Sonó el teléfono. El fijo, naturalmente, que entonces no habían llegado aún los celulares. Se cumplían las últimas horas del 22 de diciembre de 1976 y hacía frío. Vivíamos en Rosalía Trujillo, a 20 metros de López del Hierro, barrio de la Concepción arriba, gente de condición humilde. Pagábamos 12.000 pesetas mes de alquiler, poco más de los actuales 70 euros. Y aquella llamada nos sobresaltó. Adrenalina en estado puro. Había que movilizarse. Santiago Carrillo acababa de ser detenido, su calva coronada por la famosa peluca gris, en Madrid, y el partido llamaba a todos sus militantes a movilizarse. Llamaba no, ordenaba. Había que dejar la cena para mejor ocasión. Recuerdo la subida apresurada hasta la estación de Pueblo Nuevo, calle Alcalá, para tomar el metro con destino a la Dirección General de Seguridad, Puerta del Sol, donde a la sazón se encontraba detenido el secretario general del Partido Comunista de España (PCE), el “Partido” por antonomasia, el único que había plantado cara a la dictadura.
Recuerdo muy bien también aquel recorrido nocturno en metro que parecía un viaje al final de la noche. El nerviosismo me impedía sentarme, aunque sobraban los asientos. Tuve el presentimiento claro, la manera de vestir, la forma de mirarnos unos a otros, de que las 20 ó 25 personas que viajábamos en aquel vagón íbamos a lo mismo, habíamos sido convocados al mismo toque de silbato. Aquel era un ejército jerarquizado, organizado en células de unos pocos militantes cada una, capaz de ser movilizado en menos de una hora. Una maquinaria perfectamente engrasada. Y el general Carrillo había decidido hacer una demostración de fuerza ante el Gobierno de Adolfo Suárez, su ministro del Interior, Rodolfo Martín Villa y los famosos “poderes fácticos” de entonces. Dejé el metro pasado Sol. Ya se sabe, las “medidas de seguridad” que había que cumplir a rajatabla. Y ya en la calle me uní a la marea humana que avanzaba en silencio hacia el kilómetro cero. “¡Aquí, se ve, la fuerza del Pecé!”.
Éramos los heroicos soldados de un ejército a quien la historia, más pronto que tarde, reconocería el mérito de haber sacrificado sus mejores años para traer la democracia a España. Eso pensábamos entonces. Que nuestro sacrificio había merecido la pena
El resto es el recuerdo del gentío que llenaba la Puerta del Sol. Tres mil personas, dijo la prensa al día siguiente. A mí me parecieron decenas de miles. Y el grito que desde las movilizaciones convocadas por la Platajunta se había convertido en santo y seña de la oposición a la dictadura menguante de Franco: “¡Amnistía y Libertad!”. Y los botes de humo, los pelotazos de goma, las galopadas ante los grises que corrían porra en mano a la caza de manifestantes, y aquel portalón milagroso en la calle Carretas tras el que me refugié, el corazón a punto de estallar mientras los de la porra subían a grandes zancadas por las escaleras en persecución de los insensatos que no habían tenido mejor idea de correr hacia el cul-de-sac del último rellano. Luego la cita de seguridad, otro de los ritos obligados para la militancia del PCE después de cualquier “salto”. La célula, al mando de la intrépida Nati Gálvez, había superado la prueba sin bajas. Y aquella mirada cómplice, casi de éxtasis, con que nos despedimos aquella noche. Éramos los heroicos soldados de un ejército a quien la historia, más pronto que tarde, reconocería el mérito de haber sacrificado sus mejores años para traer la democracia a España.
Eso pensábamos entonces. Que nuestro sacrificio había merecido la pena. Eso creía aquella madrugada mientras volvía eufórico hacia Pueblo Nuevo. La misma idea de autosuficiencia que me embargaba los domingos al volver a casa, después de una de tantas tediosas reuniones de célula donde se discutían las no menos tediosas encíclicas que nuestro Papa rojo enviaba desde París: aquella gente que soñolienta me acompañaba en el metro con ganas de coger la cama, no podía sospechar que a su lado viajaba un militante del PCE que acababa de sacrificar su tarde del domingo para liberarles de la oprobiosa dictadura. ¡Tan importante me creía yo! Recuerdo bien que una de las consignas de Carrillo desde París, en vida del caudillo Franco, instaba a la militancia del PCE a trabajar “por la construcción de un partido socialista fuerte en España”, un misterioso partido del que nadie sabía nada entonces, pero que unos meses después nos daría sopas con honda en las urnas, quedándose con el santo y la limosna de la izquierda española.
La agonía de una dictadura que parecía eterna
Las novedades en aquella dictadura que parecía eterna, porque inmortal llegó a parecernos Franco, ocurrían siempre en invierno y de cara a la Navidad. Un año antes había tenido lugar la muerte del propio dictador. Los militantes recibimos el consejo de ser prudentes y poner tierra de por medio. De modo que Aurea y un servidor decidimos refugiarnos en Pedraza, Segovia, adonde viajamos a bordo de nuestro Seat 127. ¡Gallarda epopeya! Guardo fiel recuerdo del telediario de la noche, el tiempo detenido junto a la barra de un bar en una plaza de pueblo, y aquel gran desfile mortuorio en blanco y negro, mientras los paisanos jugaban al tute a nuestro lado con escasas muestras de compunción. Y aquella habitación vacía de todo aditamento, una bombilla colgando desnuda del techo, el frío intenso, el peso de las mantas, y la firme esperanza de un futuro en libertad que ya casi se podía tocar con las manos.
Ocho días después de la exhibición de fuerza en la Puerta del Sol, 30 de diciembre de 1976, Carrillo abandonaba la prisión de Carabanchel tras el pago de una fianza de 300.000 pesetas. La jugada había salido redonda: al forzar su detención había puesto al Gobierno Suárez entre la espada y la pared. La espada de meterlo en la cárcel con el consiguiente escándalo internacional, y la pared de dejarlo en libertad, lo que era tanto como abrir la puerta a la legalización del partido y a reconocer que sin el PCE cualquier intento de salida democrática al franquismo era pura entelequia. La movilización de Sol y sobre todo la enorme manifestación de duelo que acompañó al sepelio de los abogados laboralistas asesinados en Atocha habían hecho creer a los herederos del Régimen que el partido era una fuerza capaz de dar al traste con cualquier apaño de apertura democrática. Fue un éxito de Carrillo: engañar al establishment patrio con una fortaleza de la que en realidad el comunismo carecía en España.
El partido no había podido, o tal vez no había sabido, abrirse a una sociedad como la española que deseaba pasar página cuanto antes de la guerra civil. Para millones de españoles, aquel PCE de jóvenes militantes que yo conocí olía a naftalina
Poco tiempo después, 9 de abril de 1977, Sábado Santo, apenas dos meses antes de las primeras elecciones democráticas, el PCE era inscrito en el entonces llamado Registro de Asociaciones Políticas tras cerca de 40 años de demonización. La noticia de la legalización del partido, RNE al aparato, me cogió entrando en Madrid por la carretera de La Coruña camino de Moncloa. Alegría desbordante y preocupación, si no miedo, por la reacción que la valiente iniciativa de Adolfo pudiera provocar en Ejército y Policía, en particular en aquellos siniestros “secretas” que habían amargado nuestros años de estudiantes. “Se me encargó la misión de llevar a buen puerto la reforma política de nuestro país, y comparezco a juicio público con ocasión de esta primera consulta democrática”, aseguró Suárez el 3 de mayo de 1977, al anunciar su candidatura para las generales del 15 de junio, las primeras elecciones democráticas desde febrero de 1936.
El resultado de aquella consulta llamada a alumbrar unas Cortes constituyentes fue un completo varapalo para un PCE que había reñido en solitario la larga, atroz batalla contra el franquismo. La UCD obtuvo 165 escaños, por 118 del PSOE y apenas 20 del PCE. La decepción entre la militancia, mi decepción, fue tremenda. Los españoles nos habían dado la espalda, negándose a reconocer nuestros méritos como martillo pilón de la dictadura. Resultó evidente que en tan corto espacio de tiempo el partido no había podido, o tal vez no había sabido, contactar y abrirse a una sociedad como la española que deseaba pasar página cuanto antes de la guerra civil, una distancia –como la separaba a los dirigentes del partido en el interior de aquellos procedentes del exilio- que tampoco contribuyó a aminorar la presencia de Carrillo y otros dirigentes de edad avanzada en las listas electorales. Para millones de españoles, aquel PCE de jóvenes militantes que yo conocí olía a naftalina.
Nunca fuimos comunistas
Muchos de aquellos jóvenes, por lo demás, no aceptaron de buen grado las concesiones -la monarquía como forma de gobierno y la bandera rojigualda, entre otras- que el PCE se vio obligado a realizar a cambio de su legalización. Carrillo, tan dañino en tantas cosas, acabaría prestando un último gran servicio a España aceptando las reglas de juego democrático y, lo que es más importante, desmontando piedra a piedra aquel ejército clandestino cuya fuerza con tanta eficacia había sabido mostrar la noche de su detención en la Puerta del Sol. Las elecciones de junio de 1977 significaron la culminación de una ilusión y la señal de estampida para quienes militaron a mi lado. Uno tras otro fuimos abandonando un partido que seguía llevando en su seno el estigma de una concepción estalinista de la política y la vida. Ya no pintábamos nada en aquella estructura jerarquizada que seguía hablando de dictadura del proletariado. Ninguno de nosotros fuimos nunca comunistas ni Cristo que lo fundó. Simplemente renegábamos de la dictadura y queríamos trabajar en favor de un cambio democrático. Queríamos vivir en democracia. Y el único instrumento capaz de hacer posible aquella lucha resultó ser el PCE. Eso fue todo.
Hoy seguimos siendo amigos en la distancia. Salvo José María Barreda, que al abandonar el PCE decidió refugiarse bajo el paraguas calentito del PSOE, todos hemos transitado en las últimas décadas, a veces cual pollos sin cabeza, por la senda de ese liberalismo donde reside la defensa de la vida, la libertad y el derecho de propiedad, los tres pilares sobre los que se asienta el progreso de las naciones. No pocos hemos pisado el umbral electoral del PP, para acabar también arrojados a las tinieblas por la indecencia de un partido convertido en una máquina de ocupación del poder. Tal parece el sino de quienes corrimos ante los grises en la Puerta de Sol. El mito del judío errante castigado a vagar por siempre sin encontrar acomodo en tierra alguna. Avergonzados hoy por el Estado de Partidos en que ha derivado esta sedicente democracia carcomida por la corrupción, partidos resueltos a seguir chupando de la ubre de una Transición agotada. Como diría Borges en El Aleph, decididos a “retrasar el momento de su muerte y multiplicar el número de sus agonías”. Pero determinados, también, a seguir luchando por mejorar la calidad de esta maltratada democracia nuestra, a seguir peleando por esa regeneración de la que hoy casi nadie habla. Hasta que el cuerpo aguante.