Cultura

Humilde desagravio al verano

El verano tiene más detractores de los que cabría esperar. No me refiero a ese tipo social tan frecuente, tan insultantemente humano, que lo añora cuando no está, en invierno, y lo detesta cuando sí. Él no es un detractor sino un nostálgico, como cas

  • Varias personas disfrutan de la terraza de un bar. -

El verano tiene más detractores de los que cabría esperar. No me refiero a ese tipo social tan frecuente, tan insultantemente humano, que lo añora cuando no está, en invierno, y lo detesta cuando sí. Él no es un detractor sino un nostálgico, como casi todos, y su condena es amar lo que ha tenido y ya no tiene. Me refiero, más bien, a ésos que aborrecen el verano ontológicamente, a ésos que fantasean con la posibilidad de un cambio climático a la inversa, a ésos que ni siquiera del invierno disfrutan porque su alegría está matizada, oscurecida, por la perturbadora certeza de que al frío le seguirán ineluctablemente el calor y sus efectos. Me refiero, ¡por supuesto!, al brillante e incorregible dogmatismo antiestival del escritor José F. Peláez: "Ah, verano, ya llegas para recordarme lo vulgar que puede ser la vida entre cubos de playa con restos de arena semihúmeda".

Yo, claro, entiendo el punto de vista. En ocasiones parece que el verano es tan sólo una ocasión para la procacidad y el indecoro. De algún modo brinda una justificación tangible por meteorológica e incuestionable por tangible a los exhibicionistas, que pueden mostrar desvergonzadamente sus vergüenzas, encogerse de hombros y señalar al calor como culpable. Es verdad que en verano ―esto se lo concedo a Peláez― la gente no se viste tanto como se destapa y también lo es que eso implica un cierto retorno a la barbarie y un repliegue de la civilización porque ésta, al menos en lo que a la indumentaria se refiere, siempre ha tenido más que ver con cubrir que con descubrir, más con velar que con enseñar, más con añadir que con quitar. 

Con todo, esta desgracia palidece antes los prodigios del verano. Yo lo defiendo de sus detractores porque le permite al español vivir como está llamado a hacerlo. Cuando el calor es excesivo, uno duerme algo así como una siesta permanente. Los sentidos se embotan y el ánimo ―quien lo probó lo sabe― degenera en sopor. La realidad adopta en consecuencia unos contornos oníricos, hasta el extremo de que resulta difícil distinguir el sueño de la vigilia. Todo es difuso, letárgico, como irreal. En verano se vive menos que se sestea y yo entreveo en este irrefutable hecho una gran oportunidad. ¿Qué buen español no ha deseado alguna vez vivir dormitando?

Esos días en los que el termómetro le guiña el ojito al número cincuenta, el español se echa a la calle, vive más allá de las paredes de cartón piedra de sus cuchitriles

Mi impresión es que sólo en verano podemos expresar los españoles plenamente nuestra esencia. Coinciden los expertos en que somos por naturaleza alegres, festivos, lúdicos. También en invierno, claro, pero entonces lo somos a la contra, a pesar de las circunstancias, como quien se entrega a un imposible, como quien abraza el hedonismo cuando lo que la realidad le exige es la mesura. En verano, por el contrario, nuestra alegría se desembrida con mucha razón. Las circunstancias que antes la reprimían ahora la estimulan. El verano llama al gozo y el español responde a su llamada como la masa responde a las órdenes de un caudillo. Cultiva entonces la alegría sensual, desparramada, excesiva que su vocación le exige cultivar: la alegría de las conversaciones bulliciosas, la del botellín de cerveza en el chiringuito y la de las comidas a destiempo, con la arena todavía adherida a la piel.

España y el verano

La gran Ana Iris Simón afirma en Feria que los españoles, al contrario que los pueblos septentrionales, concebimos la calle como un fin y no como un medio, que no la transitamos tanto como la habitamos. Tiene toda la razón, como casi siempre, pero yo debo añadir que esto ocurre fundamentalmente en verano. Es en esta época cuando la calle se transfigura en hogar. Antes, durante el invierno, era más bien el desagradable sendero que unía un refugio y otro, un lugar inhóspito en el que uno sólo podía detenerse a condición de que arriesgara su salud. Ahora, salvo durante las horas inclementes de esos días en los que el termómetro le guiña el ojito al número cincuenta, el español se echa a la calle, vive más allá de las paredes de cartón piedra de sus cuchitriles: se deja caer por los parques para leer, por las terrazas para brindar y por las playas para no hacer nada, que es lo que se suele hacer allí. 

 Qué pena ―pienso mientras apuro el doble de cerveza― que el verano tenga tantos enemigos. Es la oportunidad que Dios les brinda a los españoles de ser tal y como ellos son. 

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