La angustiosa incertidumbre de los familiares de Ingrid Visser y Lodewijk Severein terminó el pasado lunes de la peor forma. Los cadáveres descuartizados de esta exjugadora de balonmano y su pareja fueron hallados por la policía enterrados en un limonar de Alquerías (Murcia). Hasta el lugar los condujo Juan Cuenca, exgerente del Club Atlético Voleibol 2005 donde jugó la víctima, que había sido detenido días antes acusado de la muerte de la pareja, con quienes tenía negocios. Sin embargo no fue Cuenca el que se ensució las manos torturando a los holandeses. Ese trabajo se lo dejó presuntamente a dos sicarios, también detenidos, a los que pagó unos mil euros, cantidad que fuentes policiales no descartan que fuera solo un adelanto.
La muerte de Visser y Severein se suma así a la lista de casos en los que el asesino acabó con la vida de las víctimas a cambio de una suma de dinero. Unas cantidades bastante alejadas de las cifras millonarias barajadas en las películas, novelas y series de televisión, en las que el criminal ve aumentar su cuenta corriente varios millones tras apretar el gatillo.
Un cantidad poco mayor que la de Murcia, en concreto 2.000 euros, fue la que ingresó Eloy Sánchez Barba en una cuenta en Colombia a nombre de Charles Michael Guarín, acusado, y luego no condenado, de la muerte de Miguel Ángel Salgado Pimentel. En esta ocasión Sánchez Barba, condenado por los hechos, fue el encargado de encontrar a la persona idónea para acabar con la vida de Salgado Pimentel. La razón: su mujer, la abogada María Dolores Martín Pozo, lo quería muerto. La letrada, que veía peligrar la custodia de su hija, ya se lo había dejado claro a la víctima en los Juzgados de Familia. “Te tengo que matar, te tengo que ver muerto”, le gritó meses antes de su asesinato, por el que cumple 22 años de condena.
Para llevar a cabo sus amenazas, Martín Pozo se puso en contacto con su amigo Sánchez Barba, que hizo ingresos en la cuenta de Guarín por valor de unos 17.000 euros. Dicha cantidad se acerca a los 18.000 euros que agentes de policía estiman que rara vez se supera en este tipo de crímenes. Guarin, para el que la Audiencia Provincial de Madrid no encontró elementos suficientes como para condenarle por pegar tres disparos a la víctima, alegó que los ingresos se debían a un préstamo que le hizo a Sánchez Barba y que su rápida vuelta a Colombia tras el crimen se debía a una llamada urgente de su padre.
Subcontratación
Precisamente de Colombia venía Jonathan Andrés Ortiz cuando fue detenido en el aeropuerto de Madrid-Barajas acusado de la muerte del narcotraficante Leónidas Vargas. Este asesinato demuestra que hasta en el crimen organizado se produce algo tan común en las empresas como la subcontratación. En este caso, por la cabeza del capo Vargas uno de sus rivales en el negocio de la droga, Víctor Carranza, llegó a pagar más de un millón de euros, según el rumor que corría en esos días en los bajos fondos del crimen organizado. Ni la implicación de Carranza ni la cantidad exacta pudieron concretarse durante la investigación y el posterior juicio. Lo que sí quedó claro es que de ese millón de euros, Ortiz solo olió unos pocos miles de euros. Cosas de la subcontratación. Y es que hasta que Ortiz entró en el Hospital 12 de Octubre y le descerrajó cuatro tiros a Vargas, el encargo pasó por varias manos que se fueron llenando de euros.
Al igual que las cantidades distan mucho de las que salen de la imaginación de escritores y guionistas, la figura del sicario tampoco se asemeja a ese profesional de mirada fría, maletín en mano, que llega, hace su trabajo limpiamente y se va. En algunos casos son los propios contratados los que dan al traste con el asesinato. Es lo que le ocurrió a Jonathan José A. D., al que su indiscreción lo llevó a los calabozos. Jonathan fue contactado por Alberto D. H. para que acabara con la vida de su exmujer y así poder administrar sus bienes que pasarían a las hijas de ambas. Por el trabajo le llegó a ofrecer entre 10.000 y 15.000 euros, según reveló Jonathan a un amigo de la infancia al que le pidió ayuda para llevar a cabo la misión que le había sido encomendada. Las cosas empezaron a torcerse para Jonathan cuando explicó a su amigo que dicha misión consistía en asesinar a una persona.
Éste, asustado por lo que oía de labios de su antiguo compañero de juegos, decidió acudir a la Guardia Civil y colaborar en esclarecer quién era la futura víctima para evitar que se fuera al otro barrio. El amigo relataba a los agentes todo lo que Jonathan le contaba y así podían estar al día de lo que planeaban el sicario y la persona que lo contrató. Cuando obtuvo los indicios suficientes, la Guardia Civil detuvo a ambos, que, alejándose de la idea de unos disparos certeros, habían planeado asesinar a la mujer inyectándole mercurio. Un método que quizá sí que tenga cabida en una novela de asesinatos.
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