Cultura

LITERATURA

La extraña obra de culto de apenas 100 páginas que sigue fascinando a los amantes de libros y librerías

Más de cincuenta años después de su publicación, esta misma semana la obra sigue liderando la lista de las ficciones epistolares más vendidas

Anthony Hopkins en '84 Charing Cross Road'.
Anthony Hopkins en '84 Charing Cross Road'.

¿Por qué será que hay pequeños libros que provocan una especie de revulsivo para el lector que, en estos tiempos, se halla sumido en la algarabía y la sinrazón? ¿Cuál es el secreto, o la clave de su éxito? ¿Poseen más impacto y, por tanto, mayor crédito, los libros de ficción o los ensayos? Este debate, sin duda, no es nuevo, y menos aún para aquellos amantes de los libros, sean éstos nuevos, contemporáneos, o, por el contrario, antiguos o de ocasión. Sin embargo, sucede que, para alguien con ciertos gustos clásicos, o con una ligera inclinación hacia un mundo que no existe, ni se espera que vuelva, el best-seller de hoy apenas resulta atrayente. Apenas engancha. Y en vez de acudir a las librerías con nombre de marca y franquicia, opta por acercarse, atravesar y perderse en las que todavía conservan dinteles de madera y letreros o grabados dorados -sello de otra época y era-, y, en su interior, estrechos pasillos laberínticos flanqueados por estanterías de roble viejo, que han perdido todo su esplendor, pero no así su encanto y romanticismo a pesar del polvo, a pesar de los lomos desgastados, las páginas descoloridas y el olor añejo tan característico que en lugar de alejar, invita a inspirar y dejar volar la imaginación. Divagar sobre quién pudo ser su antiguo propietario o por qué motivo se desprendió de esa joya que sostienen ahora otras manos después de quién sabe cuántos años. ¿Era hombre, mujer? ¿Joven, adulto, anciano acaso? ¿Qué sintió al leer esas páginas? ¿Por qué subrayó unas líneas y no otras, qué le impulsó a desahogarse en esas interminables notas al margen? 

Preguntas similares a estas se hacía una mujer que con treinta y pocos años se describía a sí misma como una «escritora pobre amante de los libros antiguos» llamada Helene Hanff, nacida en Filadelfia en 1918 y fallecida en Nueva York en 1997 en una residencia para ancianos de Manhattan, irreconocible y olvidada, como uno de los tomos antiguos que tanto le gustaban, que nos legó a los lectores una de esas joyas que mencionaba unas líneas más arriba. Una breve obra de arte que bautizó con el nombre de una dirección: el número 84 de Charing Cross Road, donde se encontraba la librería Marks & Co., que tantas alegrías le proporcionó, precisamente, por los libros olvidados, descatalogados, de coleccionista, de segunda mano, que le fueron enviando a lo largo de veinte años desde Inglaterra a América, la tierra prometida, la tierra de los grandes sueños o las grandes esperanzas, según cómo se mire. Y lo cierto es que Helene no desistió ni en el sueño ni en la esperanza de visitar algún día Londres y presentarse en la librería para conocer a los empleados que allí trabajaron y con quienes comenzó a cartearse en 1949 y continuó haciéndolo hasta 1969. Durante dos décadas, Helene, que necesitaba leer libros muy específicos para cada estación del año y, de ese modo, con la llegada de la primavera rogaba que le enviaran libros de poemas de amor, pero «¡Nada de Keats o Shelley!», clamaba, sino más bien poetas que «sepan hablar del amor sin gimotear…Wyatt o Johnson», especificaba, dio alas a una relación y amistad epistolar con cada uno de los miembros de la tienda, empezando por el librero Frank Doel, Frankie, su Frankie. Como en los Estados no había forma de encontrar ejemplares puros de la literatura inglesa que la señorita Hanff ansiaba tener y leer, o, en el mejor de los casos, releer, el destino quiso que la joven diera, por casualidad, con un anuncio en el periódico donde se daba publicidad a la humilde Marks & Co., ubicada a 5000 kilómetros de distancia. 

Sin embargo, para alguien sin carrera ni estudios que le precedieran -ni falta que le hacía-, pero con gran y amplio bagaje cultural; una sed insaciable, curiosidad e inquietud desmesuradas, no había océano lo suficientemente grande como para frenar sus deseos y, menos aún, sus demandas. Y para eso estaban Frank y los demás (Cecily, Megan, George, William y Janet, con quienes también se carteó); para rescatar, despojar del olvido y la desmemoria libros que, desde hacía siglos, no tenían dueño ni lector, y hacer llegar, con la mayor presteza posible, todo cuanto Helene precisara, bien fuera una Vulgata, Vidas de Sam Pepys, o las propias de Walton; Conversaciones imaginarias de Walter Savage Landor, La universidad ideal de Newman, los Cuentos de Canterbury, las Correspondencias entre Bernard Shaw y Ellen Terry, El lector común de Woolf, los Diálogos socráticos de Platón, Viento en los sauces de Keneth Grahame, el viaje a América de De Tocqueville, cualquier escrito de Tristram Shandy o, su predilecto y maestro, cuya escritura equiparaba a una fuga de Bach: el inigualable e inconmensurable John Donne. En compensación por los servicios prestados, Helene no dudó en ayudar a todos y cada uno de los empleados de Marks & Co., e incluso a Nora, la mujer de Frank,  y a sus hijas, Sheila y la pequeña Mary, apelando a la bondad y generosidad de su corazón, enviándoles alimentos que en Inglaterra, de aquella, estaban racionados, como por ejemplo la carne y los huevos, aunque también algunos productos que no se veían muy  menudo y costaban un dineral, como por ejemplo las medias de nailon, una prenda casi de lujo que muy pocas mujeres podían permitirse llevar. Lamentablemente, el destino a veces se obstina -con demasiada inquina y afán- en truncar los planes de las personas que se cruzan en las vidas de otras por azar, pues todos se quedaron con las ganas de conocer personalmente a la señorita Hanff, y ella, de tener más dinero, costearse un billete de avión y plantarse en Londres para recorrer la ciudad -la real y la literaria-, conocerlos a ellos y visitar su estimada tienda. 

Puestos a elegir entre el ensayo o la novela, Helene se declaró defensora absoluta de lo primero, más que de lo segundo, pues, a su parecer, ¿qué interés pueden tener las ficciones, cuando lo fascinante es lo que sucede de verdad; lo real y palpable? El mero hecho de ser testigo y decir, como bien hace ella citando a Walton, «El lector no creerá que tales cosas sucedieron (…), pero yo estuve allí y lo vi». Aquellas palabras sí que le conmovían. Como lo hacía también la camaradería que se genera entre lectores que no llegan a conocerse jamás y cuyos libros pasan entre unos y otros sin que las identidades sean nunca reveladas, a excepción de las dedicatorias que se encontraba en las primeras páginas, o, como Helene describe en varias ocasiones, esas páginas que se abren de par en par por las páginas, extractos, fragmentos, que los antiguos propietarios con mayor ahínco releían. ¿Es posible conocer a otro por  las evidencias que -queriendo o sin querer- exhibe, por los pasajes que subraya y señala? ¿Por las esquinas de las páginas dobladas y, en consecuencia, marcadas? Hanff consideraba que sí, que de ese modo, los lectores, inconscientemente, dejan una leve impresión de sí y muestran un aspecto, un parte de ellos por lo general recóndita e íntima que, por mucho que se empeñen en ocultarlo ante otras personas, ahí quedan retratados para la posteridad, a la vista de los próximos lectores -propietarios- que posen sus ojos en lo que un día formó parte del misterioso dueño del ejemplar. 

Esos gestos tan humanos y a veces tan imperceptibles, pues, por lo general, pasan desapercibidos para, quizá, los no-amantes de los libros, eran los que más reconfortaban a Helene y suplían, de alguna manera, la soledad en la que estaba sumida, aun con la compañía de Kay, Brian, Maxine, Ginny o Ed (sus vecinos y amigos más cercanos). Se sentía menos aislada y, paradójicamente, más conectada con el mundo, aunque fuera otro, distinto del perturbador presente, gracias a los libros que le rodeaban y las cartas que le fueron acercando cada vez más al número 84 de Charing Cross Road y, por ende, también más a Frank, a quien llegó a reconocerle que se había convertido en el único que verdaderamente la comprendía. En una de sus misivas fechada el 25 de septiembre de 1950 -a los inicios de su correspondencia- ya le adelantaba aspectos de su persona como por ejemplo: «No seré capaz de ganarme bien la vida», y es evidente que para un escritor o un artista, el “ganarse bien la vida” no es más que una ilusión, una idea platónica que, por suerte o por justicia poética, cuando se pone en la balanza con la pasión que se siente hacia el oficio, ésta siempre sale vencedora del conflicto. Y, a este respecto, Hanff no dudaba en anteponer la devoción que sentía por los libros, el arte, la escritura, la cultura, a sus apuros económicos. Alternaba de manera más o menos equilibrada sus lecturas con sus manías; su escritura con su vehemencia y cabezonería, por amor propio o por orgullo; el ritmo frenético de sus composiciones en la máquina de escribir con las caladas al cigarrillo que siempre sostenía y pequeños sorbos al vaso de ginebra que nunca se encontraba vacío. «Voy por la vida observando cómo la lengua inglesa es violada sistemáticamente en mi cara. Como Miniver Cheevy, he nacido demasiado tarde. Y como Miniver Cheevy, toso, me lamento del destino y sigo bebiendo», le reconocía a Frankie un 10 de enero de 1958.

Palabras tediosas y cargadas de resignación ante algo que escapaba a su control. El testimonio de un tiempo que fue y que jamás regresó. Y, aun así, Helene se devanaba los sesos en ocasiones con mucho humor, un humor afín al de Frank -dicho sea de paso-., para no sentirse vencida sino, en todo caso, victoriosa, a pesar de la situación. No cejaba en sus intentos aunque fracasara y le dieran con la puerta en las narices; aunque nadie le comprase un mísero guión para poder vivir, seguir pagando el alquiler, y, con lo sobrante, hacer un pedido por menos de cinco dólares a Marks & Co. Cierto es que el éxito, los años de bonanza, según ella, le llegaron demasiado tarde. Cuando ya no le quedaban fuerzas, cuando su librería hacía tiempo que había desaparecido y Frank hubo fallecido. Y aunque nunca llegaron a verse, aunque Frank estuviese casado y su mujer aceptase no sin cierta envidia lo que Helene le infundía a su marido, la relación a distancia, la amistad, el amor epistolar, el vínculo que forjaron se mantiene y continúa vigente, fortalecido si acaso, en nuestros días, pues el libro, publicado tres años más tarde -en 1971- y dedicado a la memoria de Frank Doel, sigue publicándose y editándose; sigue despertando el interés de lectores de todas las generaciones que en tiempos disruptivos, cuando la bonhomía, la cercanía o el gesto humano se convierten en la excepción, demandan, como hacía Helene, un bálsamo para el alma que restaure su propia fe en la humanidad, en la naturaleza humana. 
84, Charing Cross Road es, en cualquier caso, después del período de pérdida, desamparo y orfandad que le sobrevino a su autora, la carta final” -como el título de la película de 1987, dirigida por David Hugh Jones y protagonizada por Anne Bancroft (en el papel de Hanff) y por Anthony Hopkins (en el de Doel)- que Helene quiso escribirle a Frank. Un sincero homenaje, una recopilación, que, de algún modo, sobreviviera la muerte de ambos y trascendiera. Pero también es un canto, un recordatorio, basado en una historia real, en la sencillez, la atemporalidad y la sensibilidad; en los libros clásicos y las librerías antiguas, las de toda la vida; en las cartas que ya no se envían y, sobre todo, en lo reconfortante que es hacer el bien y ayudar al otro, pues por muy distanciados o lejanos que nos encontremos y sintamos, en realidad, todos estamos conectados. Compartimos penas, adversidades, desdichas, e intentamos sobrellevarlas, suplirlas, con el cariño y la compañía que nos proporcionan los demás, independientemente de que nos conozcamos o no.

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  • M
    Messidor

    ¡Qué hermosura de artículo!
    Gracias