaves y menos duraderos que cambiaron la faz de la tierra.
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