Los cinéfilos son una especie en vías de extinción, casi tanto como los videoclubs. Lo certifican dos ensayos breves de reciente edición: Contra la cinefilia: historia de un romance exagerado de Vicente Monroy (Clave Intelectual) y Un cinéfilo en el Vaticano, escrito por Román Gubern (Anagrama). El primero tiene alcance general y retrata cómo profetizar la muerte del cine forma parte del amor enfermizo de muchos hacia el séptimo arte. Jean-Paul Sartre, por ejemplo, proclamó en 1946 que Ciudadano Kane no era cine porque no estaba narrada en tiempo presente, mientras que Jean-Luc Godard calcula que la vida del cine no sobrepasaría la de una persona normal (entre ochenta y cien años, coincidiendo casi -ejem- con la suya propia). La frase que abre el libre no se anda con chiquitas: “Le olía mal el aliento, como a todos los cinéfilos”, línea de la actriz Elizabeth Moreau en una película de Luc Mollet.
Monroy (1989) es profesor de cine, guionista y arquitecto. Su ensayo acierta de pleno al mezclar teorías cinematográficas con experiencias personales en las salas. La mejor, que escoge para cerrar el libro, le ocurrió de niño y es preferible no destriparla. Igual de potente, pero más habitual, es la sensación de salir del cine donde una película te ha impactado y sentir que el mundo no está a la altura. Le ocurrió en 2007, en su primer año de estudiante en Madrid, tras una sesión de El río de Jean Renoir. “Mientras iba andando hacia la calle Atocha me daba cuenta de lo extraño que me parecía que la gente siguiera a lo suyo después del milagro al que acababa de asistir. Un extrañamiento de tipo existencialista. ¿Cómo es posible que la realidad no se sometiera a aquel mundo mejorado y estético de la película?”, se preguntaba.
"Nuestra única política era la de los autores. Buscábamos moral en la forma”, admite el crítico Philip Lopate.
Con máxima audacia, desmota la pedantería típica de los cinéfilos clásicos, esos que piensan que un ‘travelling’ equivocado puede convertir en fascista una película contra los nazis. Estos juicios sumarísimos condenaron al comprometido Gillo Pontecorvo y absolvieron al brutal director de serie B Samuel Fuller, de manera bastante arbitraria. “La fe sobrenatural en la vitalidad de las imágenes contrasta con los aires de intelectual moderno que se da el cinéfilo”, escribe. Dicho en cristiano: la mayoría de los adictos al cine se creen filósofos, pero raramente pasan de beatas absorbidas en el análisis de sus veneradas estampitas. “Incluso cuando Godard pareció en un momento dado coquetear con la derecha, no nos molestó. Éramos apolíticos (…) Nuestra única política era la de los autores. Buscábamos moral en la forma”, admite el prestigioso crítico Philip Lopate. Seguramente eso define la nouvelle vague: un movimiento capaz de defender el maoísmo porque sonaba molón.
Se ve muy claro en otro tic de denuncia Monroy: “Constantemente leemos a críticos o usuarios de las redes sociales que dice que determinada película es un fiel reflejo de un hecho histórico o de un determinado conflicto psicológico (…) Puedo apostar a que ninguno de estos críticos han estado en una guerra -especialmente en una guerra submarina- y probablemente no sepan más de los episodios de Dunkerque o May Lay que lo que han visto en las películas de las que hablan”. En este sentido, hay un capítulo en el libro “Guía del usuario para siglo XXI”, de J.G Ballard, donde el novelista explica que la mayoría de películas bélicas se basan en hazañas individuales cuando en un campo de batalla real siempre están condenadas al fracaso. Quien quiera hacerse una idea de los conflictos humanos viendo cine está viajando con una brújula borracha.
Santos y sucedáneos
¿Cuál es, entonces, la moraleja de este ensayo, bien regado con ejemplos? “Es verdad que ir al cine se puede convertir en un sustituto de vivir. No es cierto que me arrepienta de una sola de las horas que me he pasado viendo cine, ante o ahora, en tanto que el hábito ha persistido hasta hoy, pero tampoco me opondría si alguien me dijera que la cinefilia crónica promueve la pasividad ante la vida, una tendencia a la estilización de la realidad, una absorción narcisista que dificulta el contacto con los demás”, admite. Justo en las antípodas de este enfoque, discurre Un cinéfilo en el Vaticano, donde el erudito Román Gubern explica la solemne experiencia de participar en un comité vaticano encargado de seleccionar en 1995 las películas espiritualmente relevantes de los primeros cien años de la gran pantalla. La cosa se desmanda hasta el punto de que casi le toca escoger un santo patrón para el mundo del celuloide.
Casi toda la acción transcurre en Roma, donde el autor describe como la iglesia católica tiene una extensa tradición en el manejo de imágenes, que les permite no prestar especial atención al cine hasta que este cumple su primer siglo. La gestión de obras como la Capilla Sixtina, el Laocoonte y el legado vaticano de siglos seguirán siendo cruciales para nuestra percepción estética cuando los universitarios pregunten qué es la Metro-Goldwin-Mayer. El texto destaca por su documentación y sus anécdotas, como la de entrar a curiosear en una iglesia y encontrarse a Giulio Andreotti con dos guardaespaldas esperando recibir la comunión. La lista final no solo fue sustanciosa, sino también polémica, por ejemplo consiguió "irritar al director católico Franco Zeffirelli, quien protestó porque se hubieran películas del homosexual y marxista Pasolini o del ateo Buñuel, ignorando olímpicamente sus biografías cinematográficas ortodoxas de Jesús de Nazaret y de San Francisco de Asís". Señal de que no estamos ante una selección dócil.
El libro se lee como una confirmación de por qué el Vaticano es una organización más potente, flexible y culta que Hollywood
Una frase reveladora: “La imaginería cristiana ortodoxa nació condenada al academicismo normativo, para evitar que su excesiva belleza o su gran originalidad pudieran impedir la ‘translatio’ deseada”. La jerarquía temía que los valores estéticos desplazaran a los éticos, tal y como ha ocurrido casi siempre en Hollywood. En realidad, se pueden combinar ambos criterios, como confirman los mejores filmes. También hay otra cosa en que la Iglesia venció a los grandes estudios: dar permiso para adaptar las imágenes a las tradiciones locales, evitando toda tentación colonizadora. “El arte religioso debe ser un instrumento de evangelización, no de europeización, por lo que formulaba el deseo de que los misioneros utilizaran modelos iconográficos indígenas, adaptándolos al culto católico”. Sea o no la intención de Gubern, el libro se lee como una confirmación de por qué el Vaticano es una organización más potente, flexible y culta que Hollywood y por eso durará mas en el tiempo y tendrá más relevancia cultural. Y eso que toda la experiencia narrada transcurre en tiempos del dogmático Juan Pablo II.