Sociedad

Un papa reformista para una nueva Iglesia

El papa jesuita está llamado a llevar a cabo una reforma de la Curia romana, uno de los cometidos que todos los cardenales parecen considerar prioritario. La Iglesia se juega su credibilidad social tan dañada últimamente por todos los escándalos del Vatileaks.

El papa negro, el primer papa americano, un pontífice jesuita, el nuevo Juan XXIII… Se acaban los calificativos para designar a Jorge Mario Bergoglio, desde este 13 de marzo de 2013, y para siempre, Francisco. Sin aditivos, ni números, como él mismo se presentó. Sin ornamentos, sólo con una cruz de bronce y la vestimenta blanca que distingue al Obispo de Roma. El hombre que pidió a los fieles que le bendijeran y proclamó que la humanidad debe ser “una gran hermandad” en sus primeras palabras al mundo.

Un papa para una reforma. Ha ganado la renovación, la que incluso llegó a postular el dimisionario Benedicto XVI con su renuncia, con su “no puedo más”. Un papa que atisba un cambio radical en la Curia, a la que ha criticado con saña. Un papa por y para los pobres, que a sus 76 años ya fue candidato al papado en el cónclave que eligió a Joseph Ratzinger hace ocho años.

Muchos católicos, la Iglesia del adiós, la de las prohibiciones, la del odio, la del dogma, está temblando de miedo. El papa de Roma, el viejito jesuita que estaba acabado, regirá los destinos de la Iglesia católica en el 50 aniversario del Concilio Vaticano II. Y uno, desde esta atalaya privilegiada romana, no puede por menos que acordarse de Juan XXIII, Giuseppe Roncalli, aquel que cambió la faz de la Tierra hace ahora cincuenta años, buscando en los surcos, en los límites, en las fronteras de los que sufren, aquellos a los que Dios más ama. Un papa de la Compañía de Jesús, que tiene en esas fronteras su razón de ser. 

El papa no hace la Iglesia. No es infalible, ni eterno, ni todopoderoso. Pero sí es un icono imprescindible en una sociedad tan acostumbrada a los mitos

El papa no hace la Iglesia. No es infalible, ni eterno, ni todopoderoso. Pero sí es un icono imprescindible en esta sociedad tan acostumbrada a los mitos, a las personas, a los gestos. Hay una Iglesia que tiembla. La que se había autoproclamado única detentadora de la Verdad Revelada, los únicos adalides de la tan cacareada “nueva evangelización”. Kikos, Opus, Comunión y Liberación (qué derrota la de Angelo Scola), por no hablar de los lefebvrianos, se retiran en silencio a sus cuarteles de invierno. No tardarán en regresar para reconquistar “su” Iglesia. Que no es la de Cristo.

Pues la Iglesia de Cristo es la de los márgenes, la de los sufrientes, la de quienes no tienen nada. La Iglesia de América, de Asia, de África. Una panoplia de diversas sensibilidades a las que este Papa sabrá acoger con mimo, con espíritu humilde y dialogante, como no puede ser de otro modo en un discípulo de Ignacio de Loyola.

Jesuita recto, dialogante, sencillo y sumamente austero, se desplaza en metro o bus por Buenos Aires y no le gusta que llamen eminencia. Cuando le preguntan cómo han de dirigirse a él siempre contesta diciendo: padre Bergoglio.

Reformar en profundidad a la Curia romana es uno de los cometidos que todos los cardenales parecen considerar prioritario en la labor del nuevo papa

Capaz, inteligente, profundamente espiritual y hombre de una sólida personalidad, no se arredraría a la hora de meter en cintura o de reformar en profundidad a la Curia romana. Uno de los cometidos que todos los cardenales parecen considerar prioritario en la labor del nuevo papa. La Iglesia se juega en ello su credibilidad social tan dañada últimamente por todos los escándalos del Vatileaks.

Una reforma de fondo, que persiga una mayor colegialidad y rescate del ostracismo la sinodalidad ya apuntada en el Vaticano II. Como dice el cardenal Kasper, otro emérito de prestigio, "la Iglesia necesita transparencia y colegialidad. Hay que salir del cerco del centralismo romano". Y añade: "Cambiar la Curia es una prioridad".

Con Bergoglio en el Vaticano la Iglesia podría ganar un nuevo Roncalli. Hasta en las formas, Francisco I se parece a Juan XXIII. Un papa reformista para la celebración del 50 aniversario del Concilio Vaticano II. Además, un salto del océano. Él lo recordó con sorna en sus primeras palabras públicas desde el balcón de San Pedro: “"Mis hermanos cardenales han venido a buscar un obispo de Roma casi al final del mundo”. La Iglesia queda en manos de un papa fiable, con experiencia, al que no le tiembla el pulso. “Limpio” de escándalos y con agallas para terminar la limpieza que no pudo o no le dejaron hacer a Benedicto XVI: la banca vaticana, los excesos de la Curia, los papeles secretos, los secretos papales… Un nuevo Roncalli del cono sur, un jesuita para reformar la Iglesia y el mundo.

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