Lo mejor de La casa de papel era (y es) su planteamiento inicial. Al principio la serie de Netflix nos sorprendió casi tanto como nos entretuvo. Nos hizo disfrutar de lo lindo en sus primeras temporadas pero ahora mismo, cuando se ha estrenado su quinta entrega y a la espera de la sexta y última, se mueve por derroteros francamente decepcionantes.
Los seguidores de La casa de papel vamos a seguir fieles, entre otras cosas porque necesitamos saber qué pasa con la banda de atracadores que comanda El Profesor. Pero la verdad es que, aunque incluso nos cueste admitirlo, esta serie ya no es lo que era. Quizás es que no puede serlo porque ya era completa, cerrada, incluso magnífica, con el asombroso atraco a la Casa de Moneda y Timbre, pero empieza a cojear cuando el empeño por alargarla desdibuja y hasta mancha, con el segundo y eterno atraco al Banco de España, esa originalidad primigenia.
Con esta serie siempre se produce en alguna medida ese fenómeno tan conocido de la suspensión de la incredulidad. O sea, esta ficción consigue eso tan difícil que consiste en que los espectadores se metan tanto en la historia que hasta renuncian a hacerse preguntas sobre la verosimilitud de lo que se cuenta. Si lo miramos fríamente, todo es irreal, imposible, inconcebible, claro, pero nos los creemos por lo mucho que nos gusta. Ese es uno de los secretos del éxito de La casa de papel, junto a la citada originalidad de la trama, la cuidada construcción de los personajes, la empatía con los ladrones que consigue un inteligente guion, ese punto de rebeldía frente a las injusticias del sistema y un largo etcétera de cualidades.
El desgaste es obvio. Lo que antes era pura frescura, adrenalina desatada, ahora ha devenido en momentos plomizos o inexplicables que más bien parecen ser una forma demasiado artificiosa de estirar el chicle
En las dos primeras temporadas se suspendía esa visión crítica de los espectadores por la fuerza de la acción. Sólo querías ver qué ocurría hasta el final del atraco. Eso empezó a dejar de pasarle al público a partir de la tercera parte, porque el planteamiento se repetía y, por ello, ya tenía con qué comparar. Aun así, podía aguantarse. En la cuarta el camino narrativo empezaba a torcerse bastante, si bien su abrupto final nos devolvía la esperanza (y la emoción). En esta quinta parte, que sigue siendo intensa e interesante para sus fans, la cosa ha empeorado.
El desgaste es obvio, incluso para sus seguidores más acérrimos. Lo que antes era pura frescura, adrenalina desatada, sorpresa en forma de plan inesperado, ahora ha devenido en momentos plomizos o inexplicables que más bien parecen ser una forma demasiado artificiosa de estirar el chicle. Tampoco convence mucho, por usarlo demasiado, el recurso de las elipsis continuas para mantener vivos a personajes que ya nos dejaron. Hasta la lectura política de la serie, que la tiene aunque a veces se haya exagerado interesadamente, parece peor construida.
Quizás la clave está simplemente en que no es nada fácil seguir sorprendiendo al público. Algunas de las sorpresas de esta quinta temporada resultan infumables, porque los personajes empiezan a hacer cosas que poco o nada casan con sus caracteres, de forma que más que una evolución asistimos a una revolución de algunos de ellos, además de que las situaciones que se presentan resultan cada vez menos creíbles, de forma que el argumento se tambalea (y que pensemos en todo ello, ya restaurada nuestra incredulidad, es la prueba de que algo no marcha).
Estamos, en suma, ante un declive casi tan evidente como lógico. Pero, aunque solo sea por todo lo que disfrutamos en su momento, seguiremos viendo hasta el final La casa de papel, por supuesto.
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