Copos de nieve en el mes de junio. Heladas en agosto. Frío, lluvia y oscuridad. Chimeneas encendidas y cosechas arruinadas. Hambre, enfermedades y motines. Podría ser el guion de una película de catástrofes o el capricho homicida de un dios menor, pero sucedió hace doscientos años en el Hemisferio Norte. 1816 es conocido en la historia de la climatología como el 'año sin verano'. Un infortunado fenómeno natural de consecuencias sociales dramáticas, que la ciencia no empezó a comprender hasta mediados del siglo XX y que dejó huellas perennes en la literatura, el arte, la política y la religión.
Dos siglos después de aquel verano polar en el que las temperaturas bajaron 4 grados centígrados de media, la humanidad afronta –fruto no del azar sino de su propia acción destructiva– otro cambio climático de consecuencias peores y más duraderas. El 'año sin verano' es hoy un marco de referencia donde los científicos buscan respuestas a cuestiones urgentes y muy actuales. Pero, ¿qué pasó exactamente en aquel estío de 1816 para que merezca ser recordado? Dos sucesos, muy extraños si se dan por separado y aún más improbables si acontecen al mismo tiempo: la erupción de un volcán y un periodo de anormal actividad solar.
En 1815 europeos y estadounidenses estaban a sus cosas: derrotando a Napoleón unos y construyéndose un país otros. Casi al mismo tiempo, en una minúscula isla de lo que hoy es Indonesia, a miles de kilómetros de distancia de Occidente, el volcán Tambora entraba en erupción. Fue una explosión gigantesca, una de las mayores registradas en la historia, que causó cerca de 60.000 muertes: sobre un máximo de 8 en el Índice de Explosividad Volcánica, la erupción del Tambora alcanzó un 7. Todavía hoy los vulcanólogos debaten sobre algunos detalles de aquel fenómeno y la posibilidad o no de poder predecir hechos similares en el futuro (algunos expertos advierten que la amenaza volcánica no está ni muchos menos neutralizada en nuestros días).
La formidable explosión liberó a la estratosfera una gran cantidad de aerosoles de sulfato. Gracias a los vientos, la ceniza fue cubriendo el Hemisferio Norte y debilitando la fuerza de los rayos solares
Tambora entró en erupción en abril del año de Waterloo, pero sus efectos en Eurasia y Norteamérica no comenzaron a sentirse hasta 14 meses después. La formidable explosión había liberado a la estratosfera una abundante cantidad de polvo compuesto de cenizas, rocas pulverizadas y aerosoles de sulfato. Gracias a la acción de los vientos, la ceniza volcánica fue cubriendo poco a poco el Hemisferio Norte con un denso manto que actuaba de filtro para los rayos solares. La consecuencia, que en la época solo el tenaz positivista Benjamin Franklin había llegado a percibir con ocasión de la gran erupción del volcán islandés Laki en 1783, fue un descenso de las temperaturas, acompañado de una serie de fenómenos climáticos más propios de otras estaciones.
Pero otro suceso inusual que tuvo lugar mucho más lejos contribuyó a enfriar todavía más el ambiente. Los astrónomos han constatado que el Sol tiene periodos de mayor y menor actividad, que a su vez se manifiestan en su actividad magnética. Las dos primeras décadas del siglo XIX coincidieron con uno de esos ciclos inusitados, el llamado Mínimo de Dalton, caracterizado por un menor número de manchas solares. La consecuencia climática en la Tierra de esta menor actividad solar fue el descenso de alrededor de 1 grado en la temperatura media. Así pues, el sol y sobre todo un volcán provocaron lo que los climatólogos J. Luterbacher y C. Pfister consideran, en un artículo publicado en 2015 en la revista Nature Geoscience, "la última gran crisis de subsistencia del mundo occidental".
1816 es uno de esos momentos en los que se puede hacer una cata precisa de cómo afectan los desastres naturales globales a las comunidades organizadas, más allá de burdas simplificaciones
La sola evocación de un año sin verano remite a cierta poética del desastre. Un presagio de zozobra, de que algo va a ir rematadamente mal. Pero en 1816, un año sin verano significaba por encima de todo una catástrofe de proporciones desoladoras (la creencia popular recurría al castigo moral a falta de una explicación causal mecánica más aséptica). El 'año sin verano' fue un año sin cosechas –la producción de cereal quedó arrasada casi por completo, lo mismo sucedió con la de vid–, y con legiones de hambrientos por las calles, oleadas migratorias, motines de hambre y fervor religioso (el influjo del racionalismo ilustrado no era tan común como ingenuamente creemos hoy).
Los historiadores que han estudiado el periodo navegan entre la pulcritud de los datos y las habituales acusaciones de determinismo ambiental. La influencia del clima en el comportamiento de las sociedades humanas y los cambios sociales es un tema espinoso. 1816 es uno de esos momentos en los que se puede hacer una cata precisa de cómo afectan los desastres a las comunidades organizadas, más allá de burdas simplificaciones. "Hemos estudiado multitud de variables", dice Armando Alberola, catedrático de Historia Moderna de la Universidad de Alicante y autor del libro Los cambios climáticos (Editorial Cátedra, 2014), “pero no nos habíamos percatado de la variable atmosférica”.
Al mismo tiempo que las enfermedades y el hambre devastaron las sociedades, sobre todo las económicamente dependientes de la agricultura, algunos historiadores han percibido justo en aquel año 1816 –y los dos o tres posteriores, que también fueron años de escaseces– un embrión del Estado benefactor. Gillen D'Arcy Wood, profesor de la Universidad de Illinois, asegura en su libro Tambora: la erupción que cambió el mundo (Cambridge University Press, 2014), que el trauma de 1816 sentó las bases para "la reeducación de las élites políticas en la era postnapoleónica en línea con sus responsabilidades humanitarias hacia los ciudadanos".
Los atardeceres de Turner y el nacimiento de Frankenstein
Aunque también afectó al mundo mediterráneo, ha sido la cultura anglosajona la más influida por el 'año sin verano'. Los icónicos atardeceres de los óleos de Turner, con esas veladuras que se creían fruto de un defecto en la vista del pintor, tenían en realidad su origen en la atmósfera turbia producto de la ceniza volcánica del Tambora. El verano-invierno de 1816 fue también la fecha de nacimiento literario de Frankenstein. Mary Shelley comenzó a escribir su novela durante las inusuales vacaciones que pasó, junto con el resto de su camarilla literaria –los Percey Shelley, Lord Byron y Polidori– en una villa a orillas del Lago Leman, en Suiza, uno de los países más afectados por el vertiginoso cambio climático de aquel año.
Otras crónicas, que entremezclan mito e historia, atribuyen a las alteraciones de aquellos meses el nacimiento de la religión mormona y la invención de una especie de protobicicleta que suplía la falta de tracción animal. En 1816 no hubo ninguna revolución, pero el ser humano comprobó, aunque no supiera la causa exacta, lo vulnerable que puede llegar a ser frente a los caprichos de la naturaleza. "A pesar de los avances de hoy, esa vulnerabilidad persiste, aunque ya no quede ni rastro de fatalismo", razona Alberola. El 'año sin verano' fue un poco como el avance de la catástrofe climática global: ¿un año sin invierno?
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