Érase una vez un niño bastante revoltoso y desobediente que no quería hacer los deberes. Su madre, viendo su actitud, le deja sin merienda y le encierra en su cuarto, por lo que el crío se agarra una rabieta fenomenal y empieza a destrozar todo lo que se le pone por delante: sus libros del colegio, los cuadernos, desgarra el papel de la pared e incluso, presa de su ira, persigue a una ardilla para pincharle con su pluma. Se tira al suelo y, de puro agotamiento, se duerme. Pero él cree que lo que sueña es cierto: de pronto, los objetos de la casa cobran vida y le cantan (es el caso de decirlo) las cuarenta. Desde el sillón, pasando por la taza china y también el fuego de la chimenea le hacen ver que nadie le quiere por lo mal que les trata. La Princesa del cuento, que es su primer amor, es deglutida por la tierra, porque no puede volver al libro que el niño destrozó. Lleno de desesperación, sale al jardín, donde también los animales como las ranas, las libélulas o los murciélagos se quejan de haber sido maltratados una y mil veces por ese niño tan malo. Lleno de horror, va entendiendo el alcance de sus actos. Pero a esas alturas, los animales no pueden más, planean su venganza y lo atacan todos a una. En mitad de la pelea, la ardilla se hace daño en una pata y por primera vez, el niño hace algo por alguien: le venda la pata herida. El estupor de los animales es inmenso. ¿Será posible que el niño sea capaz de hacer el bien? El niño, golpeado a su vez, se desmaya y entonces los animales, compadecidos ante su gesto generoso, deciden llamar a la mamá y llevarlo de nuevo dentro de la casa para que le cure. El niño despierta, pensando que todo lo que ha vivido es real y llama a su madre, que aparece para abrazarlo.
Éste es el argumento de El Niño y los sortilegios de Maurice Ravel, con libreto de Colette que se interpreta en sucesivos fines de semana hasta el 24 de noviembre en el Teatro Real del Retiro en el ciclo “El Real Junior”. Como dijo antes de la representación Miguel Huertas -director, pianista y artífice del fabuloso arreglo para piano de esta prodigiosa obra orquestal- en una breve y clara explicación para público pequeño y mayor, se trata de una fábula sobre la empatía, sobre el respeto a los otros. Y también sobre la responsabilidad, añadiría yo, sobre la consecuencia de los actos propios y la capacidad de asumir sus consecuencias.
Después del horror vivido en varias provincias españolas, con especial virulencia en la Comunidad Valenciana, pensé que esta fábula no es únicamente para los niños. Les ruego me disculpen esta digresión, pero no pude dejar de pensar en la necesidad de aleccionar también a los adultos en este sentido, y particularmente, a quienes tienen las máximas responsabilidades. Por desgracia, no pocos de los mandatarios de ambos gobiernos, nacional y autonómico, han dado muestras de carecer de la más mínima empatía, conmiseración y respeto hacia sus conciudadanos y también han mostrado una capacidad asombrosa para eludir sus responsabilidades, sobre todo si pueden hacer algo tan vergonzoso como limitarse a echar la culpa a otro. Nuestro Niño de esta pequeña y enorme obra maestra despierta de su maldad irracional e inconsecuente poniéndolo frente al espejo de sus actos. Se trata de una pérdida benéfica de la inocencia para abrirse a las necesidades de los otros desde la bondad y el cuidado. Muchos chavales de las localidades afectadas habrán perdido esa inocencia de la infancia a golpe de agua enfangada, responsabilizándose de limpiar lo que aún se pueda limpiar, del dolor de sus padres, abuelos o hermanos. Merecen mucho más que este lamentable abandono de esos perversos niños matones que pueblan los despachos donde nunca llega la desgracia ni el llanto de los demás niños.
Pero volvamos a Ravel y a Colette, autores que tan cerca estaban de la infancia y cuyo mundo tan sabiamente supieron recrear, aunque nos preguntemos si realmente pensaban en los niños o en los adultos cuando pusieron en pie L´Enfant et les sortilèges. Colette, mujer emancipada a pesar de un matrimonio castrador, durante el que su marido firmaba las obras escritas por ella, tuvo una vida cuando menos licenciosa y libérrima en lo que al aspecto sexual se refiere. Esto no le impidió mantener una ternura enorme hacia los niños, como reflejo quizás de su feliz infancia en un marco borgoñón casi idílico y querer dedicar a su única hija esta fábula entre divertida, terrible y emocionante. En cuanto a Ravel, ese hombre de sofisticación infinita, capaz de sublimar y traducir en música la voluptuosidad más desbordante como la más vulnerable emoción, nunca perdió eso que se da en llamar su “niño interior”. Hijo único de unos padres amantísimos -que se conocieron según la leyenda con bastante de realidad y alimentada por el propio compositor, en Aranjuez- siempre buscó complacerles. De hecho, una de sus grandes penas fue que su padre, Pierre-Joseph, muriera en 1908 sin haberle visto triunfar en la ópera, que era lo que se consideraba en la Francia de la época el verdadero triunfo en el mundo musical. Sin embargo, era éste un género que se le resistía al genio de Ciboure, seguramente a causa de su poca inclinación por las formas largas y del que, de hecho, sólo dio dos breves aunque soberbias muestras: la que nos ocupa y la deliciosa, divertidísima y cruel L´heure espagnole. Persona de una discreción casi enfermiza, podemos deducir que la infancia siguió rigiendo buena parte de sus gustos si observamos su pequeña casa de Monfort-l´-Amaury, llena de objetos insólitos, minuciosamente ordenados y cuidados, como para construirse un mundo feérico, un universo seguro y amable, como el que buscan los niños.
El director de la Ópera de París pidió a Colette que escribiera el libreto para un ballet-féerie en 1914. El músico que propuso a la escritora fue Ravel, que recibió con entusiasmo la elección. Entusiasmo que pareció compartir Ravel, pero su incorporación a filas en 1916 – y eso es otra historia de la que quizá hablemos otro día, aprovechando que en 2025 se cumplirán 150 años de su nacimiento- truncó momentáneamente el proyecto. Añádase el fallecimiento de su madre en 1917, que literalmente lo enfermó, y todo esto explica que el proyecto no se llevara a cabo definitivamente hasta 1924, gracias al curioso y eficaz personaje que dirigía la Ópera de Monte-Carlo, Raoul Gansbourgh, y cuya estratagema para obligar a Ravel fue tan simple como hacerle firmar un contrato, de modo que esta fantasía lírica pudo estrenarse por fin el 21 de marzo de 1925.
Los ingenios de Colette y de Ravel construyen un espectáculo del que no podemos terminar de adivinar si está pensado para los niños o para los mayores. Como toda obra maestra, probablemente la cosa radica en los diferentes niveles de lectura que podemos aplicarle, y en ese sentido, tanto la música como la letra funcionan para todo tipo de público. Frente a la extrañeza que el público adulto -quizá no muy ducho en el universo raveliano o en la música del XX en adelante- puede mostrar ante unas innovaciones y una imaginación extrema pero siempre apegada a la situación y al texto, cabe poner de relieve que los niños son, muy a menudo, mucho más permeables al juego sonoro, más abiertos a esquemas que difieren de lo que oyen en el entorno y disfrutan con propuestas audaces que, además, están pensadas directa o indirectamente para y por ellos. En cuanto al texto, juega con diferentes registros, desde el más coloquial del Niño, pasando por las onomatopeyas aritméticas o del divertidísimo dúo amoroso de los gatos, el desternillante uso del falso chino o del inglés para la taza de porcelana y la tetera o el poético de la Princesa. En este sentido, no cabe sino loar el impresionante trabajo de los traductores Javier Almuzara y Mercedes Polledo, que no han tenido nada de traditori, como dice el adagio italiano, sino que han llevado a cabo una encomiable tarea de traslado al español de los juegos de palabras, las susodichas onomatopeyas y sobre todo, de adaptación de una prosodia de por sí muy complicada y de respeto escrupuloso a las intenciones lingüísticas y dramáticas del texto. La idea de representar la obra en español es acertadísima y necesaria para un público infantil, no habría tenido sentido mantener el texto francés, pero por esto mismo y también por respeto a los traductores, lo ideal habría sido contar con una pantalla con sobretítulos. Como todos sabemos, por bien que se haga, es muy difícil comprender siempre un texto cantado, y más aún cuando la acción es agitada. Además, el hecho de que los padres o acompañantes puedan leer, facilita que, en un momento dado, expliquen a los peques qué está sucediendo. Pero, sorpréndase, el Real Teatro del Retiro carece de los medios técnicos para ello.
La propuesta escénica de Alfonso Romero es de una belleza, eficacia e inteligencia que merecería ser repuesta no sólo en representaciones para público infantil, sino en el propio Teatro Real o en cualquier escena lírica que se precie. Su amplio recorrido por toda Europa con montajes que abarcan todo el espectro cronológico de la historia de la ópera le avalan. Y además, hay que decir que Alfonso Romero fue cocinero antes que fraile, es decir, fue músico antes que director de escena, y se nota. Que me perdonen algunos (y hasta algunas), pero es fácil hacer una puesta en escena con “pegada” aunque quien la monta se ufane de no distinguir musicalmente una ópera de un oratorio, cuando se tienen todos los medios a su disposición. Lo difícil es contar con un presupuesto muy limitado y hacer algo tan complejo para que resulte simple visualmente, algo que requiere tanto trabajo para parecer sencillo, algo tan bello, divertido y fiel a las intenciones de los autores.
Estupenda la dirección de cantantes y la respuesta absolutamente entregada de todos ellos a este juego delicado, sutil y lleno de color en el que las metáforas visuales (como ese lápiz enorme que representa la pesadez de las tareas) se codean con la sublimación de los sentimientos (esa Princesa altísima y lejana con una cara indistinguible que se hace y se deshace, al albur de la imaginación del Niño), con representaciones físicas de lo más abstracto y con los animalillos más variados en un alarde de imaginación. La idea de vestir con traje negro y bombín a los cantantes para que se fundan sobre el fondo, mientras representan a los personajes que sueña el niño sosteniendo unas maravillosas marionetas (que en ocasiones se componen y descomponen en un trabajo escénico delicioso y francamente complicado) es brillante, y como indica la estupenda guía didáctica de la web del Teatro Real, proviene del teatro Kabuki japonés. Otro gran aplauso para el diseñador de escenario y vestuario Ricardo Sánchez Cuerda y su ayudante, Jara Venegas, que han dado vida con acierto, gracia y mucha imaginación a la miríada de seres que pueblan la escena. Y no podemos olvidarnos de la magistral iluminación de Pedro Chamizo, que contribuye decisivamente a recrear la habitación, el fuego de la chimenea, el jardín, las horas que pasan y también los estados de ánimo del protagonista y el resto de personajes.
El elenco de cantantes provienen del programa “Crescendo” del Teatro Real para la formación de jóvenes cantantes profesionales. Sin duda se trata de una loable iniciativa que se puso en marcha hace un par de años y que remeda otras academias asociadas a grandes casas de ópera de todo el mundo. En cuanto al resultado, no pudo ser mejor: el conjunto resultó enormemente solvente y homogéneo y la versatilidad de cada cantante quedó patente en el cambio constante de papeles requerido, ya que a siete de ellos se les exige asumir dos o tres personajes. Sólo el Niño, interpretado con mucho convencimiento, salero y seguridad por la soprano Aida Turbangayeva no cambia de desempeño. En este caso, además, como hemos dicho, tuvieron que ocuparse de la labor de manejar sus personajes para dotarles de vida. Destaquemos a la soprano Estíbaliz Martyn, que interpretó con asentada técnica y buen gusto los dos personajes más vistosos vocalmente, que son El Fuego y La Princesa. Además hay que tener en cuenta que no sólo habían de cantar como solistas, sino que hay un trabajo coral importante, que llevaron a cabo también admirablemente. Un gran bravo a Andrea Rey, Ivana Ledesma, Dragana Paunovic, Gonzalo Ruiz, Enrique Torres y Pablo Puértolas.
Ya hemos avanzado más arriba que la versión para piano a cuatro manos realizada por el director musical y también pianista Miguel Huertas es realmente fantástica. En la función que pudimos escuchar el otro instrumentista era el joven Samuel Martín, también del programa “Crescendo” y que demostró dominar el dificilísimo oficio de acompañar ópera en escena con sobrados medios, capacidad de escucha y recreación sonora y atención a cada detalle. La orquestación que Ravel ideó para este “juego” no sólo requiere de una plantilla enorme, sino que la búsqueda tímbrica es la habitual en este genio de la instrumentación: sólo decir que prescribe quince instrumentos de percusión, entre los que se incluyen un rallador de queso o una carraca, por ejemplo. Todo esto para ilustrar hasta qué punto es difícil trasladar a un piano toda esa riqueza. Si la labor de Huertas es la de un gran sabio, no cabe duda de que habría podido sacar más partido y hacer algo más elaborado con un pequeño conjunto instrumental, aunque sólo fueran un chelo, una viola, un violín un clarinete, un fagot y algo de percusión. Pero por lo visto, no hay suficiente presupuesto tampoco para esto. Pues me voy a permitir un tirón de orejas, porque si el Teatro Real decide montar un producción propia como ésta -de lo más vendible a otros teatros españoles, por cierto- y dice apostar por un programa didáctico para los niños en aras de atraerles al fantástico mundo de la ópera, habría que poner un poco más de carne presupuestaria en el asador, que para otras cosas no se escatima tanto y en muchas ocasiones con un resultado mucho más dudoso. Sin duda, es un milagro que se llegue a un resultado así, pero precisamente por eso, la dirección del teatro debería plantearse que vale la pena invertir más en este ciclo, porque la respuesta de los niños no da lugar a equívoco: exclamaciones, preguntas a sus mayores, risas, comentarios… absortos y divertidos, arrastrados por el torbellino de este delicioso juguete. Dicho queda.