El presidente Biden ha proclamado que la matanza de armenios por Turquía fue un genocidio. Es la primera vez que un presidente de Estados Unidos da ese dictamen, que ha provocado la furia del Gobierno de Erdogan. A diferencia de Alemania, que en cuanto tuvo un gobierno democrático reconoció y pidió perdón por el holocausto judío, Turquía jamás ha reconocido uno de los crímenes colectivos más terribles de la Historia, precisamente el que daría lugar a la palabra “genocidio”.
La masacre empieza el 24 de abril de 1915. Las órdenes son comenzar golpeando a la cabeza: líderes políticos y religiosos, intelectuales, empresarios. En un solo día toda la elite armenia es detenida, torturada para que confiese un complot que no existe, y ejecutada. Solamente en Constantinopla son 650 víctimas, pero esa cifra no es nada para lo que viene luego.
Turquía se halla envuelta en la Primera Guerra Mundial, y ha sido movilizado medio millón de reclutas armenios. El Ejército recibe la orden de fusilarlos, y la cumple con disciplina militar. Simultáneamente, en las provincias orientales de Anatolia, donde reside la mayoría de la comunidad armenia, todos los varones que no están en el Ejército son asesinados en sus pueblos. Hombres maduros, viejos o adolescentes, prácticamente ninguno mayor de doce años se salva de la degollina.
Todo responde a un plan institucional, diseñado en una reunión de la cúpula del CUP (Comité para la Unión y el Progreso), el partido político de los Jóvenes Turcos que ha tomado el poder en 1913. Se crea un organismo específico para llevar a cabo el genocidio, llamado sin mucha imaginación Organización Especial, a la que se dota de una milicia asesina, los Tchetes, formada mediante la amnistía a presos por asesinato, violaciones y crímenes violentos. Cuando el embajador de Alemania, aliada de Turquía en la guerra, acude a protestar al ministro del Interior, éste le responde con todo cinismo: “Hay que resolver la cuestión armenia por la extinción de la raza armenia”. Sarcasmos de la Historia, 25 años después esa frase parece inspirar la “solución final de la cuestión judía” de la Alemania nazi.
Deportación hacia la muerte
La tercera fase del genocidio es el exterminio de las mujeres y los niños, disfrazado bajo la forma de deportación. La Organización Especial crea 25 campos de exterminio en zonas desérticas de Siria e Iraq, todavía parte del Imperio Otomano. 700.000 mujeres y niños armenios de Anatolia Oriental son expulsados de sus hogares y obligados a caminar en condiciones infrahumanas cientos de kilómetros. Luego les toca a los de Anatolia Occidental, transportados en vagones de ganado hasta Alepo. Los que tienen más suerte, las mujeres jóvenes y los niños sanos, son vendidos como esclavos durante el camino. Al menos sobrevivirán, porque solamente llegan a su destino final entre un 10 y un 20% de los que salieron.
Da lo mismo, en abril de 1916 los Tchetes reciben orden de asesinar a todos los supervivientes, a los que literalmente pasan a cuchillo. Antes de la guerra el censo contabilizaba dos millones de armenios en el Imperio Otomano. El censo de 1927, cuando ya no están en el poder los Jóvenes Turcos, dice que quedan 60.000 armenios. De los dos millones iniciales algunos han logrado escapar: aparte de los vendidos como esclavos, en muchos casos familias vecinas turcas de los armenios esconden a sus hijos y los hacen pasar por propios. Les llaman “las sobras de la espada”. En todo caso, un millón y medio de armenios han sido víctimas de la vesania turca.
Los armenios llaman a este vergonzoso pasaje de la Historia de Turquía la Yeghern, la Gran Destrucción, pero merece un nombre propio más contundente. En 1921, el antiguo ministro del Interior otomano, Talaat Pachá, un miembro del triunvirato militar de Jóvenes Turcos que gobernaba en 1915, está exilado en Berlín. Un armenio superviviente de la masacre, que ha perdido a 85 miembros de su familia, lo encuentra y toma venganza.
El homicida justiciero, Soghomon Tehlirian, es juzgado y declarado inocente por la Justicia alemana, en un proceso que causa enorme expectación. Un estudiante de Derecho de Heidelberg llamado Rafael Lemkin lo sigue con interés científico y pasión política. Se convertirá en un jurista renombrado, dedicado a combatir ese género de asesinato masivo, para el que inventa un nombre: genocidio. Por triste casualidad -o no- Lemkin es judío, y conocerá en carne propia lo que es un genocidio.