Tenemos, madres y padres del mundo, una declaración de guerra acechando nuestras puertas. El antinatalismo está intentando implantarse a golpes entre nosotros, pero va tan en contra de la naturaleza humana, que solo puede hacerlo mediante una campaña de modificación conductual que haría las delicias de Skinner y demás apologetas de la conversión de los ciudadanos en ratones de laboratorio sometidos a reeducación. El modus operandi antinatalista consiste en invertir de manera completa la realidad, afirmando contra toda evidencia que hay presión para tener hijos en lugar de para no tenerlos, y amenazando a los potenciales padres y madres con el destierro, pues según nos dicen varios machos alfa “traer hijos al mundo es éticamente problemático” (Miguel Ángel Castro) en tanto en cuanto “reproducirse es un acto completamente egoísta: tu hijo, hije o hija va a vivir en un mundo horrible” (Eduardo Casanova).
El antinatalismo no solo promulga el paro de la natalidad en un país con una tasa de nacimientos bajo mínimos como España, sino que deja claro a toda mujer que contravenga su mandato que ser madre y feminista no es posible porque “el feminismo emancipador solo puede ser uno no alineado con el frente natalista, maternalista o patriótico” (Nuria Alabao). En esta guerra cultural, la verdadera batalla por la modificación conductual de la población se libra en la creación de un imaginario compartido que presente el antinatalismo como el nuevo horizonte deseado. La industria audiovisual es, en este sentido, el mayor instrumento de dominación. Por ejemplo, si el aclamado drama Cinco Lobitos decía desmontar el “mito de la maternidad”, e invitaba a toda mujer a pensarse ad aeternum si quiere ser madre para evitar toda posible frustración, Clock, la última producción de Disney para adolescentes narra las penurias de una mujer que padece una cruel y asfixiante presión social para tener hijos. Esta presión, por irreal e inverosímil que sea, traslada al espectador adolescente la impresión de que hoy en día no tener hijos es una postura heroica, justo cuando lo heroico y radicalmente contracultural es tenerlos.
Deshumanización y antinatalismo familiar
En tanto ideología negativa, el antinatalismo tiene como objetivo deslegitimar moralmente a aquellos que tienen hijos para imponer un ethos antifamiliar que se ajuste al mundo poshumano de sujetos aislados e hiperdigitalizados ansiado por el capitalismo actual. En los últimos años han proliferado varios ensayos que han tenido una importante resonancia crítica y que, a modo de libelo, acumulan argumentos contra la natalidad desprovistos de toda lógica. Una de las ideas antinatalistas más extendidas es que tener hijos es irresponsable pues, como afirma Lina Meruane en Contra los hijos, “los hijos, lejos de ser los escudos biológicos del género humano, son parte del exceso consumista y contaminante que está acabando con el planeta”. Por su parte, Corinne Maier en No Kids. 40 buenas razones para no tener hijos, percatándose de que las mayores tasas de contaminación provienen de los países con mayor índice de natalidad, asegura que “cada niño nacido en un país desarrollado es un desastre ecológico para el planeta entero”.
El argumento es un simple cúmulo de babas, pues quien más contamina es el individuo antinatalista que libre de hijos se dedica a desplazarse de un lugar a otro del planeta o a consumir, en todo caso, de una manera mucho menos respetuosa con el planeta que esa estructura de optimización de recursos y eficiencia ecológica que es la familia. La misma Corinne Maier, que en cuanto madre es una excepción entre los antinatalistas, afirma lamentar por momentos haber tenido hijos y confiesa que “si no [los] hubiera tenido, ahora estaría dando vueltas al mundo con el dinero que me han dado mis libros”, es decir contaminando en una orgía viajera neoliberal.
En consonancia con este modo de vida tan poco austero sorprende que otro de los argumentos contra la natalidad sea que “el niño es un aliado objetivo del capitalismo” (Maier) y que la maternidad supone un servicio de sumisión al capitalismo que posibilita su reproducción, como defiende todo el frente femenino antinatalista. En el contexto actual de capitalismo digital sucede exactamente al revés, pues solo quien no tiene hijos puede ser siervo del capitalismo de la atención de las redes sociales o de plataformas digitales al estilo de Netflix por la sencilla razón de que los padres y madres debemos ocuparnos de demasiadas cosas, de modo que el sistema nos obliga a vivir y la vida nos impide en su radical inmediatez ser esclavos digitales. Mención aparte merece el hecho de que aquellos que no tienen hijos pueden aceptar condiciones laborales en principio más precarias que acaban devaluando el mercado laboral, además de blanquear la especulación inmobiliaria mediante el coliving o habitando en espacios diminutos.
El antinatalismo está tan imbuido de una ideología consumista y poshumana que no se percata de que los sacrificios y renuncias que denuncia son deseables
Este alegato quizás más sorprendente del antinatalismo es, sin embargo, aquel que desde una perspectiva de izquierdas aboga por sustituir los niños no nacidos por inmigrantes, de manera que si Europa “abriera sus vigiladas fronteras” se podría “solucionar el problema haciéndole hueco a tanta persona apretujada en otros lugares de la geografía” (Meruane). Esta propuesta es defendida incluso por teóricas feministas como Nuria Alabao, quien pese a haber criticado con tino el sesgo clasista de las medidas aprobadas por el Ministerio de Igualdad, no parece tener problemas en que personas que, en tanto que inmigrantes, nunca tendrán los mismos derechos que los nacionales sean las encargadas de hacer el trabajo sucio -incluyendo cambiar en cuarenta años los pañales a los antinatalistas del presente- de la España del mañana. La crueldad de este argumento es, además, mayúscula, pues los inmigrantes, que suelen valorar la familia como un bien supremo, son y serán obligados a abandonar sus países y a renunciar al cuidado de sus hijos para servir a tiempo, a menudo completo, a estos españoles posthumanos.
Este régimen de dominación al que los antinatalistas quieren someter a los inmigrantes en nombre del bien no es de extrañar, pues los inmigrantes, al querer tener hijos, representan un estrato atrasado de la humanidad al que hay que disciplinar. El antinatalismo defiende, de hecho, que las mujeres que se reproducen no tienen conciencia y que “por más que ellas afirmen que todo lo han hecho por propia voluntad (…) han incidido en sus decisiones (…) el molde social, político, económico que habitan” pues “mantenerlas tan ocupadas es precisamente lo que les impide elaborar un pensamiento crítico de su situación y hacer algo” (Meruane). En una línea aún más maternófoba el feminismo antinatalista defendido por Alabao et al. asegura que tener hijos convierte a una mujer en una nacionalista extrema que entrega carne a la patria y al capital, ignorando que si algo han hecho los estados es esterilizar a la fuerza a la población vulnerable.
Este tipo de argumentos, que deshumaniza a las madres en el mismo sentido que el marxismo ortodoxo deshumanizaba por supuesta falta de conciencia a esa vanguardia real de toda lucha política que siempre han sido los campesinos, son los que sirven a los antinatalistas para sustituir la agenda política de las izquierdas históricas por una guerra de sexos que no tiene fin. El antinatalismo, dicen, debe implantarse para acabar con la opresión de los padres sobre las madres y para permitir que las mujeres puedan desarrollar sus aspiraciones profesionales sin el impedimento de sacaleches, biberones o lloros de niños. Este giro identitario y conventual del feminismo es ortodoxamente capitalista y burgués, pues no solo elimina el frente de lucha común que padres y madres detentaban contra el sistema, sino que al estilo de los más inhumanos CEOs deja claro que si una mujer quiere aspirar a una carrera profesional socialmente exitosa no debe tener hijos, pues tenerlos muestra que carece de conciencia y de responsabilidad. El mensaje de este feminismo es tan reaccionario que espanta: si una mujer quiere ser libre ha de convertirse en un señoro al estilo Bertín Osborne pero sin reproducirse.
El 'apartheid' antinatalista contra los niños
No tener hijos es una decisión legítima que nunca ha estado relacionada con alentar ese crimen de lesa humanidad que supone odiar a los niños y promover su exclusión social. El antinatalismo es, pese a la corrección política de nuestro tiempo, escandalosamente niñófobo. Si Lina Meruane se indigna ante el hecho de que “el recién nacido de al lado interrumpa mi sueño” y “los menores de arriba zapateen mi techo y mi trabajo diurno”, Corinne Maier asegura que “la inocencia del niño, ya lo dijo San Agustín, depende de la debilidad de sus miembros, no de sus intenciones. El niño es como un perro: si fuera dos o tres veces más grande, sería un animal feroz, tu mejor enemigo”. Es más, Maier llega a reclamar que en Francia se establezcan, como ya se ha hecho en partes de Florida, barrios libres de niños (childfree) y que los trenes públicos “ponga[n] a la venta billetes no kid con suplemento: muerte asegurada a la corrección política pero éxito asegurado”.
En este sentido, tanto Maier, como Meruane y otras/os antinatalistas justifican su psicótico ataque a los niños afirmando desde postulados similares a los del animalismo que la infancia es una invención moderna que debe ser abolida. “Un hijo”, al fin y al cabo, lamenta Maier, “cuesta una fortuna. Es una de las compras más caras que se puede permitir el consumidor medio en el curso de su vida. Desde el punto de vista monetario sale más caro que un coche de lujo último modelo (…) o un apartamento de dos habitaciones en París. Y lo que es peor es que el coste total amenaza con aumentar a lo largo de los años”.
La conversión de las familias en un bajo estamento
El mandato es claro: tanto si quieres como si no, NO TENGAS HIJOS. Esta prohibición se debe en parte a la dificultad que esos aspirantes a nueva élite social llamados antinatalistas tienen en aceptar como normal su legítima decisión de no tener hijos, que traducen en una cruel patologización de la mayoría de la población que hasta ahora sí lo ha hecho. Las causas del antinatalismo obedecen, sin embargo, a los condicionantes económicos e ideológicos de nuestra época posthumana y a sus anhelos estamentales. En este sentido, el antinatalismo es el mayor aliado del paso del neoliberalismo a un capitalismo metaversal o digital que privilegia una sociedad de individuos aislados y sin lazos de filiación -no solo sin hijos, sino sin sobrinos y sin hijos de amigos o conocidos- que se entreguen al consumo como forma de deseo happytócrata.
El antinatalismo es, además, el punto de arranque de un novedoso conflicto social que, en el camino a una sociedad de castas, está legitimando la creación de una división moral entre los que no tienen hijos y los que sí los tienen que justifique la explotación de los primeros contra los segundos y naturalice la desigualdad económica entre ambos bandos. Esta división está surgiendo de manera natural por un reparto desigual de rentas, derivado del hecho de que los sueldos que antes estaban pensados para mantener la reproducción social vía la familia son los mismos que ahora permiten a quien no tiene hijos acumular cierta riqueza y convertirse en propietario, mientras que condenan a gran parte de las nuevas familias a vivir continuamente de prestado. En una hipotética sociedad hegemónicamente antinatalista familias e inmigrantes compartirán un mismo destino que consiste en pagar rentas y servir, en cuanto estratos desempoderados, al estamento patricio que, según Emmanuel Rodríguez, surgirá de la desaparición de la socialdemocracia y del colapso final de la fantasía de la clase media.
Es la adolescencia perpetua, estúpido
En el fondo el antinatalismo no es más que la ideología opresora de quienes queriendo monopolizar el rol de hijos odian como adolescentes perpetuos todo lo que un niño o un adulto representan. El mayor rasgo adolescente de los antinatalistas reside en la prohibición de hacerles preguntas necesarias pero incómodas para su frágil ego. Si alguien pregunta amablemente, por ejemplo, a una mujer en edad fértil si quiere tener hijos estará poniendo en práctica, desde la perspectiva antinatalista del Ministerio de Igualdad, una microagresión machista. Lo cierto es que, pese a lo que digan las fuerzas del capitalismo presente, hay un periodo reducido de años en el que debiéramos tener hijos y tendrían que ser precisamente las políticas de igualdad y planificación familiar aquellas que permitiesen afrontar con garantías una decisión de tal calado. Excusarse en que no hay que recordar a una mujer que hay un reloj biológico que afecta más a ella que a los hombres, es promover la desigualdad y abrir las puertas a la proliferación de técnicas esclavistas como los vientres de alquiler o a la normalización del sufrimiento físico y psicológico de las mujeres a manos de las industrias de reproducción asistida.
Tener hijos no es una decisión sin más, por más que antinatalistas como Meruane comparen no reproducirse con la negativa a practicar atletismo de una mujer que tuviera capacidades para ser campeona olímpica en esta disciplina (“¿desde cuándo poseer un talento o tener una aptitud obliga a desarrollarla?”). En su negación de realidades humanas básicas, el antinatalismo es una ideología patriarcal impulsada, en gran parte, por señoros con vagina que consideran que, en el fondo, la igualdad se consigue teniendo lo que ellas imaginan que es un pene, es decir, una espada destructora en lugar de una estructura flácida y sin voluntad. No en vano, Meruane termina su ensayo antinatalista y niñófobo ansiando el poder patriarcal, pues lamenta que “ya los progenitores no pueden ejercer su autoridad, ni siquiera de vez en cuando, so riesgo de ser juzgados por excederse y generar algún tipo de trauma al caprichoso retoño”.
En este sentido, el antinatalismo está tan imbuido de una ideología consumista y poshumana que no se percata de que los sacrificios y renuncias que denuncia son deseables. En tanto que padre de tres niños pequeños puedo afirmar que tener hijos es la experiencia de despersonalización por antonomasia, mucho más intensa que la que numerosos antinatalistas experimentan en sus viajes a México para ingerir peyote porque sienten la humana necesidad de huir de la propia estupidez. Sí, tener hijos retarda todos tus proyectos en una sociedad ideada para no hacerlo, pero ese retraso es el único que da sentido y forma a lo que uno pretenda hacer.
Debemos tener hijos (o sobrinos, o hijos de amigos, o ahijados) por la misma razón que los tenían nuestros antepasados: es decir, no tanto para reproducirnos, como para afrontar con garantías éticas nuestro finito pero trascendental destino humano. El que tiene hijos cifra la felicidad en morir antes que sus hijos, viendo a estos, a poder ser, ya crecidos e independientes.
Esta preparación para la muerte (única manera de disfrutar una vida humana) que supone la experiencia de ser padre o madre constituye también la principal razón por la que debemos tener hijos en estos tiempos poshumanos en los que, en lugar de dar nuestras vidas por la patria, se nos pide que las demos por la superación de la mortal especie humana y su conversión en una raza de seres matusalénicamente digitales. El antinatalismo, igual que corrientes aniquiladoras de lo humano como el animalismo, solo puede ser derrotado imponiendo, a su frenética carrera de destrucción y fe en el progreso, las primarias pero urgentes demandas de un niño siempre singular pero eternamente universal. Tener hijos es, hoy en día, revolucionariamente fundamental porque no nos permite solo entender que, como proclamaba Baltasar Gracián en su aforismo 155, “lo más dificultoso del correr está en parar”, sino que, en estos tiempos en los que se nos pide ser esclavos del progreso, nos dota de una ancestral sabiduría práctica para de verdad saber cómo detenernos y vivir.