“Duró el ímpetu grande de la batalla cerca de cuatro horas y fue tan sangrienta y horrenda que parecía que la mar y el fuego fuese todo uno, viendo dentro de la misma agua arderse muchas galeras turcas y dentro la mar, que estaba roja de sangre, no había otra cosa que aljabas, turbantes, carcajes, flechas, arcos, rodelas, remos, cajas, valijas y otros muchos despojos de guerra, y sobre todo muchos cuerpos humanos, así cristianos como turcos”, estas líneas pertenecen a la crónica de un soldado de la batalla de Lepanto. La infinidad de cuadros que celebraron la victoria del bando cristiano muestran a una maraña de barcos anudados con decenas de largos remos astillados, naves incendiadas, humo de artillería y pendones flotando, un caos en el que miles de hombres se jugaban la vida en combates cuerpo a cuerpo.
En Gloria Imperial (Edaf), Carlos Canales y Miguel del Rey analizan la que Cervantes describió como “la más alta ocasión que vieron los siglos”. Este hito bélico, en el que fue herido el genio de la lengua española, representa el canto de cisne de la forma de guerrear que habían visto las aguas del Mediterráneo durante siglos.
Canales y Del Rey califican a Lepanto como “la última batalla de la antigüedad”, más cercana a las guerras púnicas que a las también navales Terceras (1582) o Gravelinas (1588). Lepanto fue más bien un enfrentamiento terrestre librado en el mar, al abordaje, y en el que participaron los mejores cuerpos de infantería del momento: tercios y jenízaros.
Predominio de las galeras
Las galeras seguían siendo las reinas en la guerra naval por su capacidad de desplazarse con vientos ligeros y la maniobrabilidad que ofrecía al poder acercarse a las costas e iniciar un ataque anfibio.
Los autores que han analizado en otras obras la evolución de la armada (Naves mancas, Las reglas del viento, y De madera y acero) explican la pervivencia de las galeras en el Mediterráneo en dos motivos técnicos: la escasa potencia de la artillería de la época y la falta de un modelo táctico que paliara los defectos que los buques de vela en aguas tranquilas.
A pesar de que su fuerza motriz eran las dos hileras de remeros, estas naves alargadas y estrechas (generalmente, 50 metros de eslora y 6 de manga) también contaban con uno o dos mástiles para desplegar las velas con viento propicio.
Motor humano
El motor de las naves eran unos inmensos remos de 12 metros y entre 130 a 150 kilos de peso, impulsados por los galeotes, mayoritariamente esclavos o condenados por la justicia. Nos sirve para ilustrar esta sala de máquinas, la boga de Charlton Heston en Ben-Hur a pesar de estar ambientada en el siglo I.
La coordinación era esencial para la correcta marcha de la nave, el cómitre era el encargado de coordinar esta fuerza motriz humana acompasada por el toque de algún tambor o corneta y espoleada por el látigo en las espaldas de los despistados.
Las condiciones de vida eran nefastas, hambre, sed, temperaturas extremas en lugares insalubres y pestilentes, se contaba que el olor que desprendían podía ser detectado a millas de distancia. Un estudio sobre los galeotes franceses del XVII señaló que la mitad de ellos moría durante su condena.
El mando del barco quedaba en un capitán, que junto al resto de la tripulación podía superar las 250 personas. A ellos había que sumar un número similar de tropa de infantería agrupada en tercios.
Espolón, artillería y abordaje
Con cada hombre en su puesto, llegaba el momento del choque, literal, contra el enemigo. El objetivo de los combates de galeras era incrustar el espolón de la nave, una especie de ariete situado en la proa, contra el casco de la enemiga para intentar desfondarla.
Momentos antes del choque comenzaba la lluvia de artillería que culminaría con el asalto al abordaje de la infantería. Semanas antes de Lepanto, un experto de la guerra naval recomendaba por carta al capitán de la flota de la Santa Alianza, Juan de Austria, disparar la artillería lo más cerca posible del enemigo: “Que el ruido de los espolones y el trueno de la artillería había de ser todo uno o muy poco menos”. Unas brutales embestidas que se grababan a fuego en la mente de los protagonistas como reflejó el propio Cervantes en el Discurso de las armas y las letras El Quijote (ver texto abajo). En el caso de las dos naves capitanas de Lepanto, el choque fue tal, que el espolón de la Sultana llegó a la cuarta fila de remeros de la nave cristiana, la Real.
Que el ruido de los espolones y el trueno de la artillería había de ser todo uno
Con los buques emparejados, generalmente uno contra uno, la refriega se transformaba en una batalla terrestre sobre plataformas flotantes. Cualquier ardid era bienvenido, desde enjabonar y engrasar la cubierta para provocar resbalones en el enemigo, al lanzamiento de teas incendiarias. Por último llegaba el enfrentamiento directo, con la artillería todavía presente en forma de mosquetes o arcabuces, y con toda clase de armas blancas. Como curiosidad, los otomanos utilizaron arcos, casi un anacronismo para unas lides que cada vez olían más a pólvora.
Saqueo y botín
La crónica que encabeza este texto continuaba: “... pero con toda esta miseria los nuestros no se movían a piedad de los enemigos que andaban de la manera que está dicho, aunque ellos demandasen misericordia, antes les daban muchos arcabuzazos y golpes con las picas”. El golpe de gracia a los enemigos malheridos era un elemento presente en las batallas de la época.
Con la adrenalina y la rabia brotando por cada poro del cuerpo, los actos de venganza una vez rendido el enemigo eran también comunes. No es muy difícil imaginar la reacción de alguno de los miles de galeotes esclavizados contra sus captores cuando fueron puestos en libertad. Aunque por encima del desquite estaba el botín, ya fuera el minucioso saqueo de las pertenencias enemigas, o la captura del enemigo para posterior venta como esclavos o el pago de un rescate.