El 20 de julio de 1969, unos minutos antes de que la humanidad asistiera perpleja a los primeros pasos de un hombre en la Luna, Buzz Aldrin sacó una pequeña bolsa de plástico y procedió a extraer su contenido ante la mirada atenta y respetuosa de Neil Armstrong. Allí, en el interior del módulo lunar, y a 300.000 kilómetros de la Tierra, Aldrin sacó un pedazo de pan y un recipiente con vino y procedió a tomar la comunión. “Me gustaría pedir unos momentos de silencio”, comunicó por radio, “e invitar a quienes nos escuchan, quienes quiera que sean y estén donde estén, a detenerse un momento para pensar en los acontecimientos de las últimas horas y dar las gracias, cada uno a su manera”.
El pan y el vino los habría transportado con conocimiento de la NASA, pero el episodio no se conoció hasta meses después, cuando Aldrin lo reveló en una entrevista. El material para la liturgia cristiana se lo había proporcionado el pastor de la iglesia presbiteriana de Webster, en Houston, quien conserva el cáliz con el que el astronauta comulgó y celebra cada mes de julio un domingo de comunión lunar en recuerdo de aquel gesto. “Vertí el vino en el cáliz que nuestra iglesia me había dado”, explicó Aldrin en 1970. “En la gravedad de 1/6 de la luna el vino trepaba lenta y graciosamente por uno de los lados de la copa. Era curioso pensar que el primer líquido vertido en la Luna, y el primer alimento comido allí, fueran los elementos de la comunión”. Durante el ritual, Aldrin también tuvo tiempo de leer un salmo con un texto dirigido al Creador que luego dejó sobre la superficie del satélite: “¿Qué es el hombre para que te acuerdes de él, el ser humano para que de él te preocupes?”
FOTO CALIZ
Aquella pregunta, realizada en la soledad de la Luna y bajo la inmensidad de un cosmos silencioso, es especialmente perturbadora y relevante. ¿Qué hace del hombre algo tan especial en esta vastedad cósmica para que un ser superior haya puesto su interés en él, con toda su pequeñez en el universo? La respuesta está en ese mismo vértigo a que no haya una explicación última y a que estemos representando nuestra obra ante un teatro sin espectadores ni director. La respuesta hay que buscarla en la naturaleza del propio ser humano y su necesidad de respuestas y certidumbres, la que le lleva a realizar la proeza de movilizar a miles de ingenieros y recursos materiales para llevar a un hombre hasta la luna y que éste se llevé consigo sus miedos y creencias.
La pulsión hacia lo sobrenatural está dentro de nosotros, seamos campesinos o astronautas
Esta pulsión hacia lo sobrenatural está dentro de nosotros, seamos campesinos o astronautas. Es la misma que explica por qué los cosmonautas rusos, rodeados de la mayor tecnología desarrollada por la inteligencia humana, orinan en la rueda del autobús que les lleva hasta el cohete que les subiría al espacio, o por qué Rafa Nadal se toca el culo, la nariz y la oreja antes de cada servicio. Necesitamos conjurar nuestros miedos, aferrarnos a algún ritual que nos sujete ante del abismo de la incertidumbre y que nos haga creer por un momento que todo está bajo control. Religión y superstición tienen la misma raíz, por más que los defensores de la segunda quieran trazar fronteras de tiza imaginarias entre ambas formas de pensamiento mágico. Somos monos supersticiosos que en mitad de la noche se abrazan y se preguntan qué les deparará el día y cómo podrán evitarlo.
La evolución ha moldeado durante miles de años el mecanismo mental que nos ha llevado a establecer relaciones de causa-efecto casi inmediatas, a ver caras en el frontal de los coches y hechos milagrosos bajo la luz del sol. Por eso, como argumenta brillante Peter Harrison en un artículo reciente, los defensores de la ciencia como motor de secularización de las sociedades se han equivocado estrepitosamente. En su ingenuidad, antropólogos y filósofos anticiparon que el desarrollo de la ciencia y la tecnología nos llevarían a sociedades cada vez más alejadas de los dioses y la realidad nos ha puesto cara a cara con un mundo que se aferra a sus creencias o genera posverdades a la carta para su autoconsuelo.
“No hay tecnología y ciencia que acabe con lo que somos y lo que tememos”
Por eso Estados Unidos es la sociedad más avanzada tecnológica y científicamente y a la vez de las más religiosas, y por eso su presidente se agarra de la mano de los miembros de su gabinete y pronuncia una oración. “Si miramos a las sociedades donde la religión permanece vibrante, la clave que tienen en común no tiene tanto que ver con la ciencia como con los sentimientos de seguridad existencial y protección de algunas de las incertidumbres básicas de la vida”, escribe Harrison. En otras palabras, no hay tecnología y ciencia que acabe con lo que somos y lo que tememos. Y plantea una cuestión igual de interesante: quizá, en el empeño de contraponerse a la religión, la ciencia ha salido escaldada y está viendo amenazada su autoridad y credibilidad, como sucede en Turquía, donde se suprime la enseñanza de la evolución porque se asocia al intento de secularización del pasado.
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La reflexión es un poco siniestra porque implica un cierto grado de rendición ante lo irracional. Ya que no vamos a poder combatir contra este rasgo humano, dejemos de arremeter contra él y hagamos como que no está ahí y es solo un adorno. Asumamos mansamente que en las paredes de las naves interestelares con las que navegaremos por la galaxia en el futuro habrá crucifijos, mandalas y otros elementos religiosos. Los hombres se llevarán a sus pequeños y variados dioses locales sin que la perspectiva les haga reparar en su falta de lógica ni el problema de escala que plantea. Hace unos años, cuando el astronauta malasio Sheikh Muszaphar Shukor subió a la Estación Espacial Internacional (ISS) en pleno Ramadán, ya hubo un debate muy serio entre los líderes religiosos de su país para ver cómo debía rezar un astronauta musulmán en órbita. En primer lugar, está el problema de determinar la duración del día en una nave donde el sol sale y se pone cada 90 minutos. Y a continuación el asunto sobre cómo dirigir sus oraciones a La Meca si la estación está en constante movimiento orbital.
En 2007 hubo un serio debate sobre cómo debía rezar un astronauta musulmán en órbita
Finalmente, el consejo de sabios del Islam recogió cuatro posibles alternativas: 1) Intentar rezar hacia el lugar donde se encuentra la Kaaba, aunque eso implicaría tener que irse moviendo durante el rezo; 2) Rezar hacia un punto proyectado imaginariamente desde La Meca hacia el cielo; 3) Rezar simplemente hacia La Tierra 4) Rezar hacia cualquier lugar. Su conclusión fue que el astronauta debía hacer lo que pudiera siguiendo este orden de prioridades, pero ateniéndose a lo que fuera posible para él en el entorno espacial. A ellos también les tocó ser flexibles sobre las abluciones, el ayuno y las oraciones ante la tozudez de la realidad y el nuevo contexto. Y Shukor pudo hacer sus rezos sin que la circunstancia disminuyera ni un ápice su convicción ni su fe hacia las leyes dictadas hace cientos de años en un diminuto rincón del planeta azul apenas perceptible desde el espacio exterior. Leyes y creencias elaboradas por humanos que ni siquiera soñaban con volar, historias sobre dioses que daban instrucciones sobre qué hacer con las cabras, la arena del desierto o cuándo ayunar, pero demasiado pequeños aún para pensar a escala espacial.
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