Hay quienes insisten en desmentir lo que otros llevan siglos repitiendo. Que Juana I de Castilla estaba loca. Que la muerte de Felipe El Hermoso, su esposo y rey consorte –ella había ascendido al trono en esa misma fecha- la sumió en un delirio paranoide que la llevó a desenterrar el cadáver embalsamado de su marido y pasearlo en procesión fúnebre: Burgos, Tordesillas, Torquemada… y así hasta Granada.
Pueblo a pueblo, ella sin despegarse del féretro y dispuesta a cumplir la voluntad de su marido, la gente añadió un nuevo título al largo rosario nobiliario que arrastraba Juana, como su pena, por Castilla. La convirtieron en Juana La Loca. Fue entonces cuando se acordó una regencia que trajo de nuevo a Fernando el Católico a Castilla, como rey. Juana, que se negó a dejar la corona, fue encerrada por orden de su propio padre, quien intentaba así evitar que se formase un partido nobiliario en torno de su hija.
Pero ni loca ni mucho menos. Acaso, eso puede que sí, peligrosa. El encierro al que fue sometida, tanto por el ambicioso Felipe como por la reclusión forzosa que ordenó para ella Fernando el Católico en el monasterio de Tordesillas, la confinaron a un largo encierro que cumplió hasta su muerte. Tercera hija de los Reyes Católicos, fue la reina que pudo tenerlo todo y no tuvo nada. A pesar de que no se había pensado en ella como heredera, recibió una gran formación al ser desde joven la hija más despierta de los reyes.
“No sólo no tenía nada de loca, sino que era una mujer muy inteligente, a la que las Cortes castellanas nunca llegaron a inhabilitar, y que fue tratada con gran crueldad, siendo encerrada primero por su marido, Felipe, y después por su hijo Carlos, durante más de cuarenta años”, explica José García Abad en su novela La reina comunera, editada por la Esfera de los Libros y en cuyas páginas Abad se propone no sólo arrojar luz sobre Juana I de Castilla sino también sobre el movimiento comunero que convirtió su figura en una reivindicación política.
Aunque encerrada en Tordesillas, parte del pueblo castellano seguía viendo en ella a la legítima heredera al trono. Por esa razón, en 1520, durante el llamado levantamiento de los comuneros, cuyos integrantes fueron llamados así por Carlos I, fueron a buscar a Juana a Tordesillas para restaurarla en el trono. Ella se negó. Algunas corrientes historiográficas intentaron presentar a los comuneros como los promotores de una revuelta involucionista, que se oponía a los cambios que traía de Europa el rey Carlos y que pretendía una vuelta a la Edad Media.
Sin embargo, y también sobre este asunto habla García Abad en La reina comunera, el movimiento comunero “se extendió a un amplio espectro social y nació de la llegada de un rey extranjero, que repartía los cargos solo a extranjeros, que no hablaba una palabra de español y que no respetaba las leyes castellanas”. La posterior radicalización del movimiento –que seguía teniendo a Juana como icono- favoreció su fracaso y la recuperación del control por parte del rey Carlos, quien -mucho más estricto que lo que fue Fernando el Católico- decidió recluir a Juana en una celda . Y allí la dejó, sepultada, para siempre.