Opinión

Zerolo, cinco años

Pedro pensaba que el fin primero y último de la política era conseguir que los ciudadanos fuesen más felices y viviesen mejor; no mentirles, idiotizarles para alcanzar el poder

Conocí a Pedro Zerolo hace mucho más de veinte años, cuando el director de la revista en que yo escribía entonces, Tiempo (que en paz descanse), me encargó un reportaje sobre los gais más influyentes de España. Perdón, rectifico: otro reportaje sobre aquello, porque ese artículo parecía un cometa parecido al Halley. Cada vez que se aproximaba la fecha del 28 de junio, a la que todos llamábamos ya “san Orgullo”, aquel tema retornaba de las profundidades del espacio exterior, se deshelaba, entraba de nuevo en incandescencia por la proximidad del “santo del día” (san Ireneo de Lyon, por cierto) y había que repetir el latazo de llamar a veinticinco, cincuenta o cien hombres y mujeres gais y lesbianas para que te contasen lo mismo de siempre, qué otra cosa iban a hacer. Porque, como es natural, casi siempre eran también los mismos. Y uno de ellos era, indefectiblemente, Zerolo.

La primera entrevista que le hice fue en su despacho de abogado del paseo del pintor Rosales. Intimidaba un poco aquello porque la decoración, lo mismo que el edificio, eran del siglo pasado: techos altos, maderas antiguas y recargadas, muebles solemnes, parecía un piso del Opus Dei de los de entonces. Pedro vestía un impecable traje y lo único que desafinaba en todo aquel barroquismo era su pelo: negro, abundante, rizoso, largo, cuidadosamente descuidado. Con el paso de los años y con la evolución de su caminar político nos vimos en varios sitios más: su casa, su despacho de la calle de Ferraz, un restaurante que le gustaba mucho y que estaba cerca de allí.

Hay bastantes cosas que ya he olvidado, pero esta sí la recuerdo bien: Pedro Zerolo jamás decía que no a una entrevista. Nunca. Lo tomaba como una obligación de su activismo en defensa de los derechos de gais y lesbianas, y quiero creer que, con el paso de los años y el cíclico regreso de aquel artículo de fecha fija, se había creado entre nosotros una amistad que nunca desapareció.

Quizá por lo mismo, y desde luego también porque Pedro estaba muy avezado en las entrevistas, yo apenas preguntaba nada. Me limitaba a dejarle hablar. Él ya sabía lo que yo quería, esperaba o incluso necesitaba. Pedro hablaba sin parar, soltaba los titulares en su sitio (y los repetía, para dejar claro que aquello le parecía importante) y me asombraba siempre, porque se expresaba con una corrección casi literaria. He visto eso muy pocas veces, una de ellas en Santiago Carrillo: más que hablar, parecía que estaba recitando o leyendo un texto perfectamente pulido y terminado. Ni se distraía, ni se iba por las ramas, ni cambiaba de tema ni se equivocaba jamás. Solo había que transcribir la grabación, apenas había que tocar nada.

Luego venía lo de las fotos. Llegaba su novio (luego su marido), Jesús Santos, y Pedro decía riéndose: “Y ahora vamos ahí al parque a hacernos cucamonas para la Prensa, mi niño”. Y todo salía bien.

Él mismo decía que se habían casado “por amor, mi niño, pero también un poco por militancia”, porque en las primeras semanas tras la aprobación de la ley no se casaba casi nadie

Me invitó a su boda, en la Casa de la Panadería de la Plaza Mayor de Madrid. Fue muy emotivo. Los casó Trinidad Jiménez, que estaba hecha un flan por los nervios. Pedro se presentó sin corbata, con un traje a rayas grises y negras y con un espectacular floripondio blanco en la solapa, un crisantemo (que es flor de muertos) en memoria de quienes no habían podido llegar a ver cómo dos personas del mismo sexo contraían matrimonio civil en España.

La de Jesús y Pedro fue una de las primeras bodas de personas homosexuales que hubo en nuestro país, y él mismo decía que se habían casado “por amor, mi niño, pero también un poco por militancia”, porque en las primeras semanas tras la aprobación de la ley no se casaba casi nadie. Hoy pasan mucho de 50.000 las parejas gais y lesbianas que han contraído matrimonio. Hace mucho tiempo que dejó de ser noticia.

Le vi pasar una vez, en la plaza de Cibeles, ya concejal de Madrid, ante unas cuantas señoras mayores, enloquecidas, que le llamaban maricón a gritos. Pedro no movió un músculo de la cara, como si lo esperase, como si aquello formase parte de su trabajo, y pensé, no sé por qué: “Ahí va Jesús delante de los fariseos”. Le vi subido a una de las carrozas de la fiesta del orgullo gay, vestido de espantapájaros o cosa parecida, moviéndose y bailando como un azogado, feliz. Le vi entrar en la Ejecutiva de su partido. Le vi cuando decidió saludar con dos besos a todo el mundo que se le acercaba, ya fuese un niño, una amiga o el presidente del Gobierno, Zapatero, que no pudo evitar cierta cara de perplejidad. Le vi perder aquel pelazo tremendo, que parecía una peluca de las que se ponía Luis XIV, cuando le agarró el cáncer de páncreas. Le vi consumirse día tras día, sin perder la sonrisa, sin ocultarse ni un solo momento, sin dejar de trabajar, porque entendía que estaba viviendo “un día más, no un día menos”, como si fuese un regalo muy valioso… y sin duda lo era. Y un día, hace ahora cinco años, levantó el vuelo y ya no le vi más. Mi niño.

Esto es insólito porque en los partidos políticos, en todos pero singularmente en los de izquierda, se considera un mérito comportarse como un canalla con los tuyos

Estuve allí cuando la alcaldesa de Madrid rebautizó con su nombre la plaza que hay al lado de mi casa, dedicada al iracundo carlista Juan Vázquez de Mella. Rezongaron otra vez los fariseos, cómo no. Durante algunas semanas, los letreros con su nombre en aquella plaza se llenaron de pegatinas ofensivas y de basura de diversas clases. Hoy ya no sucede, como es lógico, porque también de escupir se cansa la gente, y la plaza de Zerolo es una de las más vistosas y más concurridas de Madrid.

Me pregunto qué pensaría hoy Pedro Zerolo, el incansable, el inquieto, el perseverante Pedro, ante lo que no está pasando ahora. Pedro tenía, para mí, una cualidad valiosísima: no consideraba que la traición, la puñalá trapera a los amigos o compañeros, la conspiración para derribar a quienes tanto abrazas en público, fuese una virtud. Esto es insólito porque en los partidos políticos, en todos pero singularmente en los de izquierda, se considera un mérito comportarse como un canalla con los tuyos. Pedro no hacía eso. Pedro decía la verdad siempre, no era un traidor ni un hipócrita ni un trepa como hay tantos, dispuestos a vender a su madre por un puesto en las listas. Pedro creía sinceramente en lo que hacía, consideraba que era bueno no ya para él, que trabajaba por quince, sino para todos. Eso le granjeó el afecto de muchísima gente… y la envidia cochina de otros muchos, que le zaherían y le zancadilleaban sin descanso, incluidos algunos de los “compañeros” en el activismo LGTB.

El reloj de la historia

Qué pensaría hoy Pedro si viese a los 52 diputados de un partido que no oculta en absoluto su odio hacia las personas homosexuales por el simple hecho de que lo son, como si pudiesen evitarlo, como si fuese algo malo, como si pretendiesen hacer que el reloj de la historia retrocediese medio siglo, hasta los tiempos en que ser gay era pecado y, por lo tanto, también delito. Qué pensaría hoy Pedro ante el creciente encabronamiento político que nunca compartió, del que nunca participó, porque pensaba que el fin primero y último de la política era conseguir que los ciudadanos fuesen más felices y viviesen mejor; no envenenarles la sangre, no mentirles, no manipularles ni idiotizarles para alcanzar el poder.

Han pasado cinco años desde que se fue y yo, la verdad, le echo en falta más cada día que pasa. Porque no veo ya a políticos como él, que eran, ante todo, buenas personas, trabajadoras, abnegadas y sobre todo convencidas de lo que hacían. Le echo de menos pero casi prefiero que no tenga que ver todo esto, que no sienta este olor a podredumbre. Porque ya no sé cómo, por qué podría sonreír hoy Pedro Zerolo, que nunca dejó de sonreír. Mi niño.

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