Es un bloque de pisos diminutos, de esos que proliferan por la geografía nacional. La mayoría de sus residentes vive en régimen de alquiler, sólo unos pocos se han hipotecado. Las parejas treintañeras son mayoría, aunque hay grupos más jóvenes que, para reducir gastos, comparten piso. Con tanta gente en edad de procrear, llama la atención que apenas haya niños correteando por las zonas comunes. Lo que sí hay son perros. A falta de críos, los residentes miman, acarician y arrullan a sus animales de compañía. Es el retrato de una generación que vive al día, el reflejo de la España que, tras una época de elevada natalidad, se sumerge a toda velocidad en el invierno demográfico.
Los perros no cotizan a la Seguridad Social. Y no parece que lo vayan a hacer en el futuro, por más que sus incondicionales exijan sus derechos como “seres vivos no humanos”. Los niños por el contrario, trabajan y cotizan cuando se hacen adultos. Los trabajadores actuales están asegurando las pensiones a los jubilados de hoy, pero no serán correspondidos en la misma medida en el futuro, un problema ante el que todos han cerrado los ojos. Los políticos, porque gobernaron en el corto plazo, activando una bomba de relojería; los ciudadanos, porque vivieron al día, confiados en que el Estado les garantizaría una vejez digna por pagar puntualmente sus cotizaciones. “Contribuir da derecho a exigir” es el gran lema sobre el que ha descansado hasta hoy nuestra candorosa e interesada ingenuidad.
Hace 30 años ya se sabía que, si no se tomaban medidas, el sistema de pensiones entraría en un desfase colosal
Se ha afirmado hasta la saciedad que nuestro sistema de pensiones basado en el reparto constituye un mecanismo de solidaridad intergeneracional: los jóvenes pagan la jubilación de sus mayores, recibiéndola en el futuro de sus descendientes. Pero el concepto de solidaridad, siempre voluntario, resulta incompatible con el carácter obligatorio de las cuotas a la Seguridad Social. No obstante, la discusión no es filosófica sino técnica. Y, sobre todo, política. He ahí el quid de la cuestión… he ahí el problema.
Prefirieron despilfarrar… con nuestra complicidad
La revelación de que, a partir de la próxima década, los jubilados iban a recibir mucho menos de lo prometido es casi tan novedosa como el descubrimiento de que la Tierra es redonda. Tras un periodo de elevada natalidad, los nacimientos comenzaron a caer abruptamente a partir de 1975. Poco después, entre 1985 y 1990, se constató que el hundimiento de la natalidad y el consiguiente envejecimiento de la población, no eran fenómenos pasajeros sino permanentes. Es decir, ya se sabía entonces que, si no se tomaban medidas, el sistema de pensiones entraría en un desfase colosal hacia 2025, cuando alcanzasen la edad de jubilación generaciones excepcionalmente numerosas.
Dicho de otra forma, hace ya tres décadas recibimos dos noticias, una mala y otra buena. Supimos que el sistema de pensiones descansaba sobre una bomba devastadora. Pero también que el explosivo tenía una mecha muy larga, 35 años, lo suficiente para generar ahorro público extra e introducir paulatinamente elementos de capitalización. Sin embargo, el tiempo pasó y nada de eso hizo, ¿por qué?
Se permitieron, por ejemplo, otorgar demasiadas jubilaciones anticipadas en favor de colectivos muy influyentes
Es sencillo de entender. Cuando las generaciones nacidas entre 1960 y 1980, mucho más numerosas que sus antecesoras y sus predecesoras, comenzaron a trabajar, la enorme recaudación supuso una tentación irresistible para los políticos, ¿para qué guardar los cuantiosos recursos de esa etapa de abundancia si podían utilizarlos para favorecer a amigos y comprar voluntades y votos? Se permitieron, por ejemplo, otorgar demasiadas jubilaciones anticipadas en favor de colectivos muy influyentes. Les importó un bledo el peligro que acechaba en el futuro. Según su miope visión, treinta y cinco años eran comparables al lapso que media entre el Jurásico y el Cretácico: una eternidad. Así pues, se dedicaron con gran entusiasmo a generar déficits públicos en lugar de superávits. Carpe diem, y el que venga detrás, que arree.
Un cuento para incautos
Mucho se denuncia en estos días que la hucha de las pensiones, el fondo de reserva creado para pagar las jubilaciones en caso de necesidad, tiene los días contados. Pero esta alarma se asienta en una realidad virtual. El concepto de “hucha de las pensiones”es ficticio. Además de irrisoria, comparada con las escalofriantes necesidades futuras, es una argucia contable para vender a los crédulos que, a pesar de estar endeudado hasta las cejas, el Estado tenía algunos ahorros. Si esta partida se utilizaba para comprar deuda pública, es decir, para financiar otros gastos, ¿qué más da cómo la llamen? Dado que el Estado responde por la Seguridad Social, lo importante es el déficit o superávit consolidado, el de todas las Administraciones y la Seguridad Social en su conjunto: el resto es ingeniería contable, prestidigitación política para tranquilizar a los tontos.
Tuvo que ser Bruselas, por la gracia de una prima de riesgo disparada, quien advirtiera en 2012 que la mecha de la bomba era ya alarmantemente corta. Que de tanto hacer el Don Tancredo, finalmente nos había pillado el toro. Entonces, in extremis, se alumbró la reforma de las pensiones de 2013, que entrará en vigor en 2019, cuya filosofía consiste básicamente en que la cuantía percibida se ajustará a lo que el sistema pueda pagar. El importe de las pensiones no sólo se reducirá con el aumento de la esperanza de vida; también se adaptará al ciclo demográfico: a más pensionistas, menos pensión. Que se repartan lo que queda entre ellos y, si son muchos, mala suerte.
Los nacidos entre 1960 y 1980 percibirán ingresos inferiores en un 40% a lo que les habría correspondido antes de la reforma
Son lentejas. El cotizante seguirá obligado a contribuir una cantidad fija al mes (creciente para los Autónomos, prepárense), pero el Estado transferirá a cada cual según sople el viento de las circunstancias. Y como lo que sopla es el huracán del invierno demográfico… voilà!, ajuste a la baja para todos aquellos que pertenezcan a las generaciones muy numerosas: los nacidos entre 1960 y 1980 percibirán ingresos inferiores en un 40% a lo que les habría correspondido antes de la reforma.
El engaño de que las pensiones consistirían siempre en una prestación definida condujo a muchas personas a ahorrar insuficientemente para su jubilación: confiaban en tener garantizada una subsistencia digna y no será así. Dentro de un par de décadas, España vomitará una generación de mayores casi indigentes, de los que nadie querrá o podrá hacerse cargo. Nuestros jubilados ya no serán esa proverbial salvaguardia en las grandes recesiones sino una carga adicional.
Y es que una de las enseñanzas de esta crisis es que el mejor amigo del hombre no es el perro sino el abuelo. Así, al menos, lo certifica el estudio de Salvetti & Llombart, que desvela que en 2015 el 80% de los jubilados tuvo que ayudar a sus hijos. Este porcentaje era del 20% tan sólo cinco años antes, en 2010.
El drama de la recesión se ha suavizado porque los jubilados actuales pertenecen a una generación poco numerosa, con pensiones más o menos dignas. Pero si la actual crisis se repite en el futuro, esta válvula de escape ya no existirá. Los pensionistas de mañana ni siquiera podrán mantenerse a sí mismos. Sólo queda una salida: el ahorro privado. Pero hoy resulta muy complicado ahorrar habida cuenta del elevado desempleo, la precariedad laboral y la creciente presión fiscal. Es el precio que toca pagar por haber dilapidado 30 años.
En el Estado no hay huchas, sólo una caja única donde el dinero, según entra, se derrama instantáneamente por infinidad de recovecos
Otro mito hecho trizas
La crisis de las pensiones constituye otra muestra del perverso funcionamiento del sistema político español, trufado de mitos, engaños, declaraciones altisonantes pero vacías y, sobre todo, marcado por miopes objetivos de corto plazo, siempre favorables a la clase política, sus adláteres y los grupos de presión, nunca al servicio del ciudadano común. Las pensiones no pueden seguir siendo un arma para convertir a millones de jubilados en votantes cautivos, o una estafa legal para el cotizante actual. Pero este es otro de los tabúes que constriñen el debate a un conjunto de creencias inviolables, de mentiras, como que sólo el Estado, mediante el sistema de reparto, puede garantizar jubilaciones dignas. Ya tenemos la prueba de que no es así.
En este marco político, aumentar cotizaciones y subir impuestos no es la solución, señores burócratas. No engañen, en el Estado no hay huchas, sólo una caja única donde el dinero, según entra, se derrama instantáneamente por infinidad de recovecos y nunca más se supo. Necesitamos una reforma que conduzca a un sistema de pensiones más basado en el ahorro, en las decisiones de cada persona, que reduzca sensiblemente la capacidad de los partidos para manipular arbitrariamente nuestra vejez. El hombre libre es aquél que es dueño de su futuro. Y hoy, querido lector, su futuro no le pertenece.