La juez Dolores MacHor y el policía Juan Iturri vuelven en un nuevo caso de misterio, asesinatos y conspiraciones en Los crímenes del caviar, la última novela de Reyes Calderón. Una llamada de teléfono arranca esta aventura en la que estarán envueltas las más altas esferas de la Iglesia con los actuales enfrentamientos entre las facciones más progresistas y más reaccionarias de la institución.
Un alto eclesiástico, monseñor Igor Zánel, y un potentado saudí, emparentado con la familia real de su país quieren que Iturri investigue unas extrañas muertes ocurridas en España, en el exclusivo entorno de Sotogrande. Entre los muertos están un cardenal, Ochavarría, y un hermano del potentado saudí. El cardenal es un papable, cuyo asesinato puede provocar un escándalo que interesa evitar.
Para Iturri, el marrón es doble. Porque está a punto de comenzar sus vacaciones y porque “los crímenes -se dice el policía- no olían a pobre, olían a cuna dorada, a antepasados ilustres, a vanidad mórbida. Ni polvo blanco, ni chicas de alterne ni pistolas semiautomáticas… El que querían endosarme era un marrón señorial, sofisticado… Eran crímenes de ricos… Y había de todo en abundancia: un antiguo Bentley azul, un club de golf, una mansión con cocinero francés, un yate de gran eslora y baños de oro, una cruz pectoral…”. Más aún: semejantes personajes (los muertos y los comensales) parecen requerir la intervención de alguien muy por encima de Iturri, quien que, pese a su brillante trayectoria, no deja de ser un segundón. La reunión -privada, confidencial y, con toda seguridad, destinada a no dejar huella- no puede ser más inquietante.
De modo que se dan todas las circunstancias para que el policía rechace un caso que le llega por sospechosas vías extraoficiales. Todas… menos una. Entre los muertos -además de los citados, de otro millonario local y del propietario de una importante empresa farmacéutica y su esposa- está también un médico español, el doctor Jaime Garache, que es (era) nada menos que el esposo de Lola MacHor. Iturri, que solo tiene dos debilidades, su pipa y Lola, que bebe los vientos por esta, aunque no sepa la razón, ve cómo se le abre una ventana de esperanza. Además, investigar la muerte de su marido es una forma de ayudar a la mujer que ama.
Radiografía de los ricos
Un caso policial enrevesado con misteriosas conexiones, una historia de amor, las oscuras luchas internas en el seno de la Iglesia, se dan cita en este nuevo título de Calderón. Sotogrande, se dice en la novela, es la antítesis de Marbella: privacidad, diversión sana, familia y deporte. Es una zona que parece el paraíso, punto de encuentro de océanos y continentes. Con una playa virgen de casi un kilómetro de longitud, agreste, con vistas espectaculares: Marruecos a un lado, al otro el Peñón. Y amaneceres de ensueño. Sotogrande alberga un hotel boutique con una soberbia balconada sobre la Marina. Y casas de hermosa arquitectura mediterránea, “una deliciosa gama de sonrojos de albero, tierra y rojo tostado”.
La autora también hace una radiografía y taxonomía al mundo de los ricos que divide en tres categorías: tradicionales, auténticos y nuevos. Los tradicionales, como su nombre sugiere, son los de siempre; viven de rentas, sin haber trabajado un solo día en su vida. Los nuevos, por su parte, son ostentosos y algo extravagantes, fieles a su naturaleza. Finalmente, los auténticos representan un perfil victoriano, con gran aprecio por el esfuerzo, la austeridad y el cumplimiento de las obligaciones fiscales (según aseguran). Su objetivo principal es dejar un legado que mejore el mundo en comparación con cómo lo recibieron.
En Sotogrande, todo es recto, silencioso, suave, con un asfalto liso como un folio; césped infinito, palmeras inmensas, olivos centenarios. Es la urbanización de lujo más segura del mundo, en la que el riesgo para los vigilantes es la muerte por aburrimiento. Pero, como todo paraíso, tiene su serpiente. La también llamada Millolandia, el lugar donde hasta los perros cotizan en bolsa, contiene a demasiados estúpidos por metro cuadrado, aunque no todos sus residentes sean iguales, y los que trabajan allí se sienten más pobres de lo que en realidad son. Con todo, lo peor es que está en la zona del Estrecho, una de las autopistas de la droga, cuyo tráfico trata de combatir una guardia civil mal dotada.
Los narcos, al revés que en Marbella son autóctonos (con apodos no menos autóctonos: el Tomate, el Messi, el clan de los Castaña). Aunque el 70% de los jóvenes está en paro, muchos lucen la inconfundible estética narco de cadenas de oro y conducen cochazos deportivos. No se esconden, al contrario, se sienten importantes, héroes populares protegidos por el puebl que vive de ellos.
Como en toda novela policiaca moderna que se precie, en Los crímenes del caviar nada es lo que parece ser en un primer momento. Por supuesto, las explicaciones de Zánel, el monseñor mundano, no eran del todo ciertas, y su interés por la investigación -el cardenal Ochavarría “iba a ser un instrumento de Dios, pero esa panda de eclesiásticos comunistas amigos de homosexuales se lo ha llevado por delante”- no era exactamente el que dijo. Iturri se encuentra con una intriga que le depara sorpresa tras sorpresa, giro tras giro.