Inauguro este diario en el tercer día de encierro, aunque ya sumo casi cinco sin acudir al periódico. Vivo sola en un piso de 80 metros. Estoy rodeada de árboles, jardines y flores. Tengo suficiente luz y ventanas para sobreponerme de los días que pasan iguales, uno tras otro, como el ciclo de una lavadora. Procuro seguir rutinas y no me permito perder el tiempo, porque creo que nunca he dispuesto de tanto. Mi deseo, al fin cumplido, se impone.
Los autobuses sin pasajeros suben y bajan por la calle desierta y los pájaros magnetofónicos de los semáforos miden el tiempo que tardan en cruzar los peatones invisibles. Desde que comenzó esto, escribo durante todo el día. En ocasiones la novela se me antoja demasiado violenta para estos días de infección. Las palabras se me caen de las manos, impotentes, pequeñas y escasas.
Evito Twitter e Instagram. Me generan tanto o más abatimiento que los supermercados y las farmacias
Evito Twitter e Instagram. Me generan tanto o más abatimiento que los supermercados y las farmacias. Tampoco quiero escuchar más tertulias ni informativos. No me apetece saber qué va a pasar y no exagero si os digo que ha dejado de importarme el Gobierno o lo que tengan que decir. También he perdido el apetito e incluso he llegado a sospechar que ya no me gusta la cerveza. Envuelta en una campana de silencio, leo los diarios de Susan Sontag. Antes los encontraba fascinantes, ahora ya no. Me gustan, eso sí, sus listas exhaustas de películas y libros.
Aunque solo vaya de mi estudio a la cocina, el camino se me hace largo. Pienso en Flaubert y los adjetivos. En las páginas de Philip Roth o el perro Idiota de Henri Molise. Esta mañana me he sentado a leer T.S Eliot y me convencí de que nadie podría desterrarme del lenguaje. Natalia Ginzburg y Doris Lessing permanecen invictas como los conciertos para cello de Haydn, las sinfonías de Beethoven, las trompetas de Mozart y la Pasión según San Mateo, de Bach.
Natalia Ginzburg y Doris Lessing permanecen invictas como los conciertos para cello de Haydn
Hoy los vecinos han salido a los balcones más temprano. Aplauden a los médicos. Se hacen compañía. Y aunque debería reconfortarme, incluso enternecerme, el estruendo de las palmas en medio de la oscuridad se me antoja triste, angustioso y solitario, casi tanto como el llanto de los niños cuando los padres del edificio contiguo los sacan a jugar. Entonces tengo que cerrar las ventanas. Sus gritos me taladran el ánimo. Quizá no he debido de leer hoy a Patricia Highsmith, creo que ha tiznado mi estado de ánimo y fumigado mi empatía.
Hasta la mezquindades ajenas me parecen cosa de necios. En tiempos de pánico no faltan cobardes, son los primeros en aparecer. Nací en el pánico, habité la guerra de un país extinto. Por eso me sobrepasa el silencio, la calma rota de los días largos. Pienso en Voltaire y el terremoto de Lisboa y me prometo a mí misma el uso de la razón y el entusiasmo. Abriré las ventanas. Me dejaré tocar por el sol y escucharé a todo volumen la sinfonía Titán, de Mahler. Pero eso será mañana.