Cultura

¿Por qué el Gobierno ha desterrado a la Literatura española de la ESO?

La izquierda globalista cree que el pasado se puede destruir a golpes para erigir un nuevo futuro

  • Imagen de archivo de unos estudiantes.

El gobierno más progresista de la historia parece temer a Juan Ruiz, a Jorge Manrique, a Santa Teresa, a Cervantes, a Sor Juana o a Calderón. La recién instaurada LOMLOE ha extirpado del currículum de la ESO el estudio de los clásicos de la literatura española, así como cualquier noción de historia literaria porque según Guadalupe Jover, una de las impulsoras de la reforma, hay “que atender al nuevo contexto social” y abrir “un canon cerrado y rígido” para que incluya textos que muestren “diversidad” “en sus temas, géneros, estructuras, lenguajes” e incorpore “voces de mujeres y obras procedentes de contextos culturales no occidentales”. Es decir, el canon español, el mismo que ha fundamentado de principio a fin los ideales igualitarios y contra-estamentales de la tradición literaria moderna occidental, ha dejado de ser recomendable en un mundo como el actual en el que toda discusión de la doctrina oficial y todo cuestionamiento de la idea de progreso es considerada un delito de alta traición. 

Hay que reconocer que tiene sentido. Imaginemos el genuino desconcierto de un chico de catorce años habituado a pensar que el mundo previo a Sánchez y la Agenda 2030 significa barbarie, intolerancia, machismo y ausencia de derechos, cuando lee un fragmento del Poema de Mio Cid y descubre que su héroe no es islamófobo, sino que defiende, según convenga, intereses musulmanes o cristianos, y que en vez de pegarle a la mujer, emborracharse e irse de fulanas sufre al despedirse de su esposa e hijas en tales términos que “llorando de los ojos” “parten unos d’otros, commo la uña de la carne”. O que una feminista 8-M en ciernes lea en el prólogo de La Celestina que todo en este mundo está en lucha y profundice en las arengas de la “puta vieja y alcoholada” protagonista para acabar con los privilegios, no de los hombres, sino de la casta aristócrata que Calisto y Melibea representan. Mejor no pensar en que un chavalito que nunca ha roto un plato llegue a cuestionar el autoritarismo paternal de sus papás crudi-veganos y a reflexionar sobre la naturaleza de la libertad tras leer un fragmento de La vida es sueño. Ni hablar de que un malote pasee los ojos por las dos primeras páginas del Lazarillo y descubra que el racismo es cosa de hace un par de siglos y que el padrastro negro de Lázaro sufre, por pobre, una condena similar a la de su malogrado padre blanco. O que un estudiante trans que, por culpa de VOX y Paul Preciado, cree que el Orlando de Virginia Wolf es la primera obra en visibilizar la naturaleza cultural del género, descubra la radical lógica de deseo queer propia de la novela pastoril española del… ¡siglo 16!.

Todas estas son ideas peligrosas que pueden poner en riesgo la creencia de nuestros jóvenes en el progreso y en la agenda global, por lo que, entendiendo que aún no se han inventado los condones de lectura, es preferible expulsar el canon de la educación obligatoria y limitarlo a las mentes adultas que accedan al Bachillerato. Mejor no estimular demasiado el ingenio a aquellos que no pasarán de un ciclo medio para así asegurarnos de que el pueblo trabajador se educa en ideales globalistas y poshumanos y no confunde, por ejemplo, como denunció García Montero en su día, la libertad con tomarse unas cañas. ¿Cuál es el problema? 

Un golpe de estado educativo-literario

Está claro que estamos ante un golpe de estado educativo-literario. Guadalupe Jover lo justifica aduciendo que el canon “tuvo su razón de ser en el s. 19, en que la función encomendada a la literatura era la de forjar una conciencia nacional en la ciudadanía, pero ya no en el s. 21, en que los objetivos de la educación literaria son otros”. Según este falsario relato, el canon clásico español no sería consecuencia de un consenso intergeneracional refrendado por el tamiz del tiempo, sino producto de la intervención concreta de señoros obcecados en construir nación. Haciendo gala de una soberbia empanada mental, Jover mezcla ideas como las de Bennedict Anderson, Pierre Bourdieu o Itamar Even-Zohar acerca de la creación de inventarios nacionales y culturales con algo muy distinto: la objetiva existencia de un canon clásico español anterior al estado-nación que en su cuestionamiento de toda estructura autoritaria de poder siempre ha sido considerado problemático para las altas esferas. El canon clásico español ha incomodado al poder desde el inicio, especialmente a medida que nos hemos ido acercando al estado-nación: pensemos que La Celestina no se prohíbe ni en el Renacimiento ni en el Barroco, sino en 1792 y que, desde entonces, el estado y sus intelectuales más eximios siempre han intentado domar a nuestros clásicos. ¿No es precisamente en la segunda mitad del s.XIX cuando un venerable nacionalista español como Menéndez Pelayo elabora un índice de heterodoxos y le enmienda la plana a nuestros clásicos con el fin de hacerlos compatibles con la ortodoxia católica? Es algo que continúa sucediendo, si no fíjense en Florencio Sevilla Arroyo editando un género tan revolucionario como la picaresca española para afirmar que es una “balumba digresiva e insoportable”, en Francisco Rico haciéndole sanjurjadas a Cervantes con carita ratonil de banquero que hace mucha caja, o en Antonio Carreira, erudito institucional, regañando a Góngora a pie de página por haberse pasado de gracioso en una alusión religiosa.

La gran novedad radica en que la izquierda globalista cree que el pasado se puede destruir a golpes para erigir un nuevo futuro y que el canon, en consecuencia, debe también elaborarse mediante arrebatos de furia ministerial sin darse cuenta de que lo único que se puede imponer de manera violenta es un canon transitorio. Esto es algo que debiera resultar obvio tras la canonización por mandato gubernamental que supuso poner el nombre de Almudena Grandes a la estación de Atocha (¿no habría sido mejor dedicar la estación a sus sufridos, heroicos y generosísimos lectores?). Pese a haber triunfado formalmente, es muy dudoso que este golpe de estado literario haya conseguido su principal objetivo: esto es, implantar la idea Chamberí-Left de que los héroes ocultos de la izquierda española no son tanto el pueblo llano como la izquierda burguesa y pseudo-ilustrada que representan la propia Almudena Grandes, sus obesas y herniadas novelas históricas, y toda la plaga de mangantes hijos-de-algo que heredaron el poder de sus padres mediante ese trampantojo que ha sido Podemos y sus reencarnaciones posteriores. 

El caso es romper con el pasado. Guadalupe Jover confiesa, de hecho, que el nuevo currículo no se centra ya “en la transmisión intergeneracional del patrimonio cultural” sino en “la provisión de experiencias personales de lectura”. Contraviniendo toda lógica humanística, Jover desprecia la importancia que tiene la transmisión de un conjunto de textos compartidos que, por fragmentarios que sean, nos permiten enraizarnos en un pasado y sabiduría común y poseer un mapa conjunto del que echar mano para afrontar individual o colectivamente tal o cual situación vital, social o política (algo que Mary Carruthers ha llamado ética de la lectura).  La realidad es que eliminar el canon de nuestros currículos equivale a extirparnos la ciudadanía para introducir entre nosotros a machetazos una difusa credencial de pertenencia obligada al mundo global que se traviste de eticista para defender principios woke puritanos y narcisistas. 

Por ejemplo, en uno de los itinerarios de lectura propuestos por las autoras del nuevo currículo, los estudiantes leen cuatro textos protagonizados por mujeres muy jóvenes que han sido víctimas del racismo, el machismo o la pobreza del tercer mundo. En su mayoría se trata de obras notables, pero el marco de lectura, en lugar de propiciar que los estudiantes examinen sus propios prejuicios y exploren el ámbito de lo posible, provoca que se identifiquen y se reapropien de un rol de víctima que les es ajeno (una niña judía asediada por los nazis, una joven negra que sufre el racismo de la sociedad sureña de los EE.UU. a principios del s. XX, una chica iraní que huye de los ayatolás, una niña etíope de siete años que es adoptada por una familia catalana). Las tragedias de estas mujeres sirven para cimentar el narcisismo victimista contemporáneo, haciendo que los alumnos confundan un instrumento de conocimiento de la realidad y de introspección básico como la literatura con el hijoputismo. Esto es, yo, adolescente gubernamental, leo para refrendar que soy de los buenos porque los malos son solo los otros y, por eso, cualquier ciudadano que discuta mi derecho woke a ser lo que quiero ser y no se pliegue a los dictados del poder reinante, es nazi, ayatolá, negrero, español, facha.

Habría que poner fin a la enseñanza de la lengua como algo disociado de la lectura y la escritura

La urgente necesidad de modificar el currículo

La literatura es peligrosa para los mamporreros de la moral porque desafía a las imposiciones que dictaminan, según convenga, lo que está bien y lo que está mal, y nos vacuna contra todo dogmatismo enseñándonos a diferenciar la ética de la barbarie en cada situación concreta. Extirpar el canon clásico español (insistimos, paradigma del igualitarismo y el desafío al poder arbitrario y anti-republicano) aduciendo que no es diverso, feminista ni integrador es un ejercicio de impúdica ignorancia que pretender ejercer la más férrea censura: la cancelación. Parece extraño que las autoras del currículum no sepan que toda literatura, incluso la menos agraciada, es diversa, pero que no existe ningún texto literario que sea feminista, socialista o capitalista. Es algo que ha sido ya rebatido hasta el hartazgo incluso por aquellos que ansiaban transformaciones ideológicas radicales como los intelectuales comunistas Trotski o Mariátegui. Si queremos que nuestros estudiantes aprendan algo sobre feminismo, el cambio climático o la ideología socialista debemos hacerles leer ensayos o pequeños artículos que les permitan discutir aquello que es y debe ser discutible. La literatura no es un catecismo ni un instrumento de adoctrinamiento, de la misma manera que tampoco es, como defienden desde hace tiempo nuestros currículos, una fuente primordial de placer o una fuente de expresión de emociones. 

El gran problema del golpe de estado literario dado a nuestros planes de estudios por el Gobierno es que se lleva a cabo no habiendo entendido qué es la literatura ni para qué sirve. La literatura es un modo específico de conocimiento y debe ser presentado como tal. ¿Cuál es el problema de que un profesor enseñe en clase a partir de un fragmento de Cervantes a identificar la ironía o diferentes grados de ambigüedad? ¿Impediría una lectura guiada de fragmentos de clásicos en las aulas que los estudiantes leyesen de manera autónoma cualquier tipo de libro, o más bien lo posibilitaría asegurando además que no pudiesen ser adoctrinados?

Las autoras del currículo afirman haber eliminado el canon clásico español de la ESO para combatir el abandono de la lectura que se da a los 13-14 años. Es una boutade mucho más ridícula que afirmar que habría que prescindir de la parte teórica de Educación Física para luchar contra la obesidad infantil o la aversión de ciertos chicos al deporte. Es obvio que muchos jóvenes pueden quedar, ¡oh!, traumatizados, por una mala enseñanza de nuestros clásicos, pero lo mismo sucederá si un profesor que confunde la literatura con la ideología o con la mera localización de figuras retóricas y distintos tipos de narradores, acompaña a nuestros hijos en la lectura del más “adecuado” y “diverso” de los textos literarios. Es urgente una reforma en la educación de la lengua y la literatura, pero ha de ser una reforma metodológica de mínimos que sea eficaz y funcione incluso con malos profesores. 

Para empezar habría que poner fin a la enseñanza de la lengua como algo disociado de la lectura y la escritura. Por más que el currículo permita una mínima intervención en este sentido, una buena parte de clases de Lengua Castellana y Literatura se pierden en ejercicios mecánicos y cientifistas que no sirven absolutamente para nada más que para conferir al profesor una impostada erudición. En lugar de leer y escribir a distintos niveles de complejidad, los estudiantes son forzados a aprender, entre la desidia y el bostezo, tipologías textuales carentes de sentido, a memorizar hasta once tipos de textos periodísticos diferentes (todo en teoría, claro) y distintas clases de sinónimos elaborados sin el mínimo rigor conceptual o a perderse en mistificaciones sintácticas. Un razonable principio de cambio sería incorporar de manera estructurada y habitual, y no como una simple moda sin mayor trascendencia metodológica, la escritura creativa en las clases (algo presente como elemento ancilar de la educación tanto en tiempos clásicos como en la Ratio Studiorum jesuita). De esta manera, además, los estudiantes no solo aprenderían a pensar, a escribir y a reflexionar sobre la lengua de una de las maneras más complejas posibles, sino que comprenderían de primera mano el valor que la ficción tiene como base del conocimiento humano en prácticamente todos los niveles (la literatura, pero también las ficciones médicas y jurídicas o los experimentos). 

Estamos ante un peligroso timo educativo y hay que reaccionar. El nuevo currículo, lejos de introducir mejoras, convierte una asignatura que debiera ser transformadora en un alienador catecismo globalista y woke que bien podría pasar a llamarse Lengua Castellana e Hijoputismo. Es como si la literatura hubiese muerto y el hijoputismo hubiese nacido. Leer sirve ahora para cerciorarse de que los malos son los otros, mientras que nosotros somos víctimas que necesitamos protección estatal. No hay que descartar, claro, que el Gobierno crea estar en el camino correcto expulsando nuestro canon clásico de la ESO, pero esto solo demostraría que hay que temer más a los psicópatas cuando pretenden hacer el bien que cuando realizan a sabiendas el mal, como sucede estos días con los “pactos progresistas” de investidura. 

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